Paseé y vi las Casas Colgadas
de Cuenca y de su roca
desde los días en que los hombres sintiéndose águilas
dijeron de vivir allí arriba
de la piedra escarpada
con no más agua y comida
que la poca que guardaban en sus alacenas escondidas.
En la roca, alma dura,
sin nada más que palabras en sus agujeros perdidas
y rumores a aguas
que desde la hoz suben sin prisas
pasaban los días y los siglos
y aunque el paisaje cambiaba y aunque las nieves no siempre acudían
en las Casas Colgadas de una Cuenca
a vientos barrida y soles comida
los hombres se sentían aves de alas extendidas.
En la Cuenca de las Casas Colgadas
con no más sinfonía
que viejas letanías y palabras del clero dichas en misa
se encendían las chimeneas
y arrojaban al cielo abierto
en los días de claridad diurna
sus arrogantes humos anunciando fumatas furtivas
en los alejados lugares de las casas bendecidas
donde las chimeneas se convertían
en fogones improvisados con potajes de judías
u hornos de brasas encendidas
donde los embutidos tomaban sabores que de su cuerpo les salían.
Por calles de piedras tan pulidas
que resbalan los calzados
cuando se pisan,
por aceras estrechas
y paseos de contadas maravillas,
miras, lees, ves y divisas
como el día se come los interrogantes,
como la noche te anima
a escanciar en la boca vino de uvas furtivas
y como en la cama tapado hasta la barbilla
las bombillas se duermen mientras acechan tu vida.
En Cuenca la inquisición,
en Cuenca la administrativa
los papeles y las rodillas
y de vez en cuando un barbero del Quijote, Picasso o Sevilla,
con navaja, escudilla y brocha impregnada de blanca espuma
se asoma por una ventana y te invita
a que te relajes y pongas
aunque solo sea una vez en tu vida
como se ponía Don Quijote cuando un tal Maese Nicolás
le mesaba la barba y de él se reía.
Autor: José Vte. Navarro Rubio
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