miércoles, 8 de enero de 2014

PEREGRINACIÓN DEL MUNDO DE PEDRO CUBERO SEBASTIAN



PRÓLOGO
Viajar es una permanente ilusión del ser humano que se realiza de maneras harto distintas porque no todos disponemos de las mismas posibilidades ni del mismo temperamento. Víctor Hugo contestaba a un amigo de París (que podía ser cualquier lector) reprochándole que fuera tan impaciente para pedirle a él, que acababa de abandonar la capital, que le contara sus impresiones sobre el viaje que solo estaba iniciando, pero no le recriminaba por no acompañarle, sino que le reconocía, casi con envidia, como a alguien que jamás viajaba más que con el espíritu, "yendo de libro en libro, de pensamiento en pensamiento y nunca de país en país" y pasando "todos los veranos a la sombra de los mismos árboles y todos los inviernos al amor de la misma lumbre".
Es justo, ciertamente, reconocer que hay más de una especie de viajeros y que cada uno debe aceptar la suya. Pecaría de superficial quien supusiera que haya rangos inmodificables entre los que viajan desplazándose materialmente y los que lo hacen con el cuerpo quieto y la imaginación volando, algo, por cierto, que permite estar en sitios alejadísimos los unos de los otros, con sólo instantes de diferencia y prescindiendo de la burocracia de los pasajes y no digamos de las maletas.
Tampoco cabe desconocer que, a veces, el viajero no es más que un turista capaz de sacrificarse subiendo al Partenón con un calor asfixiante y nimbado de moscas mediterráneas, como reconocía Foxá que había hecho él, solamente para decirlo luego en su tertulia madrileña de la Granja de Henar. Para conocer detalladamente el promontorio de Buena Esperanza, la Ciudad de El Cabo y sus alrededores, explicaba Chamisso, el interesado puede elegir entre diversos libros de viajes, porque a él le parecía superfluo repetir lo que otros ya habían escrito.
Esto revela otra subdivisión; no sólo tenemos que distinguir entre viajeros de espíritu y viajeros de tren y mochila: dentro de cada una de esas categorías existen muchísimas otras, y puestos a filosofar un poco, todas manifiestan que de una manera o de otra, de cualquier forma que viajemos, lo que hacemos es buscarnos (aunque sea en los otros) y que somos nosotros mismos el punto de partida y la estación de destino. Otra cosa es que consigamos encontrarnos.
Por eso, a aquella pregunta que Pessoa se hizo (¿qué es viajar y para qué sirve viajar si cualquier ocaso es el ocaso sin que sea menester ir a verlo a Constantinopla?), muchos contestan asintiendo y otros, los menos, desde luego, piensan que Constantinopla sólo se conoce yendo a verla y palpándola. Y como nadie puede saber lo que buscan los demás, salvo cada uno y sólo para sí, todos "sueñan lo que son aunque ninguno lo entiende", o sea, todos tienen razón en su modo de viajar aunque no sepan explicarlo y aunque esa razón no supere los linderos de la propia sensibilidad y vocación
El primer hombre que alcanzó la luna (Julio Verne, naturalmente) confiesa en su último libro que había atravesado el Atlántico (en realidad sólo fue. si fue, algo más allá del Canal de la Mancha), bordeando Francia y las Islas Británicas y que había presentido Liverpool, entrevisto Edimburgo, vislumbrado Glasgow, adivinado Stirling, barruntado Londres, tocado montañas y costeado lagos, «imaginando más que conociendo», nuevas usanzas, diferencias geográficas, extrañas costumbres, diversidades entre naciones... o sea, que lo había rozado todo pero, a decir verdad, confesaba: ¡no había visto nadal. Salvo la luna, claro, donde estuvo sin haberla pisado jamás y me temo que cosa parecida le ocurrió con toda esa geografía anglofrancesa a la que alude.
En todos los viajes y aunque parezca un contrasentido, es más importante la quietud que el movimiento, y que sean las cosas las que se nos presenten, para no dejar de ser nosotros los señores de todas ellas, capaces de verlas y entenderlas si la voluntad así lo demanda, y si no, de imaginarlas y entenderlas sin tocarlas ni haberlas visto más que con los infinitos ojos de la imaginación. Ya se sabe que Shakespeare nunca estuvo en Venecia y, sin embargo y a juzgar por su obra, nadie puede asegurar solemnemente que no la conociera.
El viaje, cualquier viaje, puede ser cosa de lo sentidos o de la imaginación; puede no ser o ser un desplazamiento temporal, y esto no ocurre sólo porque el célebre físico cósmico Hawking haya rectificado sus teorías para admitir ahora que es posible efectuar viajes no sólo por el cosmos, sino por el tiempo si se logra alcanzar una velocidad superior a la de la luz, sino porque la imaginación humana sigue siendo algo más que sus creaturas los robots, los ordenadores y las máquinas en general y puede lo que estas máquinas nunca podrán; una persona con la imaginación bien puesta, puede hablar, si quiere, con un troglodita, con Fernando II, con Servet o, en fin, con quien quiera, sin necesidad de procurarse un combustible capaz de hacerle correr más que la luz, que sería mucho correr.
Además, esos encuentros con la imaginación ocurren como uno desea porque para eso nos los preparamos ad hoc; ¿alguien supone lo que sería viajar al pasado y encontrar un mundo de calaveras y casacas raídas?, o ¿alguien piensa que nuestros huéspedes resucitarían reencarnados y acicalados para recibirnos cumpliendo la ley de la hospitalidad y volver luego a la paz de sus hogares definitivos?
Hubo, y apenas puede decirse que siga habiendo pero ¡los hay!, viajes que cambiaron el mundo, e inevitablemente viene a la cabeza el de Colón. porque el que atribuyen a Erik el Rojo, más por amolar que por precisión histórica alguna, no dejó huella. Si un día se constatase que dos siglos antes de 1492 un grupo de pescadores onubenses había llegado a Maracaibo, el resultado histórico no cambiaría y Colón y los suyos seguirían siendo los descubridores, porque de ellos partió, desde luego, la historia del Nuevo Mundo. Para los de aquí naturalmente, porque si hubieran sido los amerindios los que en 1942 nos descubrieran a nosotros, no por ello nuestra historia se iniciaría entonces.
No hay en eso de Colón chauvinismo alguno; nada tan aldeano como la diatriba sobre la patria de Colón, que solo tendría alguna importancia si él hubiera podido escoger el lugar de su nacimiento y si su empresa se hubiera impulsado desde ese sitio. Lo que importa es la obra a la que don Cristóbal contribuyó sabia y audazmente, con sus formidables conocimientos, con las informaciones que sagazmente se reservaba y con su ambición justa e indiscutible en el correspondiente mundo de enanos que enseguida fue poniéndole cerco, antes, durante y después del descubrimiento, hasta acabar con él, que ese suele ser el final para los que osan algo contra la inercia de la rutina y el conformismo de los mediocres.
Pero hubo otros muchos viajes (El Cano, Cook, Darwin, Scott, Byrd, etc.) sin contar con los astronáuticos, que son prácticamente contemporáneos, casi noticias y no historia todavía.
Y sin agotar repertorio alguno, también nos queda el viaje de Pedro Cubero, aragonés de El Frasno, nacido, por tanto, en el piedemonte de la sierra de Vicor que templa cerezas insuperables y espíritus como el de aquel hombre capaz de emprender el camino hacia el Extremo Oriente, sin ahorrarse etapas, para propagar la fe que le había hecho tomar los hábitos, previa despedida de la Virgen del Pilar. como es lógico.
No sería razonable que descubriese en el prólogo las claves de semejante aventura. Simplemente deseo destacar que de aquel viaje inmenso, Pedro Cubero escribió una larga y admirable crónica que José María Serrano ameniza y nos acerca, añadiéndole comentarios y datos extraídos mediante un benemérito (y benedictino) trabajo de lo que cabría llamar actualización de las noticias que Cubero nos fue dejando.
A José María Serrano le deslumbró la formidable aventura de su paisano, pero no contemporáneo, y decidió hacer algo para que se supiera más de un hombre como Pedro Cubero, el primero en dar la vuelta al mundo en dirección Oeste-Este, nos dice, «caminando siempre que le fue posible».
Cuando José María Serrano pidió que le prologara este libro (sin título que uno tenga y que me cualifique para hacerlo, cosa que por mi parte es más de agradecer) me escribió una carta explicándome, en resumen, la asombrosa peripecia vital de Pedro Cubero, que cuando tenía 25 años comenzó una dilatada peregrinación que duraría casi diez años. Partió de su tierra caminando, sin más equipaje que su báculo y su breviario, según él mismo confiesa. Atravesó los Pirineos en solitario; llegó a Versalles, donde se entrevistó con el Rey Luis XIV. Cruzó los Alpes; fue a Roma a solicitar y conseguir del Papa Clemente X el título de Predicador Apostólico; pasó de nuevo los Alpes por el Tirol; le recibió el Emperador Leopoldo I y obtuvo una carta de recomendación para el Rey de Polonia. Pasó a Turquía, a Transilvania y a Polonia: recorrió Persia, donde se entrevistó con el Gran Sofi. Llegó a Rusia y le recibió el Zar. Navegó por los ríos Moscova y Volga hasta alcanzar el Mar Caspio. Estuvo en Armenia, India, Ceilán y Malaca. Llegó a Filipinas; realizó una penosa navegación de siete meses desde Manila a Acapulco, y embarcándose finalmente en Veracruz, llegó a Cádiz en un estado precario de salud, debido a las muchas penalidades que padeció, pero con el ánimo en su sitio, que era hombre de ley.
Contando con el relato de Pedro Cubero, José María Serrano ha recreado la historia de aquel viaje. No es sencillo encontrar casos de dos coautores separados por cuatro siglos, pero este es uno de ellos. José María Serrano ha ido revisando los lugares y los protagonistas referidos por Pedro Cubero y confirmando casi punto por punto lo que éste relatara.
Me decía José María Serrano que acaso fuera un atrevimiento por su parte pedirme este prólogo. Nada de eso: el atrevimiento es mío al aceptar escribirlo. Pero ni su atrevimiento, bien meritorio, ni el mío que lo es escasamente, merecen penitencia porque ambos se perpetraron para dar un poco más de memoria a un aragonés prototípico: Pedro Cubero, de El Frasno.
  • Hipólito Gómez de las Roces

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