miércoles, 9 de enero de 2013

POESÍA: DE AQUELLOS DÍAS DEL AÑO 1961

Veo en un rincón unos ojos llenos de vida
y vacíos de todo lo que no sea explorar el pequeño mundo que hay delante de uno,
son mis ojos,
los de un niño,
allá por el año 1961,
en un pueblo, Pinarejo, perdido
en La Mancha Conquense
al lado  de donde murió Jorge Manrique,
desacertadamente, a lo mucho.

Se comen los ojos de los días los silencios,
de las palabras sus contenidos
y de lo demás lo que pueden dependiendo del lugar o del sitio.

Son ojos nacidos
para explorar el mundo
y ver por uno mismo
lo que otros te pueden contar y no es igual ni en su forma ni en su contenido.

Eran días de partidas
en aquel pueblo mío
que daba para comer
y a poco que se quisiera algo más, poco había de donde echar mano ¿a qué? ¿cómo?
 ¿....?

No fue fácil contemplar
con aquellos ojos de niño
como se me cerraba aquel mundo
pequeño, pero grande en contenido.

Recuerdo viajando a lomos de un burro:

Los primeros días de clase,
arrastrando un tarugo
hasta allí donde  Doña Pía
nos enseñaba con arte y gusto
y las chicas preparaban una leche en polvo que los yanquis daban al Generalísimo
a cambio de bases militares y de que España fuera como el Corazón del Rey Arturo,
paladina en la lucha contra el Comunismo.¡Que absurdo!

Los días de nieve abriendo camino
con palas a los hombros
los mayores y más chicos,
para hacer transitables las calles
que no llevaban a ningún sitio,
que no fuera la escuela, el casino, la iglesia, el campo abierto en abanico
y la casa de algún familiar
donde tostar, dime y te digo, palabras junto al fuego siempre divino
de unas chimeneas que en invierno olían a jamón, cordero, morcillas y chorizos y llantos
en casas de pobres de solemnidad que se quitaban el frío a golpes de exclamaciones,
sin hacer mucho ruido, por eso del dicho.

En aquella calle de Las Cruces, nací yo,
casi en un portal,
junto a mulas, gallinas, conejos y algún cerdo
de gruñido seco
pidiendo su ración de rancho multiuso
y sin ser Cristo, ni niño Jesús, por mi calle pasaba un Viacrucis
que llevaba casi a un monte del olvido,
junto a la carretera de Pinarejo al Castillo
o a Santa María del Campo Rus ¡buen pueblo y excelente  su quesos y vino!

En aquel pueblo eche los dientes
y perdí de leche alguno
y de aquellos recuerdos que me vienen como fogonazos de sales con mercurio,
un día se me apagó el mundo
cuando ya en la cama escuché
como mis padres planificaban salir del pueblo para ver mundo
en la gran ciudad
junto a altos edificios,
riadas de coches tocando el claxon
y montañas de obligaciones
que nada tenían que ver
con aquello para lo que yo vine en pico de cigüeña hasta el corazón de la Mancha
y de esos espacios transitados por Don Quijote en sus viajes cervantinos.

No fue fácil contemplar el pueblo en la lejanía,
no parecía el mismo,
¡tan blanco'
¡tan lleno de vidas en sus cocinas, cámaras, bodegas, cuadras, corrales, plaza y casinos!
Ni fue fácil coger el tren camino de un destino nada claro
pero muy meditado en su momento oportuno.

De la chimenea de mi casa  ya no volvería a salir humo
ni aquella puerta cerrada a cal y canto volvería a abrirse para enseñarme sus interiores oscuros.
Todo cayó en aquella mañana mientras un tren enfilaba rumbo de la ciudad de Valencia,
la del Cid, la de las fallas, la de un río, que ya había hecho de las suyas, el muy vengativo.
Todo quedó encerrado bajo llave: fotografías, escrituras y letras no de amigos
en una caja de galletas María que yo me miraba con ojos de incrédulo
mientras pensaba en su contenido.

Autor: José Vte. Navarro Rubio


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