Pasear por el Castillo de Garcimuñoz
a esas horas en que el camposanto se ve visitado
por vecinos que llegan hasta sus puertas
para colocar ramos de flores sobre las tumbas
de sus seres más queridos
y andar por sus calles señoriales
por las que un día paseó un gran señor
a lomos de un brioso caballo
rodeado de una corte de súbditos
que a toque de trompetas
despejaban la entrada al castillo
y anunciaban que ya caído el día
regresaba el infante culto hasta su palacio
para dar buena cuenta de esos manjares exquisitos
y de aquellos vinos copiosos
capaces de nublar la vista
hasta del más pintado de los mortales.
Llegar a la vera del convento de agustinos
y ver como de su altiva presencia
quedan restos y más restos esparcidos
a lo largo y ancho de un gran perímetro
en cuyo espacio interior sobresalen
las ramas juguetonas de viejos árboles
que por allí crecieron a la espera de volver a escuchar
cánticos espirituales
donde ahora reinan silencios
y trinos de pequeñas aves
que vuelan desconsoladas a la búsqueda de sus nidos.
Dejarse llevar por la marea
de unos silencios dignos
y buscar entre tantos silencios
explicación alguna
que nos indique el por qué
estos pueblos de tanta arraigo y solera
han quedado convertidos
en abandonados lugares
de una geografía manchega
tan escasamente protegida
como si no hubiera existido.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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