martes, 7 de agosto de 2012

PABLO SUERO Y SU LEVANTA EL PUÑO




  

 

Acerca de un libro que estoy leyendo de Ian Gibson titulado "Cuatro poetas en guerra: A. Machado, J.R. Jimenez, F.G. Lorca y Miguel Hernandez, os dejo con un personaje interesante. Sus libros son muy difíciles de conseguir aunque algunos de ellos como "España levanta el puño" se ha reeditado. Hablo de Pablo Suera. Otros libros que recomiendo son el de Andres Trapiello: Las letras y las armas y el de Marinello y Guillén: Hombres de la España Leal
                        Ian Gibson




ALFONSO LÓPEZ ALFONSO Pablo Marcelino Suero nació en Gijón el 4 de marzo de 1898 y quizá por hacerlo en año tan señalado, de pérdida de colonias ultramarinas, el destino estaba esperándole al otro lado del océano. Cuando era un niño de corta edad, su familia emigra a la Argentina, donde muy pronto dejará ver Pablo su vocación literaria. Con 16 años tiene el alma hinchada de tanto Rubén Darío, pero para poder llevarse el pan a la boca ingresa en la redacción del periódico porteño «Crítica». Su labor como periodista será amplia y su prestigio no pequeño, colaborando con el tiempo en los diarios más importantes de Buenos Aires y Montevideo: «El Nacional», «Última Hora», «La Manaña» y «El Telégrafo» entre ellos; y en las más prestigiosas revistas, como «Caras y Caretas», «Mundo Argentino» o «Comedia». Pablo Suero, como Enrique Gómez Carrillo, fue uno de esos periodistas de raza que vivían con pasión lo que hacían, tenían los zapatos gastados de andar por el mundo, la muñeca suelta y resuelta a facilitar frases con garbo y solían imitar un poco esas poses decadentes que venían de París. Inteligentes, mundanos y a veces un tanto frívolos sabían ganarse la atención de los lectores. Pero, al mismo tiempo que se convertía en un gran periodista, Pablo Suero aspiraba también a ser coronado con laurel en el olimpo de la literatura. 

Lo dice el proverbio estoico: si quieres suprimir el temor, suprime la esperanza. Claro que este autor no era un estoico y por eso en 1920 publica «Los cilicios», un libro de versos de estética modernista que ha notado el paso de la carcoma por sus páginas y hoy se nos vuelve polvo entre los dedos y nos deja un sabor demasiado empalagoso a lirios en el oído. A los 22 años se le nota cierto hastío, cierta pose que tiene tanto de fingimiento a la galería de los tiempos que corrían como de auténtica premonición del fracaso como escritor de altos vuelos. «Obsesión», se titula uno de los poemas, y comienza: «Me obsede un deseo arcano y brumoso,/ un vago y punzante anhelo, Señor,/ de ser más que carne doliente y aciaga;/ quisiera ser rayo, ser nube, ser sol?»; y en «Displicente» apunta: «Pues que nunca hube ganado,/ no llevo nada perdido;/ mi único bien aquí ha sido/ un cruel dolor obstinado». No fue un gran poeta, pero su poesía puede alumbrar una existencia de la que no nos sobran las noticias, como nos parece que hace la desgarrada composición «Balada del amigo inquieto»: «Y nunca hiciste mal sino de boca,/ sólo con la palabra heriste al hombre;/ en cambio ellos con qué furia loca/ te hicieron daño con crueldad sin nombre? // Nunca harás nada, pobre amigo mío;/ deja la pluma, deja, nunca escribas./ Ya te lo dije, desbordado río,/ nunca harás nada por mucho que vivas». 

En las páginas publicitarias de «Los cilicios» ya se anuncian otras seis obras del autor en preparación: tres piezas de teatro, dos libros de poemas y una guía emotiva de Buenos Aires; en los libros siguientes la lista aumentará sustancialmente, pero algunas de estas obras nunca llegarían a publicarse, quedarían perdidas entre las páginas de los periódicos o en algún lugar recóndito de la imaginación del autor. Por estos años veinte también escribió letras de tangos como «¿Se acuerdan, muchachos?», en colaboración con Enrique Delfino y que Carlos Gardel grabó en 1924. Desempeñó un gran papel como crítico teatral y como director de algunos de los elencos más importantes de Buenos Aires, lo que le llevó a conocer a mucha gente de primera fila. A la vez escribía teatro -muchas veces en colaboración-y guiones para la radio. Se codeó con tal número de celebridades en América y Europa, en Buenos Aires, Montevideo, Madrid o París, que no se entiende demasiado bien el desconocimiento que de él tenemos. Una tarde, en una calle de París, se tropezó con un viejecito que llevaba en su pecho la deslumbrante Medalla de Honor del ejército francés, aquel viejecito extremadamente delgado y decaído había estado en la Isla del Diablo y no era otro que Dreyfus, muchos años después de que su «affaire» hubiera conmocionado al mundo a partir del «J'acusse» de Émile Zola y puesto a Francia al borde de la guerra civil. Suero entrevistó a Pirandello, a Georges de Bouhelier, a Georges Duhamel, a Stefan Zweig, a Vicente Huidobro, a Ramón Novarro, a Colette y a un larguísimo etcétera. Como él escribió alguna vez, era un hombrecillo muy bien relacionado. A finales de 1936 contrataría para su compañía a una joven actriz que el mundo conocería más tarde como Eva Perón. Y ya nos advertía en su libro «Figuras contemporáneas» que esos personajes no se arriman a uno porque sí, hay que buscarlos, y allí les tiraba una coz a sus enemigos al confesar que buscaba celebridades «porque los prefiero a ellos que a vosotros, tan tristes, tan aburridos, tan vacíos de todo y tan llenos de vanidad y de crueldad». Fracasó en sus pretensiones literarias, pero se hizo un hueco como periodista de altos vuelos cuya viveza todavía puede disfrutar el lector actual en libros como «España levanta el puño» o «Figuras contemporáneas». 

Si en París y Buenos Aires conoció a una parte importante de la intelectualidad mundial, en España, durante su viaje para cubrir las elecciones de febrero de 1936 para el periódico porteño «Noticias Gráficas» -del que saldría el libro «España levanta el puño», recientemente reeditado- conoce literalmente a todo el que es alguien. Todos los políticos importantes del momento, desde Azaña a Gil Robles pasando por Calvo Sotelo, José Antonio Primo de Rivera, Dolores Ibárruri, Largo Caballero o Indalecio Prieto, están en estas páginas. Algunos ensalzados, como Azaña o Largo Caballero, otros tratados con algo más de sorna, como el señorito Primo de Rivera, a cuya entrevista Suero lleva para fotografiarlo a un joven comunista y mientras esperan en el hall de la casa de la calle Serrano roba un par de fotografías de un álbum familiar; o el nervioso Gil Robles, que, temeroso de perder las elecciones, apenas lo recibe unos minutos en plena campaña, para la que derrocha todo el dinero que generosamente le cede la Iglesia movilizando los «mass-media» de la época al más puro estilo fascista. Qué decir de los literatos... aquí están desde Jacinto Benavente y Carlos Arniches hasta jóvenes como García Lorca y Alejandro Casona, pasando por Pío Baroja, los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Rafael Alberti y José Bergamín. Y también los hoy más olvidados Eduardo Zamacois, Antonio de Hoyos y Vinent, Jacinto Grau o Paulino Masip. 

En 1940 publica «Agonía de un mundo», un nuevo libro de versos no más brillante que «Los cilicios», pero tiene para nosotros el interés de abrirse con un puñado de poemas en los que evoca su lejana infancia asturiana. No debió pasar demasiado tiempo Pablo Suero en su tierra natal. Ni en «España levanta el puño» -por el que Ian Gibson lo descubrió y sobre el que articuló su libro «Cuatro poetas en guerra», donde retrataba a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández tomando como eje narrativo el libro de Suero, pues los había entrevistado a todos excepto a Miguel Hernández- recoge su experiencia infantil, ni en la primera parte de este libro, titulada «Estampas españolas», menciona Asturias -mientras sí habla de su llegada a Canarias, de Málaga, Cádiz, de los cafés de Madrid o de los barrios de Barcelona- ni alude, que recordemos, al hecho de ser asturiano a pesar de que a lo largo de estas páginas aparece en varias ocasiones el Octubre de 1934. Sin embargo, en «Agonía de un mundo», publicado tres años más tarde, sí hay referencias explícitas a su infancia asturiana a través de alguna estampa y varios retratos de parientes casi olvidados por la distancia. Entre los poemas que dedica a sus familiares -el tío Ramón, el tío Pepe, el tío Eduardo, el tío Florentino, las tías solteras?- tiene especial gancho el dedicado a uno de sus abuelos, que «fue marino y a ratos periodista de brega, liberal, come frailes». Suero salió muy joven de Asturias y no parecía conocer muy bien el mundo del que procedía. Su conocimiento probablemente provendría del escaso recuerdo y de los relatos familiares, quizá recuperados con cierto ahínco tras el viaje que emprendió a España a finales de 1935 y le llevó a escribir «España levanta el puño». 

El último libro que publicó Pablo Suero fue «Figuras contemporáneas», que apareció en Buenos Aires en 1943. En este libro se anuncian los dos siguientes tomos de la serie que iniciaba, puesto que en el primero sólo están una parte de las personalidades que fue conociendo y entrevistando en su larga trayectoria como periodista, pero no llegarían a publicarse esas continuaciones porque el autor falleció en accidente de tráfico el 3 de febrero de ese 1943, antes incluso de que el libro llegara a imprimirse. En este volumen la figura más allegada para nosotros es Federico García Lorca, amigo de Suero, con el que se hizo una foto en el barco que en 1933 trasladó a ambos desde Montevideo a Buenos Aires, cuando el poeta granadino estuvo allí para el estreno de su obra teatral «Bodas de sangre». Al contemplar al orondo Suero al lado de Lorca en la cubierta del barco entendemos su apodo en el mundillo artístico bonaerense: «El Gordo» o «El Sapo»; y nos lo imaginamos en la noche porteña, en mitad de alguna acalorada discusión, sacando a relucir la mala leche que parece que le caracterizaba, mientras su amigo Carlos Gardel intenta contener su violencia diciéndole: «Che, Gordo, tranquilo, tranquilo». 

Del blog Literaturas Noticias:El periodista argentino Pablo Suero desembarcó a finales de 1935 en la España febril que aguardaba entre soflamas y ansiedades las elecciones de febrero sin aceptar del todo que estaba también afilando los cuchillos del matadero. (Eso, por supuesto, lo vemos nosotros, profetas irrisorios que disponemos de aquel futuro para contemplarlo como contemplamos el destino inexorable de las malas novelas.) Durante los meses siguientes enviaría a su periódico una serie de crónicas donde dibujaba con esmerada prosa el aire de las calles, el humo de los cafés y, por encima de todo, el agridulce sabor de las palabras. Aunque ya entonces silbaban algunas balas, las palabras eran aún la materia prima de casi todos los estragos: hoy, setenta años después y con aquel futuro a nuestras espaldas, estremece oírlas en arengas, grandilocuencias o necedades, pero también conmueven como dardos melancólicos cuando tejen bromas, chascarrillos, habladurías, envidias o pequeños rencores ahora oxidados.

Suero conversó, y en muchos casos fraternizó, con la crema política e intelectual madrileña de la época, dio cumplida cuenta de sus conversaciones en los artículos que mandaba a Buenos Aires y, cuando terminaba el año, recopiló esos textos en un volumen cuyo título pregonaba a los cuatro vientos la postura del autor frente a la contienda ya iniciada. Para esas fechas, varios de sus interlocutores o actores secundarios habían sido baleados por la justicia reinante: el elocuente y vigoroso Calvo Sotelo, a quien vemos impartiendo doctrina a punto de convertirse en protomártir, el siempre cordial y fogoso José Antonio, el ocurrente Muñoz Seca, el engolado Maeztu y García Lorca, el gran cautivador cuyo fusilamiento se resiste a aceptar su amigo argentino al final de estas páginas. Otros morirán algo más tarde en la cárcel (Hoyos y Vinent, Miguel Hernández) o el exilio (Antonio Machado, Azaña, Juan Ramón Jiménez, Prieto, Largo Caballero, Jiménez de Asúa…); unos cuantos se afiliarán con resignación o entusiasmo a la España franquista (Gómez de la Serna, Benavente, Manuel Machado, Marquina, Baroja…); y unos pocos regresarán del destierro con las manos abiertas como Alberti o con el puño retórico todavía cerrado dentro del bolsillo.

Lo dicho entonces constituye, pues, la materia prima de este libro. Su materia oscura es el abismo que muchas de esas palabras excavaban y por el que todas se precipitaron.

Pablo Suero, (Gijón, 1898-Buenos Aires, 1943) emigró siendo niño a la Argentina, país donde alcanzó bastante notoriedad como reportero, traductor, dramaturgo y director de escena, aunque hoy es sobre todo recordado como letrista de varios tangos llevados a la fama por Carlos Gardel. En diciembre de 1936 (justo cuando preparaba la edición de España levanta el puño) contrató para su compañía a una jovencísima actriz que pocos años después se llamaría Eva Perón. Suero conoció a Lorca durante la visita de éste a Buenos Aires (1933-34), y a finales del 35 viajó a España para escribir las crónicas recogidas en este libro.




Marinello y Guillén: Hombres de la España Leal


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