martes, 28 de julio de 2015

POESÍA: JORGE MANRIQUE Y SU PINAREJO: HISTORIA DE UN ROMANCE

¿Qué le llevó al poeta
ya salvada la honra de su padre
el andar por aquellas tierras
robando bestiales
del Marqués de Villena,
Señor de aquellos lugares?

¿Qué necesidad tenía el poeta
de enfundarse
con coraza, maza, espada, escudo, mallas, cordajes,
y todo tipo de ropajes
propio de hombres incultos y de nobles hambrientos de sangre?

Le llevó a lo suyo
la misma  muerte
con la que él jugaba
desde mucho antes
de morir su padre,
sin saber él poeta
que en aquel día lamentable
en que pasaba
cerca del Castillo de Garci-Muñoz,
gallo él y arrogante,
esta le esperaba
con sus afilados dientes.

Es bien sabido 
que por por aquellos lugares
la vida se convierte
en duelos y quebrantos,
así está escrito
en El Quijote
para que se enteren
los no versados
en asuntos que tienen que ver
con el alma de los pueblos nobles
y la de sus vasallos, simples sirvientes.  

Bajó el poeta
por una cuesta a trote
cantando entre dientes
un verso que expresaba
lo que le ocurriría más tarde:
 ¡Oh, mundo! Pues que nos matas
Y lo hizo,
la noche siempre lleva
por donde ella quiere,
entre barbechos, lindes
y grandes temeridades
que ya se venían venir
por ambas partes.

Unas y otras huestes
querían mostrarse
tal y como los soldados lo hacen
en combate.
Los del Marqués de Villena
por sentir en su sangre
que su honor había quedado
mancillado aquella tarde  
de tantas correrías por tierras a su Marques leales
y los de Jorge Manrique,
a saber de Isabel,
sus huestes más estimables,
por considerarse mejores
en lo que tiene que ver con el noble arte
de la guerra, tal y como esta se entiende.

En la noche
casi a tientas
como caño
va a comenzar a brotar la sangre
del cuerpo de aquel hombre
tan estimable
que por servir a su reina
como solo la sirven los valientes
dejó posesiones
en la tierra
y amores
al igual que ya lo había hecho su padre.

Y la muerte ella
que de todo esto entiende,
y sabe más que nadie,
 se apodera,
sin grandes alardes,
de la luz que brilla
en los ojos de su amante
y entre besos y caricias
que duran un solo instante
se va pregonando
entre campos desiertos
y paisajes domados a su imagen
la muerte del hombre
que con ella se entretiene
cuando no luce yermos
ni ropajes de combate.

En la Nava,
aldea con su santo y torre
todos duermen,
ni los perros
ni los gatos saben
lo que en el Rincón ha pasado
hace un instante.
Ahora más cerca
ya se oyen
tal cual relámpagos  que rugen
entre sombras
y palabras resonantes
que hablan de la muerte
como si con ellos galopara velozmente.

Alondras en La Moraleja
en una ventana se entretienen
mientras por el Norte
de aquel territorio medio salvaje
se ven negros nubarrones
a lo cual las alondras desisten de sus clases de primoroso canto
para irse al nido de sus amores,
pues algo temen,
saben que en aquellos áridos paisajes
cuando el cielo se llena de duelo
es que muere alguien.

Se dice
así escrito está en alguna parte
que en la Plaza de Pinarejo
se armó un revuelo importante
pues si ya  tenían al Castillo como un pariente aparte
esto de la muerte
de un hombre de gloria a manos de un salvaje
acarrearía más que dulces romances
desatinos importantes.
¡Joder dijo Melgarejo
a mi que me maten
pues muero más a gusto con horca tirando de mi cadáver
que a manos de los verdugos de esa Reina tan miserable! 

Ya en el Castillo de Garcimuñoz
temen
que con aquella muerte
les lleguen
de todo menos favores.
A ello se debe
que hasta Alarcón
donde el Marqués se siente
rey de sus posesiones
cabalguen desafiando a la noche
mensajeros
llevando un mal mensaje
que al instante
el Marqués atiende
como quien espera buenas cosechas
y recibe como premio
un paisaje desolado por el estiaje.

Teme el Marques
y todos los buenos hombres
que forman su consejo de ancianos notables
que la Reina les pase factura y mande
tan grandes castigos
que su marquesado hasta Belmonte
arda por todas las partes.

De pie el Marques
y  el resto doblado
como si fueran las ramas de un sauce
manda el Marqués que tiene mando sobre tierras, animales y hombres
que sus mejores hombres
en eso de remendar a capitanes nobles
marchen a caballo al instante
para prestar como buenos maeses
ayuda a quien ya solo le queda como consuelo ver a su padre tras la muerte.

En una noche
en aquellas tierras dolientes
hacia Santa María salen
a lomos de caballos, con estandartes
y antorchas de tea recubiertas de grasa de animales salvajes
dos estimables maeses
que llevan la orden
de poner su ciencia al servicio de quien necesitado está de todo tipo de remedios terrenales.

A Santa María llega
el primer mensajero
de esa noche
pidiendo casa y lecho
para su capitán D. Jorge Manrique
que todavía expira vida
a través de la boca que abre
para exclamar
el nombre de su padre
y olvidarse
por ser de noche
del resto de mortales
menos de su madre
de quien el poeta sabe
que de haber sido ella la luna
luciendo
en el firmamento
teñido de sangre
no hubiera permitido tal desenlace.

Como Dios solo sabe
y ellos pueden
sin más paradas
que las que Jorge
pide cada cierto instante
se llega
con no más
de dos gotas de sangre
al lugar de su certera muerte
Santa María del Campo Rus
que para siempre
será recordada por este desenlace.

El pueblo en vela,
mujeres, niños y hombres
dan vueltas a la casa
donde se atiende a Jorge
sin más cuidados, botica
y ciencia
que la que saben
aquellos hombres de pueblo
que tienen
como galeno de alto alcance
a un  pobre hombre
acostumbrado a sacar muelas
y afeitar cabezas y gaznates.

Por el camino llegan
ya debería ser día entrado en casi otra noche
aquellos enviados del Marques que solo saben
lo mucho que se juegan
y lo poco a ganar que tienen
en aquel envite
que tan poca gracia les hace 

Cerca de la Nava
queda un reguero de sangre
ya cuajada,
ya tan negra
signo de mala suerte,
que de la aldea huyen
desde los gatos a sus más lejanos parientes
camino de Pinarejo
pueblo este
que sus puertas grandes abre
para que en ella tomen refugio
todos los que fuera del pueblo duermen.

Las campanas suenan
pues todos saben
que Pinarejo pertenece
a ese Castillo de altos paredones
tan por esos días deseables.
Luces apagadas
se escuchan rezos interminables
en las casas y casillas
y hasta en los corrales
donde los pastores a las ovejas protegen
entre miedos inconfesables.

Balan las ovejas,
los cerdos gruñen
y en los pajares
una pareja de Pinarejo
que nada de todo esto sabe
se confiesan su amor
en una noche de no más amores
que ese tan distante
de aquel otro amor
que Jorge siente
por su mujer, casi madre.
No más amores
hubo en aquella noche
ni en el Castillo, ni en Pinarejo,
ni en Santa María
ni en el Rincombre
pues todos sabían
que amores en tiempos de tempestades
traen desolación y hambre.

La noche sobre Santa María
nunca fue más noche,
tan llena de estrellas errantes
que el sol que nunca brilla
intentó despejar el orbe
para con su luz prolongar la vida
de aquel personaje
del que nadie se explica
el por qué de su muerte
tan lejos de su casa
sirviendo como capitán bajo las ordenes
de quien solo quería un reino
sobre su cabeza
en forma de corona de oro y de diamantes.

Autor: José Vicente Navarro Rubio 

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