En un cuadro
de un conocido artista
la sonrisa de una mujer se proyecta
sobre el espacio desde el cual ella es madre o quizás hija
de la mano del autor
que así la ha expresado cual porcelana china
que si se toca se siente suave, casi pulida.
Ojos grandes,
mirada se diría
casi pensativa
y en el fondo perdido
de la cornea cristalina
lagunas negras
de aguas casi podridas
en las cuales se refresca la vista,
cansada de ser siempre la misma.
Las orejas casi del cuadro
su parte menos expresiva
sobresalen como si fueran la arista
de un trozo de vida
que solo sirve
para oír el canto perdido, la última opera pía,
en un jardín el de las delicias
donde la dama fue
quizás princesa o cautiva
de un Rey enamorado que de contiendas en contiendas iba.
La nariz cae,
ella siempre de las caras es
la prolongación de un sentido
que si bien se usa
da forma y carisma
a las fragancias que se destilan
en los lagares y huertas de aguas vivas
donde los frutales maduran
entre las ramas y espacios
a poca distancia de la tierra de la cual se sirven para crecer en esa hermosura,
quizás textura
entre paladares que las degustan
para esos momentos en que ya cogidas
cierran el ciclo de sus vidas.
Boca sensual,
labios de ave taciturna
la dama
se siente atraída
por esa melancolía
que hace a las mujeres ser perpetuas pitonisas
de un Dios que solo reina sobre lo que estando escrito es parte de otras vidas.
Del cuello
poco yo diría
solo lo que siendo sujeto de tantas dichas
aquí se encuentra sumido entre brumas
como si el Brumario francés hubiera usado sobre el cuadro su guillotina.
Penden del cuadro
así lo quiso el artista
finas hebras de seda
por estas tierras tan querida
y como si el mundo fuera algo más que un salvaje abismo de animales salvajes a su deriva
el equilibrio de unos guijarros tratados en los altozanos de un santuario alquimista
buscan el equilibrio
sin el cual la vida
solo es eso que uno intuye cuando se le va la mirada y contempla en el cuadro
la paz del que lo pinta.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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