Era un día sin orígenes ni fecha concreta
de esos que se rompen
porque no hacen olor a otra cosa que no sea
cansancio, hastío y esperas largas,
de horas dormidas e incesantes
golpeando mi cerebro y mi cabeza.
Venia a ser en la era de las melancolías
un día de crepúsculos cenicientos
adornando un marco que encierra
a hombres y mujeres sobre la tierra
vagando sin destino y sin maletas
por una larga carretera
en cuyas cunetas
se alzan tumbas de una guerra
sin que nadie sepa
quien yace dentro,
cual será su historia,
por qué una mano negra
le descerrajo un tiro,
por qué las amapolas
en esos lugares se hielan,
por qué en ese cuadro que encierra
un mundo tan concreto
que vuela sobre mi cabeza
hay brochazos de pinturas crudas
que huelen a vinagre mezclado con sangre
de calvarios sin cruces ni Cristos
que les vengan a socorrer
en las noches de las animas
en que las carreteras
se llenan de coches fantasmas
a cuyo volantes llevan
a hombres y mujeres que murieron
en una ya lejana época
con las órbitas de los ojos llenas de arenas
los puños cerrados
en señal de que la muerte no fue serena
y el alma dando vueltas
entre campos baldíos
donde pastan vacas y ovejas,
caseríos desiertos
con pintadas en las paredes y puertas
y cielos de negro cubiertos a la espera
de que venga
un Dios de los Incas o de los Mayas
o de los hombres de las cavernas
a lanzar un suspiro sobre la tierra muerta
que los despierte,
aunque solo sea
para que puedan viajar a sus casas
y ver con infinita fe ciega
lo que dejaron en un rincón, cajón, poyo o alacena
el día que se marcharon
para no volver jamás ya a ser parte viva de la tierra.
Autor: José Vte. Navarro Rubio
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