En el andar por la ciudad uno descubre
la soledad del ser humano
y lo hace en ese gesto desesperado
de un individuo que se acacha
para recoger una colilla del suelo
como si fueran los restos desaliñados
de un tesoro encantado
que un encantador sobre el lugar ha dejado.
Un hombre que camina
colocando sobre el mismo lugar
todos los días del año
los mismos pasos
y otro que grita como si el mundo lo hubiera matado
todo porque alguien en la calle se le ha cruzado
sin mirar a ambos lados.
La ciudad muerde
en la yugular
de los desamparados
y su cobijo son
los portales de los bancos,
los puentes solitarios
y los jardines,
estos últimos en el verano.
Pasa junto a mí
un ser extraño,
lo digo porque vive
con sus casa a cuestas
como si fuera un ermitaño
y todos los días del año
a la misma hora
como si saliera
de ultratumba
lo veo cruzando
una avenida con árboles,
con tordos para llenar más de un saco
y coches aparcados que parecen
sacados de un gallinero
por lo mucho de cernicalas
que sobre su chapa relucen de blanco.
La ciudad me llena en un domingo cercano
a esa fiesta de Navidad
tan celebrada por los cristianos
por sus comidas, belenes y fiestas de final de año.
Bienvenidos a la ciudad
enamorados, desesperados, labradores, parados, enfermos y sanos
pues en ella echamos raíces
y en ella a poco que excavamos
vemos como sus grandes cimientos
se van deteriorando
cayendo sobre sus habitantes
los cascotes de un tejado
que dan pie a un mundo más radicalizado.
Autor: José Vte. Navarro Rubio
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