Larga esquina de verano
Alguien me odió ante el sol al que mi madre me arrojó. Necesito estar
a oscuras, necesito regresar al hombre. No quiero que me toque la
muchacha, ni el rufián, ni el ojo del poder, ni la ciencia del mundo.
No quiero ser tocado por los sueños.
El enano que es mi ángel de la guarda sube bamboleándose los pocos
peldaños de madera ametrallados por los soles; y sobre el pasamano
de coronas de espinas, la piedra de su anillo es un cruzado que trepa
somnoliento una colina: burdeles vacíos y pequeños, panaderías abiertas pero
muy pequeñas, teatros pequeños pero cerrados -y más arriba ojos de catacumbas,
lejanas miradas de catacumbas tras oscuras pestañas a flor de tierra.
Un tiburón se pudre a veinte metros. Un tiburón pequeño -una bala
con tajos, un acordeón abierto- se pudre y me acompaña. Un
tiburón -un criquet en silencio en el suelo de tierra, junto a un
tambor de agua, en una gomería a muchos metros de la ruta- se pudre
a veinte metros del sol en mi cabeza: El sol como las puertas, con
dos hombres blanquísimos, de un colegio militar en un desierto; un
colegio militar que no es más que un desierto en un lugar adentro
de esta playa de la que huye el futuro. (1984)
Larga esquina de verano
¿Nunca morirá la sensación de que el demonio puede servirse de los
cielos, y de las nubes y las aves, para observarme las entrañas?
Amigos muertos que caminan en las tardes grises hacia frontones de
pelota solitarios: El rufián que me mira sonríe como si yo
pudiera desearla todavía.
Se nubla y se desnubla. Me hundo en mi carne; me hundo en la iglesia
de desagüe a cielo abierto en la que creo. Espero la resurrección
-espero su estallido contra mis enemigos- en este cuerpo,
en este día, en esta playa. Nada puede impedir que en su Pierna me azoten
como cota de malla -y sin ninguna Historia ardan en mí-
las cabezas de fósforos de todo el Tiempo.
Tengo las toses de los viejos fusiles de un Tiro Federal en los ojos. Mi
vida es un desierto entre dos guerras. Necesito estar a oscuras.
Necesito dormir, pero el sol me despierta. El sol, a través de mis
párpados, como alas de gaviotas que echan cal sobre mi vida;
el sol como una zona que me había olvidado; el sol como un golpe
de espuma en mis confines; el sol como dos jóvenes vigías en una
tempestad de luz que se ha tragado al mar, a las velas y al cielo.
(1984)
Larga esquina de verano
La boca abierta al viento que se lleva a las moscas, el tiburón se
pudre a veinte metros. El tiburón se desvanece, flota sobre el último
asiento de la playa -del ómnibus que asciende con las ratas
mareadas y con frío y comienza a partirse por la mitad y a desprenderse
del limpiaparabrisas, que en los ojos del mar era su lluvia.
Me acostumbré a verlas llegar con las nubes para cambiar mi vida.
Me acostumbré a extrañarlas bajo el cielo: calladas, sin equipaje,
con un cepillo de dientes entre sus manos. Me acostumbré a sus
vientres sin esposo, embarazadas jóvenes que odian la arena que
me cubre. (1984)
(...)
Tu Rostro
Tu Rostro como sangre muy oscura en un plato de tropa, entre cocinas
frías y bajo un sol de nieve; Tu Rostro como una conversación
entre colmenas con vértigo en la llanura del verano; Tu Rostro
como sombra verde y negra con balidos muy cerca de mi aliento
y mi revólver; Tu Rostro como sombra verde y negra que desciende
al galope, cada tarde, desde una pampa a dos mil metros sobre el nivel
del mar; Tu Rostro como arroyos de violetas cayendo lentamente
desde gallos de riña; Tu Rostro como arroyos de violetas
que empapan de vitrales a un hospital sobre un barranco. (1985)
La fuerza del nadador
Fuente: http://www.letralia.com/171/articulo02.htm
Hacia enero de 2004, tras haber editado en 1997 y en 2001 Crawl y Hospital Británico, Ediciones del Dock publicó finalmente las Obras completas
de Héctor Viel Temperley. Este acontecimiento equivale a abordarlo como
uno de los tantos y auténticos descubrimientos literarios que el
destino nos tenía deparados. La obra de Héctor Viel Temperley es un
clásico, aunque un clásico raro. Como los casos del mejicano Carlos
Torri, del uruguayo Felisberto Hernández, del alemán Gottrieb Benn (tan
influyente durante y después de la Segunda Guerra), este suceso
reciente es prometedor para los amantes de la buena literatura.
Compuesto por 9 libros que datan entre 1956 y 1987, la obra del
poeta es representante de una literatura excelsa. El lector al toparse
con las Obras de Temperley suele sentir un dejo de
agradecimiento. No puede apartarse de la sensación que advierte quien
prologa dicho libro, Tamara Kamenszain: “Un ángel acompaña la obra
poética de Héctor Viel Temperley”. Por otra parte es difícil cuidar que
el señor Temperley fue un caso prematuro en la literatura argentina:
su primer poema fue escrito a los 18 años: “Volteadas por el viento
/ mis botas caen al fin. Y arrodillado / abrazo más que viento. /
Abrazo al ángel que hice con mis manos” (de El ángel de las botas, 1951).
Sus versos guardan la frescura de la arena y del mar. Insinúan
esas imágenes en que el agua, el sol y el airoso cielo azul de algún
verano, siempre o casi siempre están. Los libros reunidos en sus Obras completas
nos remiten en su mayoría más a imágenes/vivencias así de placenteras y
profundas, que a otros libros de los muchos que seguramente el poeta
puede haberse servido.
Porque en su obra están constantemente el agua, el fuego, el aire y
la tierra, los cuatro elementos (y más que nada el agua), es como que
constituyen sus escritos, de modo que parece una obra que va hacia sí
misma. Es eso lo que hace parecer que los versos de Temperley tengan
eso tan cristalino que uno quiere volver a revivir: “Y recuerda los
días cuando el cielo / rodaba hasta los ríos como un viento / y hacia
el agua tan azul que el hombre / entraba en ella y respiraba. Soy el
hombre que nada hasta los cielos / con sus largas miradas”.
Él, por decirlo de alguna manera, fue muchos otros poetas: en el
poema “El nadador” cita por ejemplo a Marcos, 5: “Mi nombre es Legión,
porque somos muchos”. Es la religiosidad surrealista como él mismo la
llamaba, en la que siempre se privilegia el agua tal como lo hizo el
uruguayo Felisberto Hernández en un cuento llamado “La casa inundada” en
que decía que “hay que cultivar los recuerdos en el agua, que el agua
elabora lo que en ella se refleja”. El agua como principal elemento en
la literatura rioplatense. Pero el surrealismo religioso pregonado por
Héctor Viel Temperley se daría recién en sus dos últimos libros, Crawl (1982) y Hospital Británico (1986) en donde más lo explicitó y desarrolló.
Hay líneas encantadoramente oníricas y extrañas, desplegadas en estos dos libros:
“Vengo de comulgar y estoy en éxtasis / junto al hombro del kavanagh y de cara a la escuela de náutica / y al plátano, / hacedores de fuego que me impiden flotar con éste entre esos pocos hombres / que allí —solos y lejos con la punta del espigón desierto—, / mecidos como sábanas” (“El espigón más largo, el aviso y el crawl”).
En donde se hilvanan los recuerdos de una inundación y una competencia de natación. Crawl, al cual pertenecen aquellos versos, Temperley lo escribió en alabanza a Nuestro Señor Jesucristo (vida del autor).
En el último año de su vida escribe Hospital Británico. Hospital Británico
es una pequeña y gran obra en donde Temperley más experimentó su más
dotado manejo de la palabra. Y en donde se plantea por vez primera una
poesía en prosa, en una situación completamente intemporal, entre la
vida y la muerte, la muerte y la fe, concatenadas en frases que nos
hacen pensar primero en el cielo y luego en el infierno, o dondequiera
que él esté. Aquí el dolor es sin embargo lo que se vivencia, en la
forma más pura y explícita de la palabra. Hospital Británico es
tal como dijo Juan José Saer sobre la poesía: “La gran poesía es de
una elección del dolor, una disciplina de la extrañeza que lo borra
todo”. Por ejemplo: “Mi madre vino al cielo a visitarme” y después: “Para
el recluso el Pabellón del Infierno Rosetto es también la paz, pero
una paz alcanzada por la conciencia trágica de la condición humana”.
Al parecer en ese año, Temperley estuvo internado allí, justamente
en el Hospital Británico, por una intervención debido a un tumor
cerebral.
No se sabe, no se puede llegar a saber dónde precisamente está el
narrador en este libro, si en un delirio o en Buenos Aires, como diría
algún amigo suyo. “Mi vida es un desierto entre dos guerras.
Necesito estar a oscuras. Necesito dormir pero el sol me despierta. El
sol, a través de mis párpados, como alas de gaviotas que echan cal
sobre mi vida; el sol como una zona que me había olvidado”.
Héctor Viel Temperley nació y falleció en Buenos Aires entre 1923 y 1987. Sus libros editados en vida fueron: Poemas de caballos, 1951; El nadador, 1967; Humanae Vita mía, 1969; Plaza Batallón 40, 1971; Febrero 72-Febrero 73, 1973; Carta de marear, 1976; Legión Extranjera, 1978; Crawl, 1982, y Hospital Británico, 1986.
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