domingo, 24 de agosto de 2014

POESÍA: DESPUÉS DE UN PEQUEÑO PASEO POR CULLERA

Vengo de un paseo, más, en mis días en Cullera.
Vengo de un pequeño parque junto a un CONSUM,
ya cerca del Faro, en sus días pequeña Irlanda sometida al yugo de su malquerida madrastra,
para otros supuestos, Inglaterra, mal parida.
Allí hay una higuera de la cual como higos,
como esos pájaros que se acercan para dejar plasmado su pico sobre los higos más maduros,
que caen en su última delicia
antes morir de orgasmos que se repiten en ese equilibrio perfecto
de la arrogancia de un sexo que solo existe en la parte más profunda de la pulpa. 
Me entretengo observando
el paisaje roto con mucha avaricia por algunos que se llaman seres humanos
y solo tienen de ello
el nacimiento un día de una madre que los quiere y los quiso
y un pequeño libro de familia donde aparece el epíteto "hijo de" nacido "tal día".
La devastación es tan grande
que la montaña entre calores parece pedir ayuda, que yo oigo,
junto a una cañería de agua que por dentro lleva un óxido maldito, llamado olvido,
y un paredón parecido a  la gran muralla china, 
asilvestrado y dejado caer en la más completa melancolía
de quien les mira y trepando por la montaña, por una senda caritativa,
llega a esa punta de iceberg de materia extraña y doliente que se incrusta 
en la punta herida de un peñasco, 
antaño ladera profusa de arbustos y de una fauna protegida.
El parque no tiene más belleza que esa mirada oculta 
de quien observa la tranquilidad y pasividad con que que se puede armonizar todo en la vida.
No hay mayor desgracia que la rutina, 
lo metódico como estigma y el seguir la corriente de los ríos
que finalizan siendo cloacas máximas de las ciudades rituales, Roma incluida,
 en las que los seres humanos se refugian para huir de sus pesadillas: 
La muerte con sus angustias y la vida bipolar
que se adivina en el trato con las personas en sus diferentes esferas de la vida. 
Abandono el parque para cuando las sombras caen sobre el hocico de mi perro
que con una pata quiere quitarse esa angustia, 
el embrujo de lo desconocido que le causa apatía,
perdida del sueño y pequeños ronquidos, como música de flauta, 
que en las noches distraen al rey salvaje de toda una jungla.

Autor: José Vicente Navarro Rubio
  

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