Llegan las calores y los atardeceres vienen a caer en esos momentos en que el campo empieza a teñirse de negro y los altos árboles que aparecen a los dos lados de la carretera comienzan a semejarse a estirilizados gigantes ahuyentándonos con sus poderosas ramas convertidas en largos y sufridos brazos incansables ante el azote del viento y más abajo ya cerca de un cruce de caminos se ve la primera imagen del pueblo, representado por su vetusta iglesia y ya casi en lo alto de la loma aparece en su totalidad el pueblo, que como siempre aparenta ser el mismo desde que Dios me vino a dar uso de razón. El pueblo, Pinarejo, parece tener conocimiento y estar atento a nuestra llegada. Poco a poco a través del cristal de las ventanas del coche empiezan a surgir lugares conocidos y es en ese momento, cuando vuelve la calma y vemos los blancos paredones de las primeras casas y corrales, que llegamos a pensar ¡por fin ya estamos otra vez en el pueblo! Con la entrada en el pueblo empiezan los primeros saludos y las primeras preguntas ¿Quién es? y la contestación si se sabe: son los chicos, el pequeño y el mayor, de la Hilaria y de Tomás. Digo son los chicos de la Hilaria y de Tomás porque casi siempre, últimamente, solemos acudir juntos al pueblo mi hermano y yo, y también porque casi siempre nos toca parar el coche para saludar a un amigo, vecino o familiar.
Ya el coche enfilado bajamos por la Carrera camino de la Plaza y allí aparcamos el vehículo para dar una vuelta por el pueblo, sacar unas fotografías, hacernos unas cervezas, subir hasta el molino y por último acudir al cementerio para visitar la tumba de mi madre y para dar una vuelta por el sagrado recinto.
Este es, así de sencillo, el protocolo que solemos seguir mi hermano Jesús y yo cada vez que vamos al pueblo. Pero ahora para la próxima vez hay pendiente una apuesta que tenemos que cumplir con el amigo Sepeño de Santa María del Campo Rus.
De normal y dependiendo de la época del año acostumbramos a coger aceitunas para poner en sosa y a la vuelta ya de camino de Valencia hacemos parada en uno de los mesones de La Almarcha para comer unas merecidas viandas, menu, de esos de la tierra compuesto de ensalada con escabeche , ajo arriero, morteruelo y una buena paletilla de cordero Todo regado con buen vino y cuando se podía un aromático puro, postres, café y orujo blanco fabricado en el pequeño pueblo denominado "La Frontera", más allá de los confines de Beteta.
Que les ha parecido el recorrido. para esto siempre hay alguna escusa que decir en casa. Son las escusas pequeños pecadillos que creo Dios nos perdonará llegado el momento porque no encierran malicia alguna, a lo sumo un poco de gula.
Por si fuera poco y el tiempo diera para más solemos acabar la faena comprando algún que otro queso y algunas que otras botellas de vino. Siempre el viaje de vuelta se hace más pesado que el de ida. Es natural el estomago más lleno, el cuerpo más cansado y muchas veces el sol de cara. Por ello es recomendable cuando se viaja al pueblo hacerlo con tranquilidad, dormir en casa o por la zona, trasnochar, hacerse algunos botellines , hablar con la ciudadanía y dormir y llegada de vuelta la mañana, con las primeras luces, si hubiera prisa, coger la autovía camino de la gran ciudad sin volver la vista atrás, para no sufrir penas innecesarias.
José Vte. Navarro Rubio
José Vte. Navarro Rubio
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