sábado, 8 de octubre de 2011

LA FELICIDAD COMO META

En estos atardeceres largos en los que las temperaturas comienzan a bajar es cuando uno tiene la posibilidad de encarar la pantalla del ordenador y comenzar a escribir de aquello que le da la bendita gana. No quiero renunciar a estas posibilidades que la tecnología me regala de expresarme de la forma que crea más conveniente en el momento que crea más oportuno. Podría hablar de la economía actual del mundo, de lo mal que lo están pasando muchos habitantes del planeta, de la suerte que tienen muchas personas, de lo desgraciadas que son otras, pero hoy no tocar hablar de todo esto, hoy quiero hablar de la felicidad y de lo poco que cuesta ser felices si uno se lo propone. Es verdad que cuantas más cuotas de bienestar social alcancemos más posibilidades tendremos de ser felices, al menos esto es lo que se piensa, pero esto no es así, me explicaré, la mayor o menor felicidad de las personas casi siempre va unida a determinados conceptos como pueden ser el amor, la enfermedad, el capital económico, el éxito personal y el disfrute de aquellas cosas que la vida nos proporciona en menor o mayor cantidad. Todo está en el uso  y grado de aceptación que adoptemos ante todo aquello que nos es cotidiano. De esta forma son felices los monjes budistas y disfrutan careciendo de medios; son felices los indígenas de las selvas tropicales; son felices los habitantes de las zonas tropicales y gélidas y son felices aquellos que teniendo la posibilidad de disponer de muchos bienes terrenales renuncian a todos ellos con el fin único de vivir de una forma humilde pero intensa. Es de esta forma "la intensidad de pasión", que pongamos en los determinados asuntos que tratamos a lo largo del día, la que marca ese grado de felicidad que es necesario para poder decir soy feliz. Unas palabras a tiempo pueden hacer variar ese orden natural que marca nuestro deambular por la vida. Es así que la palabra "libertad" va unida de forma constante al vocablo "felicidad", pues hay que ser muy libres para poder decidir y cambiar nuestra forma de ser cuando creemos entender que algo no nos va bien y es en este instante cuando toca sacar a la palestra otra palabra denominada "convencionalismo social" que tiene que ver con todas aquellas ataduras que el ser humano se va colocando así mismo a lo largo de su vida: amistades, estatus social, religión, familia, trabajo.  Desde el mismo momento de nuestro nacimiento las ataduras sociales nos van acorralando y cercando dentro de un circulo en el cual nos desarrollaremos, movemos y crecemos en todos los ordenes. La felicidad tiene que ver con todo esto. Se dice que hasta las temperaturas y los cambios climatológicos tienen que ver con el grado de felicidad de las personas pero yo por encima de todo pienso que para ser feliz hace falta muy poco y sobretodo el convencimiento de que uno quiere ser feliz.

El hombre contemporáneo es más feliz que sus antepasados, porque dispone de más medios para ser dichoso, según subraya el psiquiatra Luis Rojas Marcos en su libro, "Nuestra felicidad", de Espasa Calpe. Pero aunque la ciencia y el progreso nos hayan acercado a ese objetivo escurridizo llamado felicidad, Rojas Marcos pronostica que en el futuro "no faltarán hombres y mujeres angustiados".

Por todo esto y porque no sabemos lo que el futuro nos puede deparar seamos felices hoy que podemos pues el mañana es algo que está por venir. Es un consejo.

José Vicente Navarro Rubio


LEYENDAS: FELIPE PICATOSTES EL LOBERO DE PINAREJO

                                                         I
14 de abril de 1152 de Nuestro Señor Jesucristo. Y vosotros amigos os preguntareis el que de especial puede tener esta fecha. Muy fácil de entender. Por aquellos días vinieron a ocurrir unos hechos misteriosos en Pinarejo que no aparecen recogidos en ninguna crónica histórica y que por casualidades del destino han venido a caer en mis manos.

Iba un día del mes de agosto, calina encima y con poco agua, caminando por una de esas de las muchas sendas que hay en el término cuando a un lado del camino a la Moraleja vi un pequeño agujero del que sobresalía, entre muchos tiestos rotos lo que parecía ser un viejo cuaderno de cubiertas de piel de cabra, todo el muy ennegrecido y deteriorado. Cogí el cuaderno con mis manos y me lo guardé y ya de vuelta al pueblo y bajo la luz tenue de una lamparilla comencé a leer lo que aquel libro llevaba escrito entre sus páginas. Estaba escrito en castellano antiguo; escritura que para mi no ofrecía muchas dificultades y más teniendo en cuenta que mis estudios los había realizado en la rama de arqueología. Conforme iba escribiendo mis ansias de continuar leyendo eran más grandes y así un día de tras de otro. No importaba que fuera de noche o de día; que hiciera frío o calor; que sonaran las campanas o que el vecindario estuviera hablando en los poyos de las puertas. Mi misión era leer y transcribir y a fe que lo hice de la mejor manera posible.

La verdad es que me costó mucho esfuerzo transcribir el documento ya que algunas páginas del libro estaban muy dañadas y estropeadas y algunos fragmentos y palabras del texto era casi imposible traducirlos debido a que la tinta con la cual habían sido trazadas casi había desaparecido. Fue labor ingente la que tuvo que hacer un amigo mío encuadernador para recomponer el libro y dejarlo en situación de poder ser leído. Según me aseguró Fermín, así se llamaba mi amigo, el documento debió de haber yacido, durante mucho tiempo, en algún recipiente de arcilla hasta que yo, de forma casual, me lo encontré en aquella mañana del año 1982.

Terminado el arduo trabajo comenzó otra loable faena consistente en releer y dar cuerpo a aquel conjunto de hojas y para ello me vi obligado a volver a emplearme a fondo. Leí, releí y cuando creía que todo estaba ya en condiciones volví a leer y a releer y así una vez y otra hasta que al final un día pegué un golpe sobre la mesa y dije ¡basta ya!. Guarde apuntes, cuadernillo y libro y me olvidé del asunto pues me parecía todo tan fantástico que llegue a pensar que todo era obra de un loco o de algún poseído por el demonio.

Después de haberme ocurrido este suceso, no más importante que lo que viene a continuación, cogí el cuaderno; la trascripción y el relato y los escondí, todos ellos, en un viejo baúl que yacía abandonado y lleno de trastos en la cámara de la casa de mis padres, allí en la calle de las Eras, he hice por olvidarme del asunto, pues me parecía todo tan fantástico que llegué a pensar que todo lo que en el viejo libro o pergamino, como quieran llamarle, se mencionaba, solo podía ser obra de un loco o de un extraño personaje poseído por el demonio.
                                                         II
Pasó el tiempo y tanto que pasó; todo lo tenía olvidado; hasta que hará de esto unos cuantos años mi padre me dijo un día; oye, José Vicente, por qué no subes a la cámara y me bajas el viejo baúl que hay, junto al ventano, encima de un estante de madera.

Ni corto ni perezoso y con buena predisposición agarré una escalera y desde la azotea que hay en la primera planta de la vivienda comencé a subir uno tras otros los diferentes peldaños del viejo armatoste hasta que finalmente, medio en cuclillas, entré en la cámara por un orificio, no demasiado grande, que a estos efectos había en la pared trasera que da al patio.

Busqué, lo necesario, dada la pequeñez del reducto y al final entre telarañas, apeos de labranza, sillas, mesas, ropa vieja y maderos carcomidos me encontré el dichoso baúl. Como pude y Dios me lo dio a entender lo comencé a deslizar con ayuda de unas cuerdas hasta la azotea inferior y de allí lo volví a bajar hasta el patio. Estaba en éstas y agotado cuando de pronto apareció mi padre. Andaba el hombre preocupado y yo no sabía el porqué de aquel desasosiego. La buena cuestión es que a partir de esos momentos mi padre tomó las riendas del asunto y abrió el baúl. Comenzó mi padre de forma desordenada a revolver todo lo que había dentro del receptáculo hasta que finalmente encontró lo que buscaba que no era otra cosa que unas viejas fotografías. Yo mientras tanto me preguntaba ¿tanto para tan poco? Ya a punto de cerrar el baúl vi el viejo pergamino y comencé a recordar aquellos días en que anduve tan metido en el asunto de leer y copiar el documento. Saqué, sin pensármelo dos veces, el hatillo de papeles y los volví a dejar en una cómoda de mi habitación y todo esto hasta que hace un par de días por fin me dije ¡ya está bien, haz algo, gandul!

Este hacer algo, es lo que viene a continuación que no es más que contar la historia de "Felipe Picatostes: Lobero del Pinarejo". Espero que disfruten con el relato y que las preguntas se las guarden para el final. Es decir para cuando hayan sido capaces de asimilar lo que leerán a continuación.

Buenas noches y a disfrutar pero antes cierren las ventanas; echen una mirada al tiro de la chimenea; comprueben los bajos de la cama y lo que es más importante no salgan a la calle pues a partir de media noche en Pinarejo solían ocurrir cosas muy extrañas. Va de muertos, seres extraños, apariciones y algunas cosas más que dejó en suspenso y que vosotros amigos y amigas poco a poco iréis captando sin necesidad de hacer más comentarios. ¿A quién no le ha ocurrido en Pinarejo alguna cosa extraña? Pensad y veréis como tengo razón.

                                                      III
Para narrar los hechos iremos desmenuzando todos los documentos de que se componía el viejo cuaderno de piel de cabra encontrado en el camino de la Moraleja. De forma progresiva irán apareciendo cartas, declaraciones, testimonios, oficios y sentencias. Es decir todo aquello que dio lugar a que se abriera, en toda regla, una investigación.

Carta del Manuel Belinchón, alcalde de Pinarejo, a Ferrán Ruiz de Alarcón, Alcalde Mayor de Alarcón:

Por Dios y Nuestro Señor Alfonso X del cuál solo espero su bondad me dirijo a su señoría totalmente desconsolado y en señal de auxilio para que tenga a bien hacer lo que creyera menester. Sepa mi señor que desde hace un tiempo hasta esta misma fecha vienen ocurriendo en Pinarejo fenómenos extraños que tienen muy desconsolada a la población de la cual usted es su protector y yo su más piadoso servidor. Son tan grandes los males que nos azotan que el pueblo se está despoblando cada día más y más y las buenas gentes del lugar abandonan sus haciendas con tal de comenzar una nueva vida fuera de los confines del Señorío que usted y su familia tan digna y paternalmente gobiernan en nombre del Rey desde tiempos inmemoriales.

Continuaba el escrito diciendo:

No encuentro explicación alguna a tan grandes males y por mucho que hemos hecho por intentar esclarecer lo que ocurre nada hemos conseguido, encontrándonos ya a punto de arrojar la vara de mando y salir al galope de la aldea, al igual que ya lo han hecho algunos de sus más queridos vasallos. No obstante son tan grandes los favores que de usted he recibido que estoy dispuesto a aguantar lo que hiciera falta y para que sepa de lo que le estoy hablando tengo a bien referirle algunos aspectos del mal que nos quejamos. Mi explicación será muy escueta y sin entrar en detalles, pues éstos los guardo para el momento en que usted o un enviado suyo se digne a visitar el lugar.

Van para unos siete meses que en Pinarejo se vienen produciendo muertes extrañas, tanto en lo que es el recinto del pueblo, como en las diferentes tierras de que se compone el término y para más decir todas las muertes están rodeadas de unas mismas circunstancias que podemos resumir en que vienen a ocurrir a eso de la media noche; y en que se da mucho derramamiento innecesario de sangre.

Ya son 24 las muertes ocurridas de uno u otro sexo y de una u otra edad y rara es la semana que no hemos tenido que oficiar misa de difuntos. Nuestro buen párroco al que usted bien conoce por haber oficiado misas en una de las parroquias de la villa de Alarcón dice que todo es producto de una maldición y que por ello lo que toca hacer es pedir el auxilio de la Santa Inquisición para que tome cartas en el asunto y erradique, con sus métodos, este mal del cual el demonio mucho sabe por ser, a su entender, su artífice.

Yo dudo que este método sea el más eficaz y hasta tal punto muestro mi desacuerdo que estoy por decirle que de venir a acontecer lo que el párroco recomienda pudiera ser que el lugar fuera abandonado. Por ello paso ha referirle los muertos calle por calle y a solicitar de su clemencia y auxilio rogándole que de las ordenes oportunas para que un destacamento de soldados, juez, escribiente y quien creyera menester venga hasta el lugar para tomar notas, investigar y encadenar con grilletes y llevar hasta el cadalso al autor o a los autores de tan horrendos crímenes.

La relación de muertos por día es la siguiente según apuntes del licenciado Pérez de Torrubia :

Calle de las Eras: 3 muertos fechados los días 15 de octubre, 16 de diciembre y 8 de enero.
Calle de la Iglesia: 4 muertos fechados los días 11 de noviembre, 27 de diciembre, 4 de enero y 20 de febrero.
Plaza de Pinarejo: 3 muertos fechados los días 20 de diciembre, 28 de enero y 15 de febrero.
Calle Tercia: 4 muertos fechados los días 1 de noviembre, 23 de noviembre, 14 de diciembre, 7 de enero
Calle del Horno Viejo: 3 muertos fechados los días 21 de diciembre, 12 de enero y 22 de febrero.
Calle del Hospital: 3 muertos fechados los días 10 y 18 de octubre y 18 de febrero.
Calle del Tesillo: 4 muertos fechados los días 25 de octubre, 14 y 16 de enero y 1 de febrero.

Terminaba la carta diciendo:

Quedo a su disposición para lo que mande y quisiere de su humilde servidor.

En el Pinarejo a 3 de marzo del año de 1252. Manuel Belinchón (Alcalde del lugar del Pinarejo)

                                                              IV
Carta de Ferrán Ruiz de Alarcón, Alcalde Mayor de Alarcón a Manuel Belinchón, alcalde de Pinarejo:

Querido y estimado mi alcalde de Pinarejo he leído la suya la cual me ha dejado muy preocupado y perplejo pues los hechos que se mencionan en su escrito no son propios de estos lugares, por no existir en estos momentos bandas de bandidos ni grupo armado alguno con capacidad suficiente para instigar a las villas y lugares que están bajo la jurisdicción del Rey, nuestro señor Don Fernando III. He notado en su anterior carta un pequeño desliz, propio de la situación que se encuentra viviendo, y es en lo que se refiere a nuestro Señor el Rey, aunque todos sabemos los males que le aquejan y las noticias que sus enemigos envían por los lugares y villas dando por acontecida su muerte tengo que decirle que ésta no ha ocurrido y que sus achaques los tiene por ahora aparcados, pues en estos momento se encuentra preparando un desembarco de tropas en el Norte de África y es que estimado amigo los ánimos de nuestro buen Rey están en su punto más alto y en ello le ayuda y mucho su hijo mayor D. Alfonso, al que usted de una forma tan loable ha subido de rango y pedestal.

Volviendo a la extraordinaria noticia que me cuenta le tengo que decir que 24 muertes, por no decir asesinatos, son muchos para un lugar tan pequeño. Es por ello que he mandado preparar tropa suficiente con un oficial a su mando, escribano, juez, boticario y médico y cuando se encuentre la expedición a punto daré la orden oportuna para que viajen a su Pinarejo con la única misión de devolver la paz a esa parte de nuestro territorio a quien nuestro Rey tiene tanta estima, pues no hay mejores puercos, ciervos, corzos, liebres, faisanes, gallos de brezal, grullas y aves de lagunas que los que se crían y viven en los lugares por donde se dan esas muertes tan grandes y escandalosas.

A lo que se acostumbra no tengo que decirle más. Sé que dará buen hospedaje a mis emisarios y buena cuadra a los zagueros con las bestias de carga, azamblos, mulos y garanos. Como es costumbre los gastos corren por su cuenta y se deducirán de lo que el lugar tiene por costumbre y estipulado abonar, como tercias reales, a nuestro Señor el Rey D. Fernando III del que usted y yo somos sus más fieles servidores.

Tenga a bien informarme en todo momento y para ello le envío los suficientes caballos de posta con la orden de que estén prestos a cualquier indicación que usted, mi alcalde, les hiciera llegar. Ya sabe como están los caminos y las grandes nevadas que han vaticinado para estos lugares los astrónomos de la corte de Nuestro Señor el Rey, por eso sea cauto y no vacile en mantenerme informado a ser posible día a día, mientras mis comisionados estén sujetos al trabajo que les ha llevado hasta el lugar del cual usted ostenta vara de alcalde.

Quedo a su disposición para las dudas que quisiera le fueran aclaradas en tiempo y forma.

En la villa de Alarcón a 9 de marzo del año de 1252. Ferrán Ruiz de Alarcón, Alcalde Mayor de la villa de Alarcón.
                                                             V
Cuaderno de ruta del capitán Florencio Ibáñez:

Día 10 de marzo de 1252.

Salida de Alarcón, a las 7 horas del día 10 de marzo de 1252, después de despedirnos de los familiares y autoridades principales que nos han acompañado hasta el desvió del camino que lleva hacia Honrubia. La comitiva de la cual yo soy su máxima autoridad, está compuesta en su totalidad por 18 personas, tres carros con armas y víveres y 15 animales de carga, tres perros sabuesos y tres docenas de palomas torcaces. Nada más salir de la villa y dejar la Hoz del río una gran tormenta inundó el cielo y nos tuvimos que ir a refugiar a unos chozos de pastores que había junto a las viñas de nuestro buen amigo Alonso, cirujano de la villa de Alarcón. Desde allí y cuando el tiempo templó continuamos nuestro derrotero hacia el lugar denominado Honrubia y por el camino nos encontramos con algunos campesinos que iban huyendo de Pinarejo, nuestro destino.

A la primera pregunta que les hice: ¿De donde venís? la respuesta no se ha hecho esperar: del Pinarejo; a la segunda pregunta: ¿Hacia donde vais? La respuesta ha sido: fuera de los confines de estas tierras donde he perdido un hijo; a la tercera pregunta: ¿De que murió? La repuesta ha sido: un ser monstruoso lo asesinó y en el cementerio de arriba de la iglesia lo enterramos junto al resto de muertos de los últimos meses.

No he creído conveniente hacer más preguntas dada la tardanza que llevamos acumulada y el sufrimiento que se ve en la cara de estos pinarejeros/as que con lo poco que han podido llevarse consigo van en busca de unas nuevas tierras en las que poder rehacer sus vidas.

Siendo mediodía hemos hecho un pequeño alto en el camino para reponer fuerzas y escribir unas pequeñas letras que de inmediato he enviado con una paloma mensajera a nuestro alcalde mayor dándole noticias de este encuentro, por si tuviera a bien dar protección a la familia que huye del Pinarejo durante el tiempo en que estuvieran en las tierras del alfoz de Alarcón y de esta forma, si se creyera oportuno, poderlos interrogar con mayor intensidad y eficacia.

Desde el lugar de Honrubia, que quiere decir fuente rubia o de color rojizo, se divisa la gran mole del Castillo de Garcimuñoz, desde siempre rodeado de buenas tierras, pastos, dehesas y permanentes aguas que recorren parte de su termino camino del lugar de Rus.

Hemos llegado al Castillo, atravesando antes de llegar a Honrubia, una parte del camino romano que transcurre entre Miñana y Valeria, en medio de una buena nevada tal y como los astrólogos habían predicho. Después de calentarnos un poco en casa del licenciado Don Luís Pellejero hemos continuado el viaje. Tal y como teníamos estipulado y mandado no hemos hecho ninguna pregunta, aunque nuestro benefactor nos ha recomendado que saliéramos pronto con el fin de llegar al Pinarejo todavía de día, haciendo Don Luís mucho hincapié en que nadie de la comitiva se saliera del camino y que si alguno de los presentes tuviera necesidad de evacuar aguas o de realizar algún otro tipo de necesidad que lo hiciera de forma rápida y con la vista bien puesta en todo lo que le rodea.

Después de 10 horas de marcha se ve a lo lejos el Pinarejo. Por el camino no hemos encontrado a ningún vecino del lugar ni de otros lugares. Sobresale encima del cerro la fabrica de obra de su iglesia dedicada a Santa Águeda y desde el camino del castillo se ven los grandes corrales donde se recoge el ganado y las verdes huertas y alamedas pobladas de frondosos árboles. Es un lugar excepcional de gran belleza, no hay un palmo de tierra donde no crezca un árbol y por los lugares se ve mucha caza y animales de pluma que surcan el cielo a la búsqueda de charcas en las que poder refugiarse y construir nidos.

                                                             VI
Cuaderno de ruta del capitán Florencio Ibáñez:

Día 10 de marzo de 1252 ya anochecido.

Nuestra entrada en Pinarejo no lo fue en honor de multitudes a lo sumo que llegamos a ver fue a algunas avecillas emprender su vuelo desde los tejados y un par de perros excavar entre la basura que se amontonaba en una de las eras alta, concretamente la más cercana al camino de entrada en el pueblo. Pinarejo para mí no tenía ningún secreto pues en ella concretamente me había tocado, hacia algunos años, someter y reprender a algunas cuadrillas de repobladores en abierta rivalidad por el tema de la tierra y del agua. Bien configurado su núcleo más antiguo alrededor de la iglesia con solo cerrar cuatro calles quedaba aislada del exterior. Por el contrario el resto del pueblo que había crecido como consecuencia de la expansión repobladora y se había configurado entorno a la plaza quedaba más difícil de proteger debido a las anchuras de sus calles y el poco volumen de sus edificios.

Quiero anotar en esta especie de diario que nuestra llegada al Pinarejo a pesar de ser esperada había levantado muy poca expectación. Se oían cuchicheos salir a través de las cerradas a cal y canto ventanas y se oían también los pasos de los moradores de las casas al acercarse a las puertas para estar al tanto de lo que ocurría en el exterior. Lo más que atinamos a oír aparte de los detalles que acabo de mencionar, en este día, que cuidadosamente anoto en mi diario, fueron risas de niños, lloriqueos no faltos de razón por parte de aquellos que habían perdido a algún ser querido, y determinados ruidos ocasionados, de forma involuntaria, por la caída casual de algún objeto al suelo.

Calle bien empedrada era ésta por la que bajábamos camino de la iglesia. El sonido de las ruedas de los carros y de las herraduras de los animales de monta y carga se oía, también, en medio de aquel silencio sepulcral que se alzaba desde el mismo al suelo hasta el orbe cada vez más mortecino que rodeaba los espacios por los que íbamos avanzando camino del Ayuntamiento del pueblo.

A la llegada a la Plaza, ya en la puerta del Ayuntamiento, nos esperaba su bien oficiado cuadro de agentes de la ley y orden encabezados por su alcalde, escribiente, alguacil y juez, siempre diligentes en los pagos a mi Señor y en el cumplimiento de todas las ordenes y junto a ellos un grupo de prohombres del pueblo pertenecientes al estamento más alto. Se les reconocía fácilmente por sus atuendos y por el lugar que ocupaban entorno a Don Mariano Belichón, alcalde del Pinarejo.

Después del saludo de rigor, no tan caluroso como en otras ocasiones, subimos cuatro de mis hombres en compañía de nuestros anfitriones al primer piso del edificio, que hacia las veces de ayuntamiento, calabozo y almacén de granos. Encima de una gran mesa, que ocupaba la parte central de la habitación en la que nos encontrábamos, se encontraban amontonados gran número de papeles tinteros y útiles de escritura y allí mismo fue donde Don Marino nos puso al corriente de todo lo que venía ocurriendo en Pinarejo desde hacia unos meses.

Don Mariano era un rico terrateniente que se había avecindado en Pinarejo como consecuencia de las cuantiosas mercedes hechas por mi Señor en lo que se refiere a tierras, casas y pastos. Yo lo conocía desde siempre como alcalde perpetuo de aquel lugar que poco a poco iba creciendo en volumen y personas. Recuerdo como este hombre un día me había contado una leyenda que hacia referencia al Pinarejo. Se decía de este lugar que nació entorno a una gran pinada y de un gran pozo y alberquilla donde los lobos de la zona iban a saciar su sed y me hablaba, Don Mariano, de un extraño personaje que los atendía, hablaba con ellos y les daba de comer

                                                     VII
Cuaderno con diferentes partes de ruta del capitán Florencio Ibáñez:

Día 10 de marzo de 1252, a la hora de los maitines.

Después de realizado el protocolo de rigor consistente en enseñar credenciales y entregar a la primera autoridad del Pinarejo los papeles que mi Señor había tenido a bien dejarme en deposito con especial encargo de dar en mano a la persona que figuraba junto al sello lacrado, una comitiva de nuestros amigos del Pinarejo nos llevó hasta una de las casas principales del pueblo que se abría hacia la calle de la Veguilla y de Las Eras con el propósito de que fuera nuestro cuartel general durante el tiempo que permaneciéramos entre ellos.

Recorrimos la casa, cuadras y corrales y descargados los carros y acomodados los animales junto a los pesebres pasamos, después de haber tomado posición de todas las habitaciones, a degustar una exquisita cena consistente en buenas carnes y mejores vinos de color clarete y tintos del lugar. La cena fue armonizada con música que aldeanos del lugar compusieron para nosotros empleando para ellos címbalos, gaitas y tambores y ya casi en los postres D. Mariano Belinchón se levantó y dijo lo siguiente:

“Aunque no es día para alzar las copas ni para brindar y más bien para llorar y rezar, quiero de forma breve decir cuatro palabras que tienen que ver con estos nuestros amigos. Sabed todos que El Pinarejo, vuestra y nuestra casa, pone a disposición de Nuestro Rey Don Fernando III todo su caudal humano y peculio, con el único fin de que la paz y tranquilidad vuelva a este lugar. No sabemos lo que ocurre ni lo que a partir de estos momentos sucederá, pero 24 muertes son muchas para un lugar tan pequeño. Sabed que tenemos que ser capaces de esclarecer y acabar de una vez con todas con el criminal individuo que está causando tanta pesadumbre entre los habitantes de nuestro pueblo. No me quiero olvidar de nuestros amigos a los que deseo lo mejor. Deben saber que estamos con ellos en todo y que tienen toda nuestra confianza en lo que se refiere a las investigaciones que tienen que realizar. Nuestras casas son sus casas y con ello quiero decir que se les debe obedecer en lo que dijeren y mandaren. Y ahora quiero brindar por una sola cosa, porque resplandezca la verdad y pronto se encuentre al criminal. Amigos alcemos las copas y digamos todos a una: A la salud de Nuestro Rey Don Fernando III”

Como era natural yo también tome la palabra y leí un texto que para este momento, si se producía, me había preparado mi Señor Don Ferrán Ruiz de Alarcón, Alcalde Mayor de Alarcón:

“Estimado mi alcalde Don Manuel Belinchón y súbditos de nuestro Rey Don Fernando III, sabed y no lo digo de forma gratuita que todos nosotros estamos con el pueblo del Pinarejo y que para que las ordenes de nuestro querido Rey sean cumplidas en toda su extensión os envío a estos mis mejores soldados y personal de confianza a efectos de que investiguen y detengan a los criminales que siembran el terror en esas nuestras tierras tan queridas. Acomodadlos, agasajarlos y darles vuestra confianza, pues sólo de ellos depende el que la tranquilidad vuelva al Pinarejo y a su término” Escrito en la villa de de Alarcón a 7 de marzo de 1252.

Acabada la cena y velatorio nos dispusimos todos a irnos a dormir no sin antes encomendarnos todos juntos y de rodillas, en la misma estancia donde habíamos compartido aquellas horas de cena, fiesta y discursos, a nuestra Señora Celestial la Virgen María.

Andrés de El Provencio fue el que dirigió la plegaría que de esta forma yo he copiado:

“Virgen Santa María tu que viste a tu hijo sufrir en la cruz invístenos de tu gracia y ayúdanos en nuestra misión de dar caza y captura a ese demonio que causa tantos males entre estos pobres cristianos que tanto creen en Dios y tantas limosnas dan al credo del cabildo de Cuenca y de Santa Águeda, patrona del lugar”

                                                          VIII
Cuaderno de estancia en El Pinarejo del capitán Florencio Ibáñez:

Día 11 de marzo de 1252 desde las 12 de la noche hasta la salida del sol.

Después de mandar erigir una gran hoguera en la mitad misma de la plaza, junto al pozo grande que había al lado de los arbollones, mandé que se confeccionaran los diferentes turnos de guardia y que allí mismo se hiciera el primer turno. De esta forma nos marchamos todos los presentes a dormir pues con la salida del sol teníamos que estar en condiciones para hacer las primeras investigaciones y para recorrer el pueblo y su término a la búsqueda de indicios que nos dieran pistas encaminadas a descubrir al artífice o posibles artífices de tan monstruosos crímenes.

Mis planes eran muy precisos pues las ordenes que tenía eran muy claras y determinantes y consistían básicamente en devolver la paz y tranquilidad a aquellos territorios lo antes posible, pues Nuestro Señor el Rey Don Fernando III andaba muy preocupado y quería por encima de todo que sus defensas en la zona de Alarcón fueron lo suficientemente fuertes como para que su autoridad sobre aquellos territorios no se viera de ninguna forma mermada. En el mismo sentido se expresaban los representantes del Rey en la villa de Alarcón, entre ellos el dominus, su teniente y los principales caballeros que querían que los privilegios concedidos en la zona fueran exclusivamente para quienes habitaban la villa de Alarcón.

Por eso esa noche, a pesar de todas las comodidades, me costó mucho coger el sueño. Para ser más preciso tengo que decir que por eso y otros asuntos que llevaba en la cabeza y que tenían que ver con mi futuro matrimonio y con mi carrera militar. Necesitaba éxitos rápidos y esta era una oportunidad de oro para escalar posiciones y poder aspirar a puestos mejor retribuidos dentro del estamento en el cual procesaba como soldado al servicio del Rey. El Pinarejo podría ser el punto de partida en mis aspiraciones. En estas que estaba me dormí placidamente hasta que hacia las 3 de la madrugada lo que parecía ser un grito desgarrador me despertó. Como pude y a medio vestir abrí la ventana de la alcoba que daba a la plaza para ver lo que hacia la soldadesca que montaba guardia a esas horas de la noche y tras preguntarles por el grito me contestaron que sería el aullido de algún lobo que andaría merodeando por los alrededores del casco urbano del Pinarejo y más tranquilo me fui otra vez a la cama.

Anduve toda la noche dándole vueltas al tema y a pesar de que ya tenía un plan preciso para el día siguiente decidí cambiar de estrategia y comenzar mis actuaciones visitando al clérigo que atendía la iglesia parroquial de Santa Águeda y, como no podía ser de otra forma, todos los lugares donde habían ocurrido los diferentes crímenes. De esta forma y con las ideas más claras me dormí profundamente. No recuerdo que soñara y cuando los primeros rayos de luz vinieron a entrar por la ventana de la habitación y los ruidos de la calle comenzaron a subir hasta la estancia, abrí los ojos y me dispuse a alzarme de la mullida cama para enfrentarme y acometer todas aquellas tareas que me habían sido encomendadas por mis superiores allí en la vistosa villa de Alarcón .

                                                      IX
Cuaderno de estancia en El Pinarejo del capitán Florencio Ibáñez:

Día 11 de marzo de 1252

Con las primeras luces del día ya estaba un grupo de vecinos con su alcalde al frente llamando a la puerta de nuestra ocasional posada. Unos y otros debíamos tener claro cual sería nuestro cometido aquel día. Mis intenciones eran hacer cuatro grupos de 6 personas cada uno de ellos para así de esta forma dividirnos mejor las tareas y poder atender con todo lujo de detalles la misión que teníamos que cumplir. Después de hacer los preparativos y ensillar las caballerías dos de los grupos se dirigieron hacia diferentes lugares dentro del término del Pinarejo, mientras el tercero de los grupos se debía dedicar a recorrer las calles del pueblo donde se habían producido los asesinatos y por último el cuarto grupo encabezado por mi persona y la del señor alcalde de Pinarejo visitaría al clérigo encargado de la parroquia de Santa Águeda y el camposanto.

Por la calle Tercia y de subida a la iglesia parroquial Don Manuel me iba comentando lo lastimoso que era todo este asunto y la gran alarma que había entre el vecindario. Cosechas sin coger; animales sin arreglar en los pastos, campos sin labrar y miedo, mucho miedo entre las personas, esta era la tónica general. Yo por otra parte intentaba animarle diciéndole que asuntos peores había resuelto y que no estuviera tan preocupado ya que una mala epidemia de peste o de cólera hubiera sido tan perjudicial o más para sus intereses que las 24 muertas acontecidas en los últimos meses. Nada ni nadie podía consolar a este hombre que tan dignamente ostentaba el cargo de alcalde del lugar del Pinarejo.

Cuando llegamos a la iglesia parroquial nos encontramos tirado en el suelo del pasillo central a D. Pedro Gonzalez de la Hinojosa, clérigo, que desconsoladamente rezaba y pedía a Nuestro Señor que todos los males que azotaban a las buenas gentes del Pinarejo se fueran lejos con tal de que todos sus moradores pudieran vivir en paz en aquel hasta hacia poco tranquilo lugar. De sus labios salían estas palabras que la comitiva tuvo la oportunidad de escuchar desde la misma puerta de entrada al templo parroquial:

“Tirado a tus pies Señor te pido que desaparezcan las muertes y vuelva la tranquilidad a estas tus tierras y gentes. Tu que eres bondad infinita y nos consuelas con tu gracia divina ten piedad y se misericordioso”

Tras percatarse de nuestra presencia y hacerse las presentaciones de rigor se interesó Don Pedro por mi misión y naturalmente por ciertos detalles que tenían que ver con la villa de Alarcón en la que él había cantado misa hacia ya de esto mucho tiempo. Después de enseñarnos la modesta iglesia pasamos todos a la sacristía donde nos explicó algunos detalles muy significativos de lo que estaba ocurriendo. Yo mientras tanto tomaba muy buena cuenta de todo lo que oía y lo iba apuntado en un cuadernillo que llevaba por nombre: “comentarios diversos”.

-. Mire usted -me comentaba Don Pedro - Toda esta colectividad, compuesta por unos 100 vecinos, son muy buenas personas que viven modestamente haciendo buenos donativos a esta parroquia que yo presido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Pero ahora todo ha cambiado se han vuelto huraños y recelosos; no salen de casa y empiezan a perder esa fe que tanto me ha costado inculcarles.

                                                         X
Cuaderno de estancia en El Pinarejo del capitán Florencio Ibáñez:

Día 11 de marzo de 1252

Tras estas observaciones y otras que tenían que ver con los asesinatos y que podemos resumir en confirmación del número de muertos; sexos; edad; forma en que les vino la muerte y hora aproximada, nos invitó Don Pedro a que fuéramos al camposanto, continuo a la iglesia y a extramuros el núcleo urbano, para visitar el lugar donde descansaban los cuerpos de los 24 pobres desgraciados. Fue allí en medio de un silencio tremendo donde me di cuenta por primera vez de la magnitud de aquella tragedia. Ramos de flores, cruces de madera y pequeños objetos y reliquias aparecían desperdigados en medio del camposanto.

-Aquí es -dijo Don Pedro -donde los estamos enterrando a todos juntos en una misma fosa debido a que el lugar no da para más y se ha quedado pequeño.

Como pude comencé a leer algunas de las frases que aparecían grabadas en las cruces y me llamó poderosamente la atención una de ellas que decía: Virgen María, mi vida, luz y sol, que sola os quedasteis con vuestro hijo al pie de la cruz, dando muestras de vuestro amor, dar también a este vuestro siervo, que en enero murió, vuestra bendición”

Fisgaba tanto que algunos de mis acompañantes comenzaron a inquietarse ya que en mi visita al cementerio había ido a parar a un apartado lugar donde se abría una fosa común llena de huesos, osario, y cerca de ese lugar pudo observar un ataúd que aparecía totalmente abierto con la tapadera superior arañada. Pregunté por el hecho y uno de los presentes vino a decir en pocas palabras que debió ser enterrado hacia muchos años estando todavía vivo y que se dieron cuenta de este hecho al cabo de unos años cuando hubo necesidad de sacar los restos para reutilizar el ataúd.

-Lo ve – dijo Don Pedro –lo que le decía, mucha fe tienen mis convecinos y sepa que para que no se vuelvan a producir hechos similares se suele agarrar a la muñeca de los fallecidos un hilo que viene a acabar en una campanilla que se coloca sobre la superficie de la tierra y si por alguna de ellas suena sabemos que la persona enterrada lo fue en vida.

Don Manuel que asistía calladamente tomó la palabra y de esta forma continuo con el relato:

-Aquí en Pinarejo durante unos días hay una persona que se encarga de montar guardia en el camposanto y a esto lo llamamos en diferentes lugares del reino “salvados por la campana”. Ahora en el caso de estos infelices de los que hablamos no ha hecho falta campanilla alguna ya que sus cuerpos fueron desgarrados y sus vísceras expandidas por el suelo.

Recuerdo que le pregunté a Don Pedro por qué no los enterraban en la misma iglesia y su contestación seca:

-Hablemos de otra cosa buen amigo y sepa lo mucho que he aguantado “el fedor intolerable que exhalaba la parroquia por los muchos cadáveres sepultados allí”

Saliendo al quite Don Manuel en un momento determinado, me llamó aparte y me vino a decir lo siguiente:

-No le tenga usted en cuenta la contestación pues ha sido motivada por los nervios que acumula nuestro buen padre desde que comenzó esta pesadilla. Además aplica el Fuero Juzgo a rajatabla y no entierra a nadie dentro de la iglesia ni del recinto urbano.

Era ya la hora de comer cuando acudimos a la casa de Don Manuel quien haciendo gala de su hospitalidad nos sorprendió con una sopa de menudillos, carne de carnero, queso, habas, vino de los viñedos de La Montesina y leche frita recubierta con miel, de las ovejas que pastaban en la dehesa de La Nava y de las colmenas del cerro Murueco, y con eso y algunas cosas más nos retiramos, tras despedirnos, todos de casa de Don Manuel. Yo marché lo más deprisa que podude hacia mi aposento en la casa de La Plaza, pues estaba deseoso de oír con atención la crónica detallada de todo lo que habían hecho los otros tres grupos que actuaban bajo mi mando.

                                                     XI
Cuaderno de estancia en El Pinarejo del capitán Florencio Ibáñez:

Día 11 de marzo de 1252, crónica de lo acontecido a cada uno de los grupos que actuó ese día bajo el mando del capitán Florencio Ibáñez:

Ya en la casa y tras convocar reunión urgente en la sala grande llamé a capítulo a todos los presentes y a continuación se levantó el siguiente acta:

Miembros presentes en la reunión:

Juan de Portugalete (escribano)
Anselmo Gutiérrez (juez)
Pedro Olmedilla (licenciado en medicina)
Anselmo Gutiérrez (boticario)
Pedro de Villar de la Encina (cocinero)
Federico Rubio; Anselmo del Castillo y Pedro Valiente (guías de carro)
Juan Fonseca (mulero)
Julio Parrilla; Manuel de la Casa; Tomás Moya; Toribio Maldonado; Eugenio González; Eustaquio Gómez y José Fuentes (soldados)
Miguel Baldoví (aguador)

Actúa como representante de su majestad, el Rey Don Fernando III, el capitán Florencio Ibáñez y como secretario de actas Don Juan de Portugalete.

Desarrollo de la reunión:

Toma la palabra Don Florencio Ibáñez quien hace mención a todo lo acontecido en su reunión mantenida con el clérigo del Pinarejo, así como la visita que realizaron al camposanto del lugar. Muestra Don Florencio su extrañeza que le viene de unas observaciones que realizó en el mismo camposanto y que tienen que ver con un ataúd que al parecer estaba en superficie, con marcas en el reverso de la tapadera.

A los mismos efectos toma la palabra el licenciado Don Pedro Olmedilla quien refiere que este tipo de marcas él también les había observado durante su visita al Camposanto de Santa María y habían sido producidas por algunos enterrados en vida que eran foráneos al lugar y que procedían de Criptana, Villajos y Posadas durante la epidemia de peste de la última década.

Don Juan de Portugalete cuenta lo acontecido desde que salieron del Pinarejo hasta su vuelta al lugar. Parecer ser que recorrieron la zona más cercana a Santa María del Campo Rus y la Murciana. Les extrañó que los lugares donde ocurrieron los hechos, 7 del total de 24 incidentes, actualmente señalados con mojones, sean en campo abierto y se encuentren totalmente desprovistos de maleza. Se observó muestras de sangre y se recogió “in situ” algunos restos correspondientes a un trozo del dedo índice y otro anular, en dos de los lugares.

Don Florencio Ibáñez pregunta por los restos encontrados y Don Juan contesta que se encuentran a buen recaudo y dentro de un frasco con una disolución conservante del conocido con el nombre como “espíritu de vino”.

Don Anselmo Gutierrez cuenta lo acontecido desde que salieron del Pinarejo hasta su vuelta al lugar. Parecer ser que recorrieron la zona más cercana al Castillo y Honrubia. Les extrañó, también, que los lugares donde ocurrieron los hechos, ocho del total de 24 incidentes, actualmente señalados con mojones, sean en campo abierto y se encuentren totalmente desprovistos de maleza. Se observó algunas pequeñas muestras de sangre en todos lugares y restos de cabellera, en tres.

Don Florencio Ibáñez pregunta si tienen algo más que decir y Don Anselmo contesta que no.

                                                         XII
Don Ángel Melgarejo cuenta lo acontecido durante su visita a las diferentes calles de Pinarejo donde ocurrieron nueve de los asesinatos. Se observó muestras de sangre en todos los lugares. La hora aproximada de las muertes, en todos los casos, fue sobre las 1 de madrugada según comentarios de algunos vecinos que oyeron los gritos desgarradores y un cierto alboroto.

Don Florencio Ibáñez pregunta si tienen algo más que decir y Don Ángel Melgarejo contesta que preguntaron a familiares y posibles testigos y todos se mostraron parcos en el habla cerrándoles en las mismísimas narices muchas puertas.

Miguel Baldoví toma la palabra para comentar que ese día estando en la casa a media mañana tocó en la puerta un vecino haciéndole entrega de un papel con el ruego de que se lo diera a Don Florencio Ibáñez, cosa está que hacia constar delante de todos para que quedara señal de ello.

Entregada la carta Juan de Portugalete lee su contenido a todos los presentes.

La carta escrita de forma totalmente anónima venía a decir lo siguiente:

“Sepan todos ustedes, y especialmente el capitán Don Florencio Ibáñez, que se dice de este pozo que se ubica y abre en La Plaza que tiene largas y profundas galerías que recorren diversas calles del pueblo y que pudiera ser que el criminal que está cometiendo tantos atropellos se refugiara en dicho lugar”

.Antes de terminar la reunión, y mandar equipar con ropa adecuada a tres de los hombres para bajar al fondo del pozo, confeccioné los turnos de guardia y vigilancias exhaustivas que se tenían que hacer en diferentes lugares del término conocidos con los nombres de La Hoz, Los Maciscos, El Rubial y los Huertos. Yo mismo con un grupo de 4 hombres más me encargaría de la vigilancia del casco urbano del Pinarejo, asimismo y a la vista de lo que se había tratado en la reunión mandé se publicara el siguiente bando del cual se debían hacer 8 copias para colocarlas en los caminos de entrada al término del Pinarejo, así como en las diferentes calles del lugar.

BANDO

Se hace saber tanto a los vecinos del lugar como a transeúntes y viajeros que durante la estancia en estas tierras del Pinarejo se deben a las ordenes que reciban de Don Florencio Ibáñez a todos los efectos comisionado por el Alcalde Mayor de la villa de Alarcón para resolver los cuantiosos crímenes que se han producido en el lugar. Se gratificará con 200 maravedíes a quien facilite la detención del individuo o individuos causantes de estos crímenes.

Los forasteros que transiten por el término y vayan a pernoctar en algún lugar de su territorio están obligados a pasar por el ayuntamiento del Pinarejo y dar su filiación así como los motivos que puedan justificar a que es debida su estancia en la zona. De no hacerlo así sufrirán prisión y sus bienes serán confiscados.

                                                               XIII
Ataviados con unos viejos calzones y camisolas nos desplazamos hasta el pozo grande de La Plaza, Julio Parrilla, Manuel de la Casa, Tomas Moya y un servidor, íbamos provistos de una gruesa soga que pensábamos utilizar para descender hasta el fondo del pozo, por aquellos días casi sin agua. Junto al brocal del pozo nos esperaba Don Manuel Belinchón quién al vernos nos saludó afectuosamente como acostumbraba a hacer. Al cerciorarse de cuales eran nuestras intenciones no dejó de extrañarse y cuando sus preguntas fueron debidamente contestadas comenzó la faena de atar la soga a una argolla que había en la pilastra del pozo y de esta forma se descolgó el resto de soga dentro del interior del pozo. Tal y como habíamos quedado bajamos, por este orden, Manuel de la Casa, Tomas Moya y como último componente de la fila, yo. Arriba y atentos a cualquier señal quedaban a la espera Julio Parilla y Don Manuel Belinchón. El descenso en vertical de los 8 metros de profundidad que tenía el pozo fue más rápido de lo esperado y sin ningún tipo de contratiempo. Agrupados en el fondo del pozo y con el agua hasta la rodillas Manuel de la Casa encendió una tea y la zarandeó hacia un lado y otro con el propósito de que pudiéramos inspeccionar bien las paredes del pozo. Tomás Moya fue el primero en observar algo extraño como si fuera una oquedad, justo en dos lugares totalmente yuxtapuestos de la pared del pozo. Una de las oquedades se abría hacia los arbollones y la otra hacia la calle Tercia. Al acercarnos y tocar, en la parte de pared que recaía a la calle Tercia, vimos como algunas de las piedras de aquel trozo de lienzo del pozo estaban sueltas, con poco esfuerzo pudimos comprobar que allí se abría una boca de túnel de gran profundidad. Acordamos entrar en ella los tres y para ello nos cogimos unos a otros de las manos y fuimos recorriendo aquel pasadizo que parecía no tener fin y que cada vez se hacía más cuesta arriba. Los principales obstáculos que tuvimos que salvar hasta llegar al tramo final de aquella galería fueron los numerosos tiestos de recipientes de extraer agua, cantarillas, cantaros y vasijas, que reposaban totalmente fragmentadas sobre el suelo y el agua que nos llegaba hasta la misma cintura. Justo en este punto último de la galería se abría otra boca vertical por la que se podía ascender gracias a una escalera de madera, que en apariencia, parecía conservase en muy mal estado. Subimos por ella tal y como Dios nos lo dio a entender hasta que finalmente fuimos a recaer a un pequeño descansillo en el que se abría una puerta y tras atravesarla dimos en un pequeño sótano, cueva, de lo que parecía ser una casa.

Dudábamos del lugar exacto del pueblo en el que nos podíamos encontrar. Sumidos en las dudas recorrimos todas las estancias de lo que parecía ser una casa abandonada. Algunos pequeños detalles como pueden ser huellas de pisadas en el suelo y telarañas que medio colgaban de las paredes reveladores indicios de que no hacía mucho tiempo que por allí había pasado alguna persona. Tras tomar buena nota de estos y otros aspectos que podían ser de interés para la investigación y guardar en el bolsillo un cuadernillo que yacía escondido encima de una viga de madera, hicimos por salir y ya en el exterior de la vivienda pudimos comprobar que nos encontrábamos en la parte más alta de la calle Tercia. Tras cerrar la puerta de la casa bajamos por la calle hasta la Plaza y cual fue la sorpresa de nuestros amigos cuando nos vieron aparecer por un lugar diferente al de la ida.

Tras explicar el asunto a Don Manuel Belinchón, éste convino en que la historia le era conocida y que la casa a la que nos referíamos había pertenecido a un tal Felipe Picatostes, fallecido, al parecer, ya hacia unos años, habitador de aquella casa de la cual se decía que estaba embrujada y que por ese motivo ni se había vendido ni se había mandado derruir pues corrían viejas historia que tenían que ver con la quiromancia y con el exorcismo.

                                                          XIV
Después de cambiarnos de atuendos y vestirnos adecuadamente con tabardos, pellotes, capirotes, cofias, garnachas y calzas, cada uno a su gusto, marché con tres hombres, los mismos que me habían acompañado en la aventura del pozo, tal y como se había acordado a recorrer el casco urbano del Pinarejo. Al poco de comenzar el recorrido pude comprobar que al igual que había ocurrido por la mañana la buena gente del lugar se mostraba remisa a hablar. Sólo en una de las calles por la que transitábamos encontramos colaboración por parte de un vecino pastor y morador de la aldea de La Moraleja que contestó a nuestras preguntas aunque su testimonio a lo visto fue poco provechoso ya que aportaba muy poco al asunto que nos había llevado hasta allí.

Testimonio del pastor: “Han sucedido muchas muertes pero yo vivo en un cubo de pastores junto al caserío de la Moraleja y estoy de paso para comprar un poco de comida y vender unos quesos. Sé que se han producido algunos crímenes y que hay mucho revuelo pero eso a mí no me preocupa ya que no le he hecho mal a nadie y vivo muy retirado dedicado a labrar unos pequeños trozos de tierra y a las labores propias de un pobre pastor”

Me desconcertaba y mucho todo lo relacionado con este tema ya que había pocas pruebas y muchas hipótesis pendientes de esclarecer. Ni los muertos eran de las mismas familias, ni eran de la misma edad, ni habían ocurrido en el mismo lugar, ahora por otra parte y dado el cariz que estaba tomando el asunto pasaba por mi mente el comenzar a trabajar teniendo como referentes las horas a las que se había producido los asesinatos, los trozos de dedos encontrados, las observaciones que había hecho sobre lo que había visto en el camposanto, el cuadernillo encontrado en una de las vigas de la calle Tercia y los apuntes que había tomado sobre el recorrido por el túnel que nacía en la parte más profunda del pozo y terminaba en la casa.

Al cabo de un par de horas y después de recorrer el lugar de punta a punta, ya anocheciendo, mandé suspender la misión dado lo infructuoso que había resultado la búsqueda de pruebas y opté porque regresásemos todos a nuestro improvisado puesto de mando donde de inmediato me dispuse a anotar en el cuaderno correspondiente los detalles que yo pensaba que eran más significativos y que por ello podían ayudar a esclarecer los hechos y el desenlace final de aquella investigación a la que tan presto me había ofrecido desde el primer instante en que se me comunicó que mi próxima misión sería en el Pinarejo.

Con tal de cumplir el mandato que se me había encomendado de tener a mi señor informado escribí unas pequeñas letras que mande a Juan Fonseca las hiciera llegar, mediante el empleo de una de las palomas mensajeras, a Don Ferrán Ruiz de Alarcón.
A la hora que Juan Fonseca soltaba la paloma mensajera y ésta despegando, en vuelo rasante, cruzaba a toda velocidad La Plaza, por encima de los tejados de las casas, camino de su destino en el viejo palomar propiedad del concejo de Alarcón, pude comprobar, desde la ventana de la fachada principal de la casa, como un sinfín de nubes, cargadas de agua, cubrían a gran velocidad, de este a oeste, el tiznado cielo del Pinarejo amenazando nevadas tal y como los astrólogos habían vaticinado con tanto acierto para aquellos días.

Sujeto a los barrotes del gran ventanal cavilaba sobre todo el asunto. Había algo que me intrigaba y era el conocer el contenido de aquel cuadernillo que ese mismo día me había encontrado en la calle Tercia y con ese pensamiento me fui a la cama y quedé dormido. No había cantado el gallo aun cuando me desperté como consecuencia de un continuo y molesto ruido que se oía en la parte baja de la cama. Con la ayuda de un candil que colgaba de un clavo de una de las paredes encaladas de la habitación iluminé la parte inferior del lecho y vi a un pequeño ratoncillo correr a la búsqueda de un agujero que se abría en la misma pared y que le servía de refugio seguro. Desvelado por el incidente fue por ello que me vestí y me dispuse a salír tranquilamente de la habitación camino de las cuadras para comprobar hasta que punto se cumplía mis ordenes en lo que tenía que ver con el servicio de las guardias y con el arreglo de los animales. Ladraron los tres sabuesos, mientras meneaban las colas, al verme cruzar por el patio camino de las cuadras y estando en estas comprobé como caían los primeros copos de nieve y de que manera un color blanco inmaculado propio de este peculiar agente atmosférico, para el que no teníamos explicación alguna, iba invadiendo todos aquellos lugares que abarcaba a vislumbrar con la vista, ya fueran tejados, montones de basura, leñero, carros, poyos de las ventanas y suelo.                                                            

                                                        XV
Dentro de las cuadras cruce unas breves palabras con Toribio Maldonado, soldado, que en esos momentos hacía su turno de guardia y después de cerciorarme de que los animales se encontraban bien acomodados y habían dado buena cuenta de la ración de forraje que estaban acostumbrados a comer volví otra vez al interior de la casa y me senté junto a la chimenea y así estuve por espacio de una hora aproximadamente hasta que comencé a notar pasos por las habitaciones y corredores de la casa.

Este trasiego tenía su origen en los inquilinos de la casa que comenzaban a alzarse e iban de unos lugares a otros hasta desembocar finalmente en el amplio comedor en el que Pedro de Villar de la Encina, cocinero, había dispuesto una buena mesa con todo tipo de preparados alimentarios. Durante el fugaz desayuno repartí ordenes y consejos a diestro y siniestro y por entender que la nevada no pararía ese día, pues cada vez iba a más, anulé los servicios que se tenían que realizar fuera del casco urbano y concretamos entre todos los presentes, sin distinción de rango ni oficio, que lo mejor sería descansar, arreglar debidamente a los animales, mantener limpia las casa y estar alerta por si las moscas. Para este último cometido, estar alerta, convine que dos patrullas compuesta por dos hombres cada una de ellas, hicieran rondas a lo largo y ancho de todas las calles del Pinarejo y luego llamé junto al fuego a los hombres que mejor me venían para hacer lo que llevaba en mente. Estos fieles servidores y buenos amigos eran Juan de Portugalete (escribano); Anselmo Gutiérrez (juez); Pedro Olmedilla (licenciado en medicina) y Antonio Gutiérrez (boticario). Todos juntos hablamos sobre el caso y tras pedirles opinión me hicieron ver detalles a los que yo no había dado más trascendencia y me dieron, lo cual es siempre de agradecer, algún que otro buen consejo y así en buena armonía concretamos cual sería nuestro trabajo en aquel día. Iba a consistir éste en hablar con el barbero y cirujano del lugar, Rafael de la Serna, quedando el cometido adjudicado, como no podía ser de otra forma, a Don Pedro Olmedilla y Antonio Gutierrez; volver a retomar conversación con nuestro amigo el alcalde del Pinarejo Manuel Belinchón y con el clérigo del lugar quedándome yo como responsable de este asunto y por último Juan de Portugalete y Anselmo Gutiérrez quedaron encargados de leer el pequeño cuadernillo encontrado en la casa de la calle Tercia y hacer las anotaciones que creyeren oportunas.

Bien ataviado para la ocasión con un tabardo de piel de borrego comencé a andar el pequeño trecho que iba de la casa en la que nos hospedábamos al ayuntamiento y aunque no me esperaba nadie, para esas horas de la mañana allí, estaba Don Manuel Belinchón, el cual, a poco que comenzó a hablar, me refirió que, al igual que me había pasado a mí aquella noche, él también había estado dándole vueltas al asunto de marras y de todo esto que tratábamos se daban algunas cosas que no le cuadraban como podían ser: ¿Por qué se producían las muertes? y ¿qué misterios podían esconder los pasadizos del pozo?.

Estaba asombrado, de lo que decía mi cada vez más amigo, pues sí él que era natural y residente del Pinarejo no entendía nada, yo por descontado entendía menos. Pero tal y como se dice que hablando se entiende la gente a nosotros la conversación nos fue muy provechosa y gracias a ciertos detalles que me dio Don Manuel aquel día pude dar un giro a mi investigación y encaminarme a partir de aquellos momentos por un sendero más preciso. Don Manuel recordaba ciertos detalles, de hacia unas décadas, de un hombre que había sido apaleado hasta morir a manos de una cuadrilla de hombres dedicada al pastoreo trasterminante que usaban la cañada del Pinarejo para trasladar los ganados de un lado a otro del reino y de cómo desapareció todo rastro tanto de él como de su familia compuesta única y exclusivamente por un hijo de muy corta edad. Al parecer este hombre vivió en la casa donde yo encontré el cuadernillo.

                                                      XVI
-Todo vino –decía Don Manuel –como consecuencia de los altos que hacían los pastores en las majadas, cubos y chozos en las épocas del año en que trashumaban los ganados y de las muchas tropelías que los pastores infligían a los agricultores que tenían tierras de cultivo junto a las majadas. Al parecer – continuaba diciendo Don Manuel -este hombre se enfrentó a un grupo de pastores y le dieron muerte y sin decir nada a nadie lo enterraron en el camposanto de arriba de la iglesia. Con el tiempo todo se olvido y conforme los años iban pasando se comenzó a expandir una historia que hablaba de un niño, el hijo de este hombre, que había sido criado por una loba en una lobera allá cerca de la Pisada del Buey. Algunos pastores referían haberlo visto saltar de peña en peña y correr detrás de las liebres como si fuera un animal salvaje, pero este relato nunca pudo ser confirmado de una forma fehaciente y terminó por convertirse en una leyenda de las muchas que se dan por estas tierras.

José Vte. Navarro Rubio
Me llenaba y mucho esta historia y aunque parecía que había mucha fantasía en ella no estaba de todo mal el poder dar contenido a todo esto que estaba ocurriendo en Pinarejo. Ya terminando Don Manuel con mucho recato termino por confesarme que dormía con un candil encendido a los pies de su cama, desde hacia ya de esto unos meses, pues le daba un miedo terrible la oscuridad y que tenía una daga permanentemente al alcance de la mano por sí las moscas.

Cuando yo le conté, yendo al mismo asunto, mi aventura con el ratón de marras de aquella misma noche, estalló Don Manuel en una gran carcajada que fue acompañada del siguiente comentario:

-Veo que a usted también le esta afectando el tema de los asesinatos.

Dejé a Don Manuel con Dios y me encaminé hacía la iglesia para hablar con D. Pedro González de la Hinojosa, quien por aquellos momentos, sin miedo a la copiosa nevada, se encontraba subido encima de una escalera intentando sacar miel de una colmena que un enjambre de abejas había construido en una oquedad de la pared de la iglesia que daba a la calle del Tesillo. Al verme el hombre descendió lo más rápido que pudo y acercándose hacia donde yo me encontraba contemplando la escena me dijo:

-Miel y de la buena. Quita los males y alivia las penas.

Para penas estaba yo, pensé para mis adentros mientras saboreaba a punta de dedo la sabrosa miel que el clérigo acababa de extraer de la colmena. En compañía de Don Pedro entré en la iglesia y ya en la sacristía hablamos los dos de forma distendida. Yo le conté todo lo que Don Manuel había desembuchado y Don Pedro sorprendido me fue hilvanando y concretando con detalles precisos ciertos aspectos que tenían que ver con la conversación que había mantenido con el alcalde del lugar. Al parecer el hombre no era del lugar pero se había afincado en Pinarejo huyendo, en compañía de un niño de apenas un año, de la peste que azotó unas determinadas zonas de Guadalajara allá por el año de 1228. Compró una casa en la calle Tercia y dicen de él que llegó a atesorar muchas tierras en poco tiempo y que se dedicaba en los ratos en que se encontraba en casa a la magia y el exorcismo. Nadie lo veía entrar ni salir de casa hasta que un día sobrevino el asunto de su muerte. Al parecer fue enterrado de noche en el camposanto por el grupo de personas que lo habían asesinado. Con el tiempo y como consecuencia de quedarse pequeño el camposanto algunas tumbas se desenterraron siendo una de ellas la de este hombre apareciendo su tapadera totalmente arañada y ningún esqueleto dentro del ataúd.

Terminaba su historia Don Pedro refiriéndome que la mayoría de aquellos hombres que dieron e intervinieron en la paliza de muerte a Felipe Picatostes, así se llamaba el infeliz, 38 en total, se afincaron a renglón seguido en El Pinarejo teniendo que ver las 24 personas asesinadas hasta estos momentos, de una forma u otra, con la relación de pastores que enterraron, parece ser en vida, a Felipe Picatostes por aquel año de Nuestro Señor y amado Jesucristo de 1232.

                                                      XVII
Increíble la historia. Apunto de irme Don Pedro me hizo otra vez sentar y abriendo un cajón de una gran cómoda que presidía una de las paredes de la sacristía sacó un viejo pergamino que dejó encima de la mesa y agarrando un candil encendido me leyó, con pocas prisas y gran parsimonia, tal y como hacen los hombres de Dios, lo siguiente:

“Nosotros los abajo firmantes de este escrito dueños de las propiedades de Felipe Picatostes por compra legal, realizada el día 13 de febrero del año de 1232, solicitamos de la parroquia del Pinarejo autorización para enterrar a un cuadrillero, compañero nuestro, que vino a morir de fiebres malignas en la madrugada del día 14 de febrero del año 1232. El motivo de su entierro a horas tan impetuosas es debido a la causa de su muerte, las fiebres, y al gran escándalo que produciría si estos vecinos del Pinarejo estuvieran al tanto de que por su término y calles andan apestados por la fiebres malignas”

Terminaba el escrito y esto lo puede comprobar de propia vista citándose la relación de pastores que firmaban de pluma o dedo el escrito. Al lado de cada uno de ellos había una cruz, excepto en cuatro. Al preguntarle por el motivo el buen clérigo me comentó:

-No adivina usted, los marcados con una cruz son los muertos hasta ahora, yo me encargo de hacer el seguimiento, y quedan exactamente cuatro de ellos sin ningún tipo de señal con vida y estos concretamente son: José Pérez; Matías Avellaneda; Eugenio Montesinos y Pablo La Torre.

Quería marcharme para ir poniendo en orden todo lo que en aquella mañana me había llegado de una forma tan de sopetón cuando otra vez Don Pablo volvió a sacar del mismo cajón otro viejo documento que de forma muy rápida me leyó:

“Yo Felipe Picatostes vendo mis propiedades consistentes en diversas fincas, de las cuales se acompañan escrituras, a los abajo firmantes. Fechado en Pinarejo a 13 de febrero del año de 1232. Firmo con los dedos anular e índice por no saber escribir” Firman como testigos Juan de la Rúa y Fermín Olivares.

-Y ahora qué, estimado amigo, le cuadra más el asunto –terminó por comentarme en aquella mañana Don Pablo.

Todo comenzaba a cuadrar: el tema de las muertes; el tema de los dedos; la casa; el pasadizo; el ataúd. ¿Pero cuantas cosas relacionadas con el tema de los asesinatos quedarían todavía por descubrir? Con esta y otras preguntas que quedaban por resolver me despedí de Don Pablo y ya de camino hacia la Plaza retorne sobre mis pasos y me dirigí hacia el camposanto.

Al llegar al camposanto abandonaba el lugar una mujer completamente vestida, desde los pies a la cabeza, de negro. En su mano llevaba un escapulario y no pude ver su cara ya que la llevaba totalmente reclinada. Iba rezando y de sus labios salía un monótono estribillo de Aves Marías y Padres Nuestros como los que se suelen recitar a la hora del Rosario

Me adentré hacia donde se encontraba el osario y le di la vuelta a la tapadera del ataúd, que ya, para esos momentos, aparecía casi tapada por la nieve. Con ayuda de una daga retiré la nieve que se esparcía alrededor de donde yacía el ataúd y dejé la tapadera en el suelo, a poco que le quite la suciedad, que se había amontonado sobre su superficie aparecieron marcadas a punta de navaja dos fechas 14 febrero y 1232. Respiré tranquilo después de este hallazgo y tras cerrar tras de mí la escuálida puerta del camposanto me dispuse a regresar, dando un buen rodeo al Pinarejo, hasta la casona donde debían estar esperándome para aquellas horas cercanas al mediodía el resto de amigos a los que había confiado trabajos concretos que ya deberían estar realizados.

                                                    XVIII
Al llegar a la casa allí estaban esperándome, como yo pensaba, mis colaboradores, fieles servidores y buenos amigos Juan de Portugalete (escribano); Anselmo Gutiérrez (juez); Pedro Olmedilla (galeno y físico) y Antonio Gutiérrez (boticario). Todos juntos pasamos a la sala que nos servía de lugar de reuniones y antes de comenzar a hablar mandé llamar a Manuel de la Casa y José Fuentes, que se habían encargado de hacer la primera ronda de vigilancia por las calles de Pinarejo.

Como táctica pensé que lo mejor era que ellos fueran hablando y yo en virtud de lo que escuchara intervendría. Para estos fines me serví de Juan de Portugalete quien se debía de encargar de levantar acta, dar turnos de palabra y modular el debate. Bien cargada la chimenea de leña de carrasca de la dehesa de La Almarcha y más concretamente de su monte-Ardal, mandé a Miguel Baldoví que nos sirviera unas buenas jarras de aguardiente de orujo que a estos efectos habíamos traído desde Alarcón, aunque todo hay que decirlo su procedencia era de unos viñedos que la familia de Ruiz Alarcón tenía en las tierras de Valverde.

Con la lengua más dispuesta y las ideas en completa ebullición comenzó la sesión. El primero en tomar la palabra y más ducho en estos menesteres Don Pedro de Olmedilla solicitó se tuviera a bien que sus palabras fueran copiadas al pie de la letra ya no quería que luego se dieran malas interpretaciones. Para ello Don Juan de Portugalete le pidió que hablara despacio. De esta forma se transcribió lo siguiente:

“A petición del capitán Florencio Ibáñez en el día de hoy he visitado a Rafael de La Serna, cirujano, barbero y sacamuelas, que cubre puesto en el lugar del Pinarejo. El motivo de la visita era conocer el tipo de heridas que sufrieron los 24 vecinos del lugar hasta ahora asesinados y la causa de su muerte. Tengo que decir que he encontrado puntual y gran ayuda por parte de Don Rafael de La Serna quien tenía debidamente apuntado numerosos detalles que nos pueden servir en la investigación. Entre los detalles que más me han llamado la atención están los siguientes: todas las muertes, por el estado de rigidez de los cuerpos, se produjeron por la noche, entre la una y tres de la mañana; todos los muertos eran no nacidos en El Pinarejo; Todos tenían profundas heridas y desgarros en la zona de la garganta; en algunos casos hubo amputaciones de dedos correspondientes a los miembros superiores; todos fueron atacados por la espalda; todos murieron en noches en que el firmamento se encontraba plagado de estrellas y todos han sido enterrados en una fosa común”

A la pregunta realizada por Don Juan de Portugalete, de sí este hombre barbero y cirujano, a la vez, ha tenido la preocupación de comprobar en sus peritajes con que tipo de armas se realizaron las heridas mortales, contesta Don Pedro Olmedilla, que según palabras de Don Rafael de la Serna las heridas fueron producidas por una especie de garras o de daga curva muy fina que entraban en la piel y carne produciendo desgarros que eran mortales por necesidad cuando afectaban a órganos tan vitales como pueden ser el hígado, los riñones o el corazón”

Don Florencio Ibáñez pregunta que donde vive Don Rafael de la Serna y Don Pedro Olmedilla contesta que en una calle con mucha pendiente que aquí conocen con el nombre de calle de la “Divina Pastora”: Para más detalles refiere Don Pedro que vive en una casa pequeña y que en una de las habitaciones hay una serie de artilugios y herramientas que el Galeno emplea para curar los males habiéndole llamado mucho la atención el hecho de que este hombre guarda en jarrones plantas secas y trituradas que recoge de un monte que por este lugar conocen con el nombre de “La Montesina” y que en otro cuarto con ventana a la calle las herramientas y utensilios propios de un barbero y sacamuelas. A reglón seguido Don Anselmo Gutiérrez, nuestro juez, viene a explicar que todas las enfermedades se pueden curar con hierbas y que a ello se debe el que Don Rafael coleccione y guarde en recipientes herméticos plantas curativas de la zona.

                                                           XIX
Juan de Portugalete y Anselmo Gutiérrez que habían quedado encargados en leer el pequeño cuadernillo encontrado en la casa de la calle Tercia y hacer las anotaciones que creyeren oportunas, explican que el cuadernillo era una especie de diario y libro de cuentas de un tal Felipe Picatostes que iba desde el año 1228 hasta el 1332 y que a partir de ese momento el cuaderno no tiene casi anotaciones. En el reverso parece ser que llevaba una rueda para conocer el futuro de las llamadas de Beda el Venerable y en una de las últimas páginas un conjuro dedicado a determinadas personas, unas 38, que textualmente se recoge de la siguiente forma:

“Estrella que andas de polo a polo, yo te conjuro con el ángel lobo que vayas y me guíes a fulano; traérmelo de donde estuviere y haz que me lleve en su alma por donde quiere que fuere. Yo te conjuro, estrella, que me lo traigas malo, pero no de muerte y hincote por lo fuerte”

Don Pedro Olmedilla alarmado pide la palabra y dice que ese conjuro lo conoce y que es propio de exorcistas y brujos y su aplicación se hace para casos concretos que pudieran ver con los asesinatos del Pinarejo.

Don Florencio Ibáñez pregunta si en el cuadernillo se hace mención a un niño y Anselmo Gutiérrez explica que así es, que aparece el nombre de un niño que por lo que se ve era hijo de Felipe Picatostes.

Vuelve a tomar la palabra Don Florencio Ibáñez y ante la sorpresa generalizada del resto de asistentes pide quedarse a solas con su amigo el juez Anselmo Gutiérrez.

Aquí termina la actuación de Juan de Portugalete en lo que se refiere a hacer de secretario del acta de la reunión celebrada.

Despejada la sala pregunté a mí estimado amigo el juez que le parecía el asunto y su contestación no pudo ser más clara:

-De esta podemos salir todos manchados así que lo mejor es actuar con mucha cautela; mantener secreto de lo que sabemos y hemos oído y ante todo pasar página lo antes posible.

Cerrada la reunión y ya en la cena lancé a todos los presentes una arenga moralizante y les advertí sobre cuatro cuestiones que quería que quedaran claras. La primera de ellas era que las guardias se tenían que reforzar con los perros sabuesos; la segunda que contra más estrellas se dieran en el firmamento más teníamos que mantenernos en permanente vigía; la tercera que fueran siempre armados y la cuarta que tuvieran paciencia y ejercieran bien su oficio ya que la recompensa a tantos desvelos y el regreso a casa se encontraban muy cercanos.
                                                     XX
Así de esta forma nos fuimos a la cama y ya en mi habitación con la ayuda de un candil encendido leí el mensaje que momentos antes había transportado una paloma mensajera desde Alarcón:

“Sea usted cauto y acabe cuanto antes la faena que le ha llevado hasta El Pinarejo, por lo poco que le he podido sacar a los pinarejeros que se encontró usted cerca de Honrubia sé que es en las noches con muchas estrellas cuando se tiene que estar muy alerta. Dios le guarde, amigo mío. No le digo más por si estas letras cayeran en manos diferentes a las suyas”.

El mensaje adolecía de más detalles con el fin de preservar el nombre del remitente y del receptor.

Todo se iba aclarando, mi misión para el día siguiente estaba más que pensada y consistía substancialmente en acercarme hasta lo que por aquellos lugares se conocía con el nombre de paraje de "La Moraleja" para hablar con uno de los testigos, que ya figuraban en el protocolo que estaba escribiendo, se trataba del pastor que había sido interrogado y que entre otras cosas había contestado que no le preocupaba nada en absoluto ya que no le había hecho mal a nadie.

Ensillado uno de los rocines y en compañía de Toribio Maldonado marchamos camino de La Moraleja. Durante el trayecto tuvimos la oportunidad de disfrutar de aquellos paisajes tan repletos de pinos y de pequeñas alamedas. Silbaba aquella mañana el viento y más cuando nos adentramos por el sendero del lugar conocido con el nombre de “La Hoz” para adentrarnos en el extenso llano en el que nuestro testigo vivía. Pequeños montículos; un riachuelo con buena corriente de agua; superficiales charcas y un par de cubos de pastor sirven para plasmar lo que mis ojos vieron en aquellos momentos. Ya cerca del cubo de pastores, vimos junto a él a un pastor que se entretenía ordeñando una cabra; desmontamos de lo alto de las caballerías y fuimos a pie hasta donde este hombre se encontraba realizando, en aquellos momentos, uno de los muchos trabajos que le debían ir surgiendo al cabo del día. Tras presentarnos y casi sin alzar la cabeza continuó nuestro amigo ordeñando la cabra y cuando la faena la hubo finalizado nos indicó que nos sentáramos bajo una carrasca que alzaba su copa a la misma puerta de entrada al cubo.

-Me parece que sé a lo que vienen –nos dijo el pastor después de mirar detenidamente a Toribio Maldonado, mi ayudante en aquel día. Toribio y él se conocían del encuentro que habían mantenido en el Pinarejo unos días antes.

CONTINUARÁ

LEYENDAS: DURILLAS HECHICERO DEL TEJAR DE PINAREJO


Todo lo que viene a continuación es ficción, y, como no, leyenda creada a través de un personaje real llamado Durillas. La historia es inventada.

DURILLAS: HECHICERO DEL TEJAR DE PINAREJO.
                                                           I
Llovía. Un frío intenso invadía el lugar y allí cerca del Pozo de Las Pitas en una casilla, antiguo tejar, batida por los vientos del norte y por el frío vivía Durillas. Su trabajo consistía en sacar a pastar un pequeño rebaño de cabras y ovejas y en procurarse leña para los duros inviernos. Todo lo demás le venía hecho. Aquel día, de incipiente anochecer, ya las ovejas y cabras acomodadas en el pequeño corral trasero a la casa, se disponía Durillas a dar buena cuenta de un buen tazón de leche cuando de repente se oyeron unos fuertes golpes en la puerta.

A todo esto tenemos que decir que en Pinarejo, lugar que era del Castillo de Garcimuñoz, por aquellos días del año de 1330 de Nuestro Señor Jesucristo, todos sus moradores sabían que Durillas tenía unos ciertos poderes, que iban más allá de lo que se puede entender como normales. Perseguido por la inquisición nuestro personaje había venido huyendo de la justicia divina, impuesta por humanos, desde las tierras adelantadas de Murcia, hasta este lugar recóndito en mitad del Señorío de los Manuales, por aquellos días del infante D. Juan Manuel.

En la casilla su morador no esperaba a nadie. Anochecía, cuando fuera, a escasos metros de la vivienda, se oyó:

-¡Por Dios, Durillas, abre la puerta!

Durillas, a quién el miedo no le importaba ni lo más mínimo, pues eran el resto de mortales los que tenían que tenérselo a él, abrió la puerta y se quedó mirando fijamente a aquella pareja de aldeanos que acababan de aparecer ante su presencia.

Pedro y Juana, los inesperados huéspedes tiritaban de frío. Algo más lejos de la puerta una mula enganchada a un carro parecía esperar pacientemente a que sus dueños resolvieran el asunto que les había traído hasta tan lejano lugar para retornar a Pinarejo y poder descansar en aquella cuadra tan bien provista de pienso y forraje con el que reponer las fuerzas que gastaba acarreando leña, aceitunas, uva, granos y paja, a las eras altas del pueblo, a lo largo de todo el año.
                                                                II
Pedro y Juana no estaban allí por causalidad. Su hija pequeña, de 7 años, Rosana, había desaparecido y no aparecía por ningún lado. Hacía ya de esto tres días que la niña se había quedado a dormir en casa de sus abuelos, donde éstos vivían en la Carrera, y la niña no se sabe como, salió para jugar de buena mañana, y ya no se volvió a saber nada más de ella. Ni rastro. Todo el pueblo se puso patas arriba. Se cerraron los caminos que llevaban fuera del pueblo; se registraron las casas una por una; se bajó hasta lo más profundo de los pozos y aljibes; se buscó en las charcas; en las alamedas cercanas al pueblo y nada de nada. Se hicieron pregones y se rezaron rosarios y a pesar de todo la niña no aparecía. Ni el más mínimo rastro.

En el pueblo se sabía de los dones que se le atribuían a Durillas y de como había encontrado a más de un desaparecido allá por Murcia, en los días en que fue vecino de aquella ciudad. Fue por eso que cansados de buscar y abatidos decidieron recurrir a los dones de Durillas con tal de poner fin a aquella pesadilla que había recaído sobre ellos.

Por eso, ese día, uncieron la caballería al carro y se dispusieron a pedirle, aunque fuera de rodillas, a Durillas, que les diera razón de su hija.

Uno y otro partieron de Pinarejo y atravesaron los primeros campos que hay más allá de las eras y se internaron por el camino que llevaba hasta la cabaña de Durillas.

-¿Qué haremos si no aparece la niña?– Decía Juana.

-Mujer hay que tener fe –le contestaba Pedro.

-Es curioso- dijo ella, con mucha melancolía- pero ahora que no la tengo a mi lado se me va la vida.

Se produjo un largo silencio, al mismo tiempo que avanzaban hacia su destino.

-Y bien –dijo Pedro entre dientes -pensemos en lo mejor y recemos a Santa Águeda.

-Hace más de medio año –dijo Juana -que venía pensando en que para estas fiestas de Pinarejo Rosana tenía estrenaría un traje que tu madre le estaba haciendo y ahora.....

-Pobres de todos nosotros si no la encontramos con vida. –Fue la contestación de Pedro al mismo tiempo que fustigaba el lomo de la caballería con un pequeño látigo, con el fin de aligerar la marcha.

Pasada la charca de las Canteras comenzó a divisarse, a lo lejos, una pequeña luz. Era la cabaña de Duendillas. Ya en la explanada de la cabaña bajaron Pedro y Juana del carro y se acercaron hasta la puerta de la casa.

-Pedro -dijo Juana –dame un beso.

Pedro la abrazo con toda su alma como en aquellos días en que siendo novios se dieron el primer beso subiendo por la calle de la Iglesia camino de la escuela.

Juana resopló y mirando hacia el cielo exclamó -¡Jesús, haz algo!

Cuando Pedro golpeo con el puño la puerta de la cabaña una estrella fugaz cruzó por el cielo camino de la Morreta. Ni uno ni el otro observaron aquel extraño fenómeno para el que nadie por aquellos días tenía explicación alguna.

                                                          III
A la misma hora, en el pueblo, la máxima autoridad del entonces llamado “El Pinarejo” reunido en sesión plenaria acordaba movilizar a todos los jóvenes en edad de servir durante el tiempo que hiciera falta con el único fin de buscar y encontrar a Rosana. Terminado el acto todos los vecinos se santiguaron, al mismo tiempo que poniendo rodillas en el suelo juraban por Dios que no descansarían hasta encontrar a la niña.

Hacia poco tiempo que al castillo de Garcimuñoz se le había otorgado el privilegio de villazgo, año 1322, y con ello justicia propia y privilegio concedido por Don Juan Manuel para que su término pudiera tener una legua de ancho por legua y media de largaría, por este motivo el alcalde pedáneo de Pinarejo hizo enviar al instante a un emisario al Castillo para que la máxima autoridad de la villa fuera conocedora del suceso y se pusieran en todos los cruces de caminos leyendas con el título:

“Se hace saber que se ha pedido una niña en Pinarejo aquel vecino o foráneo que la encontrara y entregara a sus padres será premiado con la exención de pagar tributos durante un año y gozará de libertad de paso entre las fronteras que median entre los diferentes lugares de que se compone el término del Castillo de Garcimuñoz. Firma el Justicia Mayor de la Villa: D. Miguel Melgarejo”

-Arreando y no descanséis hasta encontrar a la niña- dijo el alcalde pedáneo de Pinarejo al alguacil del ayuntamiento que de forma voluntaria se había ofrecido para viajar hasta el Castillo de Garcimuñoz.

Jinete y caballería partieron al galope y ya iban por el camino de los Rosales cuando los vecinos del pueblo con teas encendidas partían hacia las diferentes partidas del pueblo con el corazón en vilo y con extraños presentimientos.

-¿Podrá ser que no la encontremos?- se preguntaba el síndico mayor del pueblo D. Serafín Olmedilla.

Observación: La legua castellana se fijó originalmente en 5.000 varas castellanas, es decir, 4,19 km o unas 2,6 millas romanas, y variaba de modo notable según los distintos reinos españoles, e incluso según distintas provincias, quedando establecida en el siglo XVI como 20.000 pies castellanos; es decir, entre 5.573 y 5.914 metros.

                                                          IV
-Entrar -dijo Durillas, al mismo tiempo que indicando con un dedo de la mano señalaba donde se tenían que sentar Pedro y Juana.

-Gracias -contestó Pedro –Pero una gran desgracia nos ha traído hasta aquí. Sabemos de tu fama y nos gustaría que nos ayudaras.

-Ir al grano y decirme que es lo que tanto os aflige.

-Es nuestra hija. Se ha perdido o se la han llevado. Por favor ayúdanos y te pagaremos con todo lo que tenemos.

-Que poco me conoces buena mujer. Mi Trabajo no tiene precio y es por eso que no cobro.

-Pedro miraba de reojo y observaba. La pequeña estancia en la que discurría la conversación estaba repleta de objetos y más objetos. Unos conocidos y otros extraños. Se notaba que Durillas era un hombre de mundo y que todos aquellos objetos tenían que ver con los lugares en los que había estado a lo largo de su vida. Botellas, cuencos, caretas, platos, objetos musicales, estatuillas y viejos libros de cubiertas de piel de cabra colgaban de las paredes y yacían acomodados en las estanterías.

Juana rompió el silencio:

–Tres días con sus tres noches y la niña sin aparecer. ¡Que habrá sido de nuestra pobre niña!

- Bueno –contestó Durillas, -si lo que intentáis es encontrar a la niña lo que tenéis que hacer es tener confianza y ante todo guardar completo silencio de lo que se pueda ver a partir de estos momentos en este casa, pues de lo contrario la magia no tendrá efectos.

- Estar seguro buen señor que nuestra boca permanecerá sellada- contestó Pedro al instante.

Durillas se acercó hasta un destartalado armario y sacó de él un pequeño saco de tela y un lebrillo. Luego se aproximó hasta la chimenea y agarró una afilada navaja que momentos antes había dejado depositada en la cornisa. Con suma tranquilidad Duendillas abrió la puerta de la cabaña no sin antes encarar su mirada hacia el lugar donde permanecían sentados Juana y Pedro y decirles.

-A lo dicho: Ver, oír y callar.

Juana, que permanecía como hipnotizada, agarró con fuerza la mano de Pedro mientras por su boca se escapaba el siguiente comentario:

-Cariño, encontraremos a la niña.

-Sí; Juana, sí, -se atrevió a decir Pedro con una cierta melancolía.

                                                      V
Desde los puestos avanzados, castillejos, que contorneaban las diferentes tierras que formaban parte del termino del Castillo de Garcimuñoz, los soldados, que apostados en lo más alto de las atalayas montaban guardia, observaban con todo lujo de detalles como las avanzadillas de voluntarios que habían salido a la búsqueda de Rosana se desperdigaban a lo largo y ancho de las tierras de Pinarejo.

Adolfo, soldado de oficio y veterano en 20 batallas, siempre al servicio del señor del Castillo, comentaba a su compañero de turno de guardia aquella noche cual serían los siguientes movimientos de aquellas buenas gentes que provistos de teas encendidas recorrían las sendas, caminos y veredas con el único objeto de encontrar a la hija de Juana y de Pedro.

-Mira, Santiago –decía Adolfo a su compañero- Ves aquellos tropeles de personas como cambian de dirección ¿sabes por qué es?

-No –contestaba Santiago.

-Allí comienza el camino que lleva hasta Belmonte.

Santiago se sonrojaba puesto que llevaba un par de semanas montando guardia en aquel castillejo y desconocía por completo todo lo que tenía que ver con aquellas tierras que se abrían delante de sus ojos.

-Hace dos semanas –decía Santiago- que llevo por aquí y me asusta la inmensidad de este territorio y la soledad que se respira más allá de estas viejas piedras que nos sirven de parapeto. ¡Ojalá encuentren a la niña!

Adolfo meneaba la cabeza mientras se abotonaba la vieja pelliza de piel de cordero con la que se abrigaba.

¿Alguna vez has sentido miedo? Inquiría Santiago

-Mas que miedo terror. Sobre todo cuando el viento que viene desde La Montesina mueve la hojarasca de los chaparros y estos gimen como si fueran criaturas abandonadas en mitad de la noche. Así que amigo Santiago presta atención y no te dejes intimidar por nada que no tenga forma humana.. Todo esto por dos motivos coherentes –continuaba diciendo Adolfo-. En primer lugar porque si el miedo se apodera de tu persona te volverás loco y en segundo lugar, porque no es justo que a estas alturas de mi vida tenga que estar criando.

-Queda claro y te agradezco tu explicación. Ahora entiendo

                                                  VI
Durillas, salió de la estancia, en compañía de los instrumentos que le servirían para hacer el ritual, y abordó el pequeño trecho hasta el corral con el único ánimo de intentar solucionar aquel escabroso asunto. Dentro del humilde recinto quedaban a la espera y desconcertados Juana y Pedro.

Era ya, para esas horas del día, noche profunda, cuando un desgarrador aullido, que recorrió en décimas de segundos todo el orbe y espacios circundantes a la cabaña, entró por el tiro de la chimenea acompañado de un soplo de aire frío.

Juana y Pedro que permanecían inquietos y cogidos de la mano, la llegada de Durillas, se estremecieron. El aullido les había desconcertado.

Malos augurios los del aire y aullido llegó a pensar en esos momentos Pedro mientras depositaba un tierno beso sobre la frente de Juana.

Al poco tiempo regresaba a la cabaña Durillas trayendo entre las manos el pequeño lebrillo de barro que iba tapado con el saquito de tela. Caminaba lentamente y con la misma parsimonia cerró la puerta de la casa y se aproximó hasta una pequeña mesa situada al lado de la única ventana de la estancia. Sobre ella, en su centro, depositó, con sumo cuidado el envoltorio y la afilada navaja.

-Acercaros y no os alarméis- dijo Durillas mientras dejaba al descubierto el lebrillo.

Pedro y Juana se acercaron hasta donde les indicaba Durillas y miraron hacia el fondo del cacharro cerámico, en él yacían, en medio de un espeso liquido sanguíneo, lo que parecían ser las vísceras de un animal.

-¿De que son?,- se atrevió a preguntar Juan.

Son las entrañas de un cabrito y las vamos a utilizar para intentar conocer el paradero de vuestra hija, Rosana.
                                                      VII
Durillas, comenzó a hablar y lo hacia de una forma tan rápida que las sílabas se atropellaban entre sí antes de tomar contacto con los labios y la lengua y salir al exterior en forma de palabras. Era como si se hubiera despertando en su interior un volcán a punto de entrar en erupción.

-Mirad, ésta es la causa de mi infortunio. Allí en Murcia me gane una buena fama de persona juiciosa con poderes que fue origen de muchas envidias. Empleé mis conocimientos para hacer el bien, pero un día la inquisición llamó a mi puerta y tuve que salir por piernas. A estas horas estaría muerto de no haber sido por un buen amigo que me trajo hasta este lugar tan recóndito. Por eso os pido y ruego que de lo que yo haga, a partir de estos momentos, nadie del pueblo sepa nada.

-Pedro observaba y callaba. Su corazón iba demasiado rápido como para hablar. Fue por eso que Juana se adelantó y tomó la palabra:

-Estate tranquilo. Debes saber que ese buen amigo al que te has referido es el que nos ha hablado de tus poderes. Solo nos queda esperar y confiar en tu remedio.

-Pues vayamos allá –terminó por decir Durillas cuyo verdadero nombre era Manuel Fernández. –Ahora os voy a explicar lo que haré.

Durillas, con fuerza, asió una vieja caja de madera y la dejó encima de la mesa. Sacó del recipiente de barro el corazón del cabrito y agarrando tres gruesos clavos del fondo de la caja los fue hincando en la víscera.

-Todavía queda tarea, -se explicaba Durillas, mientras le pedía a Juana que le acercara tres gruesos alfileres que fue introduciendo con sumo cuidado en la masa carnosa. Luego roció la víscera con pimienta y comenzó a recitar lo que parecía ser un conjuro que venía a decir lo siguiente:

Conjúrate pimienta con Barrabás, con Satanás, con Belcebú, con Lucifer, con el Diablo Cojuelo, con Durillas y con cuantos diablos están en el infierno, bautizados y por bautizar; y que Rosana aparezca.

Tras esto, Durillas arrojó la sangre y las vísceras a un puchero con vinagre y mucha agua y a continuación lo colocó en la chimenea, sobre las brasas incandescentes, con el propósito de que el líquido hirviera.

-Ahora solo queda esperar –dijo Durillas

-¿Y después qué? -Preguntó Pedro

-La respuesta la tendremos en un instante cuando los líquidos comiencen a hervir. Si vemos en su seno unas imágenes eso querrá decir que Rosana esta viva y el lugar donde se encuentra. En ese supuesto la magia habrá acabado y será el momento de buscar a la niña.

                                                    VIII
Juana y Pedro esperaban. Solo quedaba tener fe. Mucha fe. La suficiente como para creer lo que les acababa de decir Durillas. Era muy cierto que la desesperación les había traído hasta aquel lugar y que no se irían de allí sin una respuesta.

Mientras tanto la olla, con sus condimentos, clavos y alfileres, comenzaba a hervir, al calor del fuego, en la chimenea. En un momento determinado, cuando lo creyó oportuno, Durillas sacó la olla del fuego con el fin de que el hervor desapareciera y poder comprobar hasta que punto el conjuro daba resultado y todo finalizaba tal y como Juana, Pedro y él querían que ocurriera.

-Mirad y callad y tener fe se le ocurrió decir a Durillas.

Juana miraba de reojo y rezaba, mientras Pedro no dejaba de llorar.

-Ya queda poco –atinaba a decir Durillas mientras se secaba con un pañuelo el sudor de la frente.

-¿Será verdad lo que se dice de este hombre? –Atinaba a preguntarse Juana.

Si que era verdad lo que se decía de Durillas y eran muchos los casos que se habían resuelto gracias a sus intervenciones. Un buen glosario de hechos fantásticos habían servido para que se dijera de Durillas que más que un adivino era un santo. Por lo menos así se pensaba de él en aquellos lugares por los que había pasado. Su vida casi monacal, a pesar de no vestir sayal, desprovista de todo tipo de lujos y muy cercana a la más completa de las pobrezas, era su mejor carta de presentación.

Durillas, por otra parte, también se había hecho sus preguntas, en lo que se refiere a esa pareja de desesperados, Juana y Pedro, que tanto esperaban de su intervención en este asunto que tenía que ver con la desaparición de Rosana.

-Quiera Dios, -pensaba Durillas, -que la niña aparezca y juro, desde este instante, por lo más sagrado, que esta será mi última intervención en asuntos de esta índole.

En estas y otras se estaba cuando en un momento determinado comenzaron a aparecer unas grandes manchas negruzcas en la superficie de la olla.

-¡Ahora, defnitivamente sabremos la verdad! –exclamó Durillas.

-No quiero mirar. Tengo miedo –atino a decir Juana, mientras se llevaba la palma de la mano a los ojos.

El proceso mediante el cual se realizaba el prodigio era siempre el mismo. Todo comenzaba cuando liquido de la olla comenzaba a cambiar de color y era a partir de ese momento cuando podían ocurrir dos cosas. La primera era que el cambio de color terminara por transformarse en una mancha, sin más detalles y la segunda que diera lugar a una imagen. Solo quedaba, a partir de aquel instante, comprobar hasta que punto era la primera o la segunda opción la que resultaría de aquel conjuro realizado por Durillas.

                                                                IX
¡Por fin! Grito -Durillas.

¿Qué, qué, que? No quiero mirar tengo miedo –dijo Juana con la voz apagada.

Juana hizo su comentario llena de pavor.

No menos intranquilo Pedro observaba a Juana confuso a la vez.

Solo estaba entero en apariencias Durillas. De casta le venía al galgo que era diestro en estos menesteres.

-Ya comienza a formarse una imagen. – exclamó Durillas mientras se acercaba hasta el borde mismo del recipiente y expandiendo la mano por encima de la olla señalaba con el dedo.

–Ya veo a Rosana –continuó diciendo- ¿y vosotros que? -fue su última pregunta.

-Yo también la veo -dijo entre dientes Pedro.

-¿Pero está viva? –preguntó Juana, mientras abría los ojos de manera desmesurada hacia el lugar donde se dirigían los ojos de los otros dos participantes en aquel infernal juego

- Sí, ¡Es mi hija -salió de la boca de Juana, mientras intentaba agarrar con las manos la olla, gesto éste que impidió Pedro de manera contundente asiendo a Juana con ternura y alejándola de la mesa.

-¡Sí, sí, sí! –dijo Durillas, al mismo tiempo que los animaba a observar con estas palabras.- Tener fe, pues es la única forma de que la fiesta termine bien y ahora decir conmigo:

-¿Rosana como estás?

Juan y Pedro no atendían a comprender, aunque sabían que en aquellos instantes no les quedaba más remedio que seguir puntualmente las instrucciones que habían recibido y tener mucha fe tanta como para dejar en manos de aquel hombre tan singular las pocas esperanzas que les quedaba en lo que se refiere a ver con vida a su hija.

Por eso fue por lo que exclamaron –Rosana como estás –y por eso fue que desde el fondo de una olla se oyó:

- Bien en esta cueva, mama, pero tengo frió.

Está en una cueva dijo Durillas -agarrando del hombro a Pedro- ¿Pero en que cueva? Ahora es el momento de que habléis y me digáis cuantas cuevas hay por la zona –terminó aseverando Durillas mientras se rascaba la barbilla.

-Que yo sepa está la cueva las Grajas, la cueva de la Montesina, y la que se llama la Cueva que está cerca de Pinarejo en la parte más baja del cerro conocido con el nombre de Motejón.

-Bueno –exclamó Durillas,- pues empezaremos por esos lugares.

Durillas comenzó a arrimarse mientras hablaba, hasta una vieja alacena y abriendo las destartaladas puertas agarró de su interior una cebolla que acercó hasta la mesa y de un certero golpe de cuchillo la partió por la mitad extrayendo de uno de los medios núcleos un casco. Luego, con la misma tranquilidad que había demostrado desde el primer momento en que Juana y Pedro habían tocado a su puerta en demanda de ayuda, agarró el casco y lo introdujo en el espeso liquido llenando con él su parte interna, justo hasta su mitad.

Ya el casco sobre la mesa Durillas dejó caer en la parte superior del liquido una pajuela que comenzó de inmediato a moverse, como si estuviera poseída de un extraño poder, señalando las diferentes posiciones de los puntos cardinales.

-Ahora solo queda salir fuera y ver hacia donde nos indica de forma definitiva el extremo de la pajuela –dijo Durillas, al mismo tiempo que abría la puerta de la vieja cabaña.

Salieron todos fuera de la cabaña. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Pedro colocó un brazo por la espalda de Juana, apoyándose en sus hombros y caminaron completamente callados detrás de Durillas hasta que éste se detuvo en una explanada, debajo justamente de un viejo nogal.

                                                         X
Estaban los tres de pie debajo de aquel viejo nogal mirándose y sin ánimos de hablar cuando unas ráfagas de viento vinieron a sacarles de aquel sopor en el que habían caído de una forma tan inmediata.

-He de confesaros -comentó Durillas- que si no fuera porque es vuestra hija y venís recomendados por un amigo ahora estaría durmiendo a pierna suelta, pero ya que estamos en éstas voy a intentar terminar la faena de la mejor forma posible.

Durillas, comenzó a mirar a diestro y siniestro llevando asido entre sus manos el caso de cebolla. Por su forma de moverse parecía un ave palmípeda en medio de un cenagal, fue precisamente por eso que Pedro se atrevió a romper el silencio sepulcral que rodeaba el momento con una certera pregunta:

-¿Te puedo ayudar en algo?

-Ya lo creo -respondió Durillas– sujetaté de la mano y cuando yo lo diga me dices que cueva hay en la dirección que yo señale con el dedo índice la mano derecha.

Pedro cogió de la mano a Durillas y éste volvió a dar vueltas sin dejar de mirar el casco de cebolla, de pronto y sin venir a cuento se paró y señalando con la mano derecha hizo la siguiente pregunta a Pedro:

-¿Me puedes decir que cueva de las que me habéis dicho antes en la casa hay en la dirección que señalo con el dedo?

Juana que no dejaba de perderse detalle alguno rezaba una oración que acababa de inventarse y que venía a decir así:

Santa Águeda bendita
reina del amplio cielo
y dueña de mi corazón
si aparece viva Rosana
te serviré el resto de mis días
con especial cariño y devoción

-No hay duda alguna –exclamó Pedro– en aquella dirección se encuentra la cueva que hay en la ladera del cerro Motejón.

-¿No os falla la memoria? recordad que yo soy extraño al lugar y en esto os puedo ayudar poco –comentó Durillas.

-¡Sí, es la cueva de Motejón! –repitió Juana, que ya había cesado en sus rezos y oraciones y estaba por ello más pendiente de lo que hablaban Pedro y Durillas.

Durillas soltó de inmediato la mano de Pedro y se dirigió hacia donde estaba Juana.

-Mirad –contestó– todo lo que yo podía hacer ya está realizado así que montar en el carro y acudir a la búsqueda de vuestra hija que ella os espera.

-Gracias buen hombre– salió de los labios de Juana al mismo tiempo que caía arrodillada a los pies de Durillas.

-Levántate de inmediato mujer y no me hagas mas reverencias que tengo ganas de irme a dormir. Ahora bien coger este casco de cebolla y llevarlo con vosotros por si se diera el caso de que al llegar a la cueva en ella no estuviera Rosana. Seguro que esto no será así pero si viniera a ocurrir tenéis que hacer lo que yo os diga a continuación.
Pedro se acercó de inmediato hacia el lugar desde el cual Durillas hablaba y con voz entrecortada respondió. –Es demasiado increíble para ser cierto.

Durillas que tenía ganas de acabar con lo que estaban haciendo contestó a Pedro de la siguiente forma:

-Os falla, amigo mío, la memoria, los milagros existen y éste es uno de ellos y ahora a lo que íbamos, veis esa pajuela que flota en el liquido y que se mueve como si estuviera afectada del baile San Vito, pues bien tenéis que seguir con la vista hacia donde gira y cuando se pare hacia allí os tenéis que dirigir y ahora hacer el favor de subir al carro e ir a por Rosana –terminó por decir Durillas mientras se encaminaba sin mirar hacia atrás hacia su humilde morada.

Juana y Pedro ya subidos encima del carruaje soltaron riendas y aun grito surgido de la garganta de Pedro, que podríamos traducir por “arre”, salieron, llevados del brío de las mulas, con dirección a Pinarejo.

                                                    XI
A buen ritmo viajaban Juana y Pedro hacia Pinarejo mientras Durillas comenzaba a dar buena cuenta de ese merecido sueño que tenía pendiente desde el mismo momento en que unos golpes secos se dejaron sentir sobre la puerta de entrada a su humilde morada.

Ya cerca de Pinarejo el carruaje parecía volar en pos de su destino último que era el vallejo en el que se abría la boca de entrada a las entrañas de aquella cavidad que desde siempre había tenido un especial significado para los pinarejeros y pinarejeras. Había mil y una leyendas trasmitidas de padres a hijos desde los momentos más oscuros de nuestra historia local. Nadie había logrado explorar en su totalidad aquella cavidad de la que se decía que tenía un lago interior y de la que se hablaban maravillas en lo que se refiere a la existencia de una gran sala cuyas paredes arrojaban deslumbrantes destellos a todas horas; ya fuera de noche o de día. Se decía también que había sido abrigo de lobos y que en aquella lobera descansaban los restos óseos de muchas ovejas, cabritos y cabras y de más de un pastor que había oseado adentrarse en ella a los efectos de acabar con tal malignas y fieras alimañas.

Una gran esperanza se había instalado en los corazones de Pedro y Juana desde que Durillas con una rotundidad, fuera de todo discurso, alguna les había asegurado que Rosana estaba viva dentro de las entrañas de una de las cavidades que se abrían en las tierras del término de Pinarejo.

Pasada la partida de terrenos en la que estaba instalada la horca a la que obligaba en señal de servidumbre la villa de Alarcón y encarrilado el carruaje a través del angosto camino que se abría entre las diferentes eras altas que había cerca de las primeras casas de la calle de las Eras, se veía la plaza de Pinarejo a rebosar de un gran número de vecinos que de pie, y a esas altas horas de la noche, permanecían congregados, bajo la luz de numerosas teas, ante la misma puerta del Ayuntamiento.

Pedro y Juana bajaron la calle de las Eras en un abrir y cerrar de ojos y al lado del brocal del gran pozo que desde tiempos inmemoriales abría su boca en la plaza dejaron el carro y a los animales, mientras ellos se dirigieron hacia el lugar donde los vecinos esperaban concentrados la salida del Sindico Mayor del pueblo.

-¡Mirad son Pedro y Juana!- Se oyó clamar desde el fondo de más de una garganta.

Pedro y Juana avanzaron entre las sorpresas de los vecinos y subieron hasta el primer piso del ayuntamiento donde Serafín Olmedilla, Sindico Mayor, tenía su despacho. Permanecieron allí, los tres, durante unos minutos, nadie sabe de lo que se habló durante ese periodo de tiempo, hasta que las puertas de acceso al balcón, que adornaba el primer piso del noble edificio, se abrieron de par en par y estos se acomodaron en él para decir algunas palabras a la multitud congregada en la plaza. El primero en tomar la palabra fue el Sindico Mayor. De esta forma Serafín Olmedilla vino a decir:

-Vecinos gracias por vuestra dedicación y por lo que os habéis esforzado en buscar a Rosana. Sus padres Juana y Pedro me han relatado todo las gestiones que han hecho para encontrar a su hija y tengo que deciros que pronto la tendremos entre nosotros.

-Quiero- continuó diciendo- que os vayáis a casa a descansar, pero, solo hay una cuestión por aclarar. Tres de vosotros, entre los más jóvenes, hacer el favor de subir hasta mi despacho pues os necesitamos para poder finalizar con éxito este episodio que tanto nos ha unido durante estos últimos días.

Un gran aplauso se dejó oír en mitad de aquella noche tan cargada de sentimientos; aplauso que fue acompañado de algunos gritos y de manos alzadas ofreciéndose de forma voluntaria para la noble misión que se les había requerido.

-Tres, solo tres- volvió a decir Serafín Olmedilla, antes de cerrar tras de sí las puertas de acceso al balcón.

Juana y Pedro permanecieron callados en todo momento y ya disuelta la muchedumbre bajaron desde la primera planta del Ayuntamiento hasta la plaza en compañía de D. Serafín Olmedilla y de los tres jóvenes voluntarios que les tenían que acompañar hasta la cueva del Motejón.
Bajo el mismo porche del ayuntamiento esperaba D. Sebastián Poveda, párroco titular de la Iglesia de Santa Águeda, de Pinarejo, quien tras hacer la señal de la cruz y encomendarse a Dios pronunció las siguientes palabras:

-Id con Dios y sabed que sólo Dios con su infinita gracias y su sierva Santa Águeda os podrán dar aquello que os falta. Solo la fe –terminó por decir- mueve montañas.

Tras besar el hábito del buen prelado salieron todos hacia su destino a no más de veinte minutos del pueblo.

                                                            XII
A muy buen ritmo y sin mirar en ningún momento hacia atrás llegaron nuestros amigos delante de la mismísima boca de entrada a la cavidad.
Tras preparar concienzudamente unas antorchas con las que poder iluminarse dentro de las galerías se adentró el grupo de rescate dentro de las entrañas de la oquedad. Un gran nerviosismo embriagaba a todos, tal y como se podía comprobar en la expresión de sus miradas y en algún que otro tic nervioso que afloraba a las mejillas de forma intermitente pero altamente significativa.

-Ahora mantener la atención y que nadie se separe del grupo- dijo D. Serafín Olmedilla, que iba el primero de la comitiva portando una antorcha en su mano derecha y en la otra un espadín con el que poder defenderse de cualquier alimaña que le pudiera salir al paso.

Tras franquear la entrada se encontraron nuestros amigos ante una amplia sala cuyo suelo estaba cubierto de agua. Se oía en la sala el chasquido seco del calzado al golpear sobre el suelo impregnado de agua y el sonido acompasado de las gotas de agua al caer libremente desde el techo de la gruta hasta el mismo suelo. Consecuencia de ese ambiente de humedad y de constante goteo un pequeño lago subterráneo se había formado en la parte más honda de la amplia sala.

Hasta aquí era lo máximo que los lugareños se habían atrevido a explorar de esta antigua gruta que en su día y a la vista del material cerámico que aparecía desperdigado por el suelo debió ser refugio de algún grupo humano ya desaparecido.

La sala dejaba ver en mitad de una de sus amplias paredes una abertura lo suficientemente amplia como para poder adentrase y caminar por ella a pie alzado.

-Por allí seguiremos- volvió a decir D. Serafín Olmedilla y de inmediato el resto del grupo se volvió a reagrupar.

Conforme se iban adentrando por el estrecho pasadizo éste se iba haciendo cada vez más estrecho de forma que va llegar un momento en que el discurrir a través de él se hacia imposible para algunos de los integrantes del grupo. Cuando D. Serafín Olmedilla comprobó en su propia persona este extremo mandó enseguida que el grupo se parara y dirigiéndose a los más jóvenes del grupo y por ello más ágiles, les dijo:

-Es el momento de que vosotros dos avancéis por el pasadizo a la búsqueda de Rosana. Mientras tanto nosotros tres nos quedaremos en este lugar. Lo único que os toca hacer es de vez en cuando dar algún silbido que nos pueda servir de referente y a lo dicho mucha sangre fría y si por alguna de aquellas os vierais en la necesidad de usar de la daga o espadín hacerlo sin dudarlo, siempre y cuando no se ponga en peligro la vida de Rosana.

Florentino, que era el nombre de uno de nuestros jóvenes voluntarios, habló de esta forma:

-Solo nos mueve una cosa y ésta es entregar a Rosana viva a sus padres.

-Id y que Santa Águeda os escuche –respondió Juana.

Tras agarrar dos antorchas se deslizaron Florentino y Manuel por el estrecho pasadizo. A cada paso que daban el pasadizo se iba haciendo más estrecho de forma que nuestros voluntariosos amigos se vieron obligados a poner rodillas en el suelo y comenzar a gatear durante unos 200 metros hasta que pudieron comprobar con sus propios ojos como el pasadizo desembocaba en una gran sala de relucientes paredes de la que salían tres galerías.

-¿Y ahora que?- preguntó Florentino.

Ahora- contestó Manuel- nos toca primero silbar y después decidir por cual de las tres aberturas nos adentramos.

Mira- dijo Florentino que había arrimado la antorcha al suelo- aquí se ven unas pisadas recientes.

-¡Es verdad!- exclamó Manuel.

-No nos queda otra que seguir las huellas- volvió a repetir Florentino- pero antes haz una cosa vuelve tú hasta donde están los padres de Rosana y D. Serafín y coméntales lo que acabamos de ver, mientras yo me adentraré por el pasadizo en el que se ven las pisadas en el suelo.

Tras abrazarse afectuosamente y santiguarse se despidieron ambos amigos.

                                                      XIII
Mientras dentro de la cueva una parte de los expedicionarios avanzaban a la búsqueda de Rosana y otros permanecían sentados sobre el duro suelo la espera de noticias, fuera de ella, Sergio, que era el tercero de los mozos que se había ofrecido de forma voluntaria para el rescate, se entretenía acarreando matas y cepas secas, que habían sido arrojadas al ribazo cercano a la entrada de la cueva, con los que poder encender una hoguera en la que poder calentarse.

-La tengo que encontrar -se repetía y repetía hasta la saciedad
Florentino al mismo tiempo que se arrastraba por el estrecho corredor y avanzaba hacia los confines desconocidos de un mundo subterráneo inexplorado hasta aquellos momentos. Por aquellos mismos instantes Manuel ya de regreso y junto a los padres de Rosana y D. Serafín, les contaba a estos, para que no se alarmaran, los motivos de su regreso. –

Tened confianza y no paréis de rezar -les decía.

El tiempo pasaba y pasaba y Florentino continuaba avanzando. Él sabía que mientras la antorcha que llevaba asida de la mano no se apagara no correría ningún peligro y que ante la más mínima de las sospechas de que el aire podía llegar a faltar lo que tenía que hacer era dar marcha atrás y salir zumbando del lugar.

-Hasta cuando Señor me tocará avanzar gritÓ Florentino en medio de un silencio sepulcral.

No hubo respuesta ni Florentino la esperaba pues sabía que entre él y Rosana solo se interponían metros y más metros de galería. Por eso
continuó su periplo y fue en medio de uno de esos avances cuando creyó contemplar un punto luminoso en la lejanía. Punto de luz que conforme avanzaba se iba haciendo más grande, hasta que por fin Florentino llegó a una sala donde una luz de procedencia desconocida alumbraba la estancia en todas las direcciones. Miró Florentino, espantado, hacia los difrentes lugares de aquella sala abovedada y su vista se paró sobre una pequeña repisa que sobresalía del paredón. Avanzó de inmediato Florentino hacia el lugar y cual no fue su sorpresa cuando creyó distinguir en la pequeña repisa el cuerpo de una persona.

-Es ella -gritó Florentino arrojando la antorcha al suelo y poniéndose de inmediato de rodillas. Luego se levantó y tocó con sus manos el cuello de la niña.

-Respira dijo –para luego volver a gritar –¡Está viva! –Su grito se prolongó por todas las salas y pasadizos y llegó como era de esperar hasta el lugar donde esperaban los padres de Rosana, D. Serafín y Manuel.

-Gracias a Dios –dijo Juana echándose en los brazos de Pedro que nomparaba de gimotear.

-¡Por fin! -Exclamó D. Serafín, con cara de cansancio.

-Bien por Florentino y por la niña –subrayó Manuel

-Duerme –dijo Florentino en voz alta

                                                        XV
Sólo Juana y Pedro sabían que se habían cumplido hasta sus últimas consecuencias las predicciones de Durillas, aunque quedaban preguntas por hacer que únicamente Rosana podría aclarar. Pero para eso no había prisa alguna. Era cuestión de ver con sus propios ojos a Rosana; comprobar que su estado de salud era aceptable y de llevársela a casa, por eso Juana miraba a Pedro y Pedro miraba Juana al mismo tiempo que unas sonrisas difíciles de disimular y de complicidad se vislumbraban en las mejillas de nuestros afortunados amigos.

Florentino, que tenía prisas por abandonar aquel lugar que en cierta medida le causaba una sensación difícil de explicar, se había cargado ya a Rosana sobre el hombro derecho y sin despertarla había comenzado el camino de regreso hacia la salida de la caverna. Andaba deprisa como si los pies le volaran y a cada paso que daba hacia la salida la gran sala donde había encontrado a Rosana durmiendo se iba oscureciendo como si un manto negro descendiera desde la bóveda de la sala hasta el mismísimo suelo. Florentino sin volver la cabeza se iba dando cuenta de este hecho ya que el pasadizo por el que caminaba se oscureció de golpe y porrazo.

Por fin llegó Florentino al lugar donde esperaban los padres de Rosana y allí sobre el pecho de Juana dejó caer Florentino, con mucho cuidado, el cuerpo dormido de Rosana.

Pedro se había quedado de piedra y era incapaz de articular palabra alguna mientras D. Serafín lloraba y se enjugaba las lágrimas en la manga de la camisa.

-Hija mí cuanto te quiero –llegó a decir Juana –mientras abrazaba y llenaba de besos la cabeza, cara, hombros y manos de Rosana.

-Mamá –se oyó en las profundidades de la cueva y todos juntos pararon en sus cometidos.

¿Qué hija? –Preguntó Pedro.

-Tengo mucho sueño y hambre –contestó Rosana.

Rosana se había despertado y mientras se frotaba los ojos miraba sin comprender a sus padres y al resto del grupo.

-Me perdí mamá mientras Chispa seguía a un conejo que entró en una cueva y una señora toda de blanco me cuidó y dio de comer –contaba Rosana.

-¿Y como era la Señora? -preguntó D. Serafín.

Muy guapa y me decía que no tuviera miedo, que me cuidaría hasta que llegarán mis padres –contestaba Rosana.

Florentino que permanecía callado, como si fuera una piedra, iba entendiendo lo que podía haber ocurrido y fue por eso que comenzó a contar con todo lujo de detalles lo iluminada que estaba la sala y como la luz se fue apagando a medida que él se alejaba del lugar donde había encontrado a Rosana durmiendo.

-Sin lugar a dudas que ha sido un milagro –Acertó a decir Manuel que era de todos los miembros del grupo el que había permanecido hasta el momento más callado.

-Vayamos saliendo –se atrevió a comentar D. Serafín mientras se daba la vuelta y se encaminaba hacia donde Sergio esperaba al grupo.

Todos juntos emprendieron el camino de salida y lo hicieron entre grandes señales de alegrías, gritos de alabanza a Dios y bienaventuranzas interiores, por parte de Juana y Pedro, hacia Durillas.

Ya fuera de la cueva Sergio, que había oído las exclamaciones que procedían del interior de la gruta, se encontraba ya encima del carro y dispuesto a salir a la ligera camino de Pinarejo. Cuando todos se llegaron a encontrar bien acomodados encima del carruaje, Sergio alzó la voz y la mula, como si fue sabedora de que iba el asunto, en medio de un relinchó que se tuvo que oír hasta en el cercano pueblo de Santa María, comenzó a moverse.

Ya en la recta que enfilaba hacia las primeras casas del pueblo y dejado atrás el pozo del camino del Charcón, Don Serafín dijo:

-Llamaremos a este camino de Santa Ana.

-¿Por qué pregunto Sergio?

- Muy fácil –replicó D. Serafín – Ana en hebreo significa Hennah que quiere decir gracia y de verdad tengo que decir que ha sido una gran gracia el encontrar a Rosana sana y viva y de lo que habéis visto y oído callar todos amigos no sea el caso que nos tomen por locos. Solo Juana y Pedro sabían lo de Durillas y de por vida guardaron el secreto, hasta, he aquí, que tuvo que venir alguien, en este caso un servidor, a esclarecer los hechos. Que si hubo milagro, lo hubo. Que si Durillas existió, existió. Que si el camino se llama de Santa Ana, se llama. Que si existe la cueva, existe y de todo lo demás piensen ustedes lo que quieran pues la verdad sea dicha la vida es una fábula y de una fábula trataba este asunto. ¡Allí dentro de la cueva del Motejón está la contestación a los interrogantes que ustedes se están haciendo en estos momentos!

Autor: José Vicente Navarro Rubio
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