El volcán se despierta como si no pasara nada
y cuando lo hace ruge
y vierte cenizas y lava
sobre la vertiente de la montaña.
En ese sitio alejado de las miradas
y con la vista puesta
sobre la cúspide de una vieja montaña
se ve con vista de águila
como el cielo se cierra y como si fueran nubes blancas
formar un anillo que espanta.
En Pompeya nadie se recuerda ya de aquellos temblores que los más antiguos en el foro contaban
como si fueran vendedores de pescado
y la mercancía esperara a ser vendida en la panza de una barca.
Ruge y tiembla
y el pequeño mundo de una ciudad romana
se viene abajo para esos momentos en que la noche avanza
y en algunas casas las madres de quien en ellas yacen
velan y ofrecen rosas blancas a las estatuas
de los dioses lares que descansan en el hueco de una pared con estuco pintada.
La muerte reina por la ciudad caída en desgracia
y por las calles avanza sin zapatillas y descalza la lava
como si nada pasara y
volviera de vacaciones para comenzar una jornada de trabajo en un horno de asar carne de cabra.
El Vesubio vomita
los males de una enfermedad larga
que solo se cura
cuando la tierra tiembla y de su panza
salen ríos de sangre mezclados con melaza de piedras como proyectiles
que donde caen matan.
Noche de temores y mañana de carreras entre casas abandonadas
y jardines con estatuas de enamorados que momentos antes se amaban
en esa tierra con gentes tan dadas a expandir la gloria de sus legiones
por Europa y el Norte de África.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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