lunes, 13 de junio de 2016

POESÍA: DE VUELTA A LA MORALEJA

Y si intentas entender y no comprendes
es mejor así caminar por los espacios conocidos
donde se encuentran apilados, sin orden alguno,
los besos más profundos
tal y como llegaron en sus días
sin más cartas de recomendación
que la juventud viajando con uno en un vagón de tren
ahora varado en una estación perdida
a la cual vuelvo para recoger la maleta
en la que llevaba tantas ilusiones como años he ido cosiendo entorno a mi cuerpo.

Recorro el cuerpo
todavía salvaje,
espacio no conquistado,
transformado por el hombre en erial
sin más árboles que los que crecen en la memoria fabricada por un alquimista
que convirtió los deseos en vientos fértiles.

Desde el pequeño montículo,
Morreta abierta a los fríos de la noche
miro hacia el llano donde nacen los trigos
tan crecidos como las nostalgias que se abren en mis ojos
y me quedo quieto, como si todo aquello que alcanzo a divisar
desde siempre me hubiera acompañado, en los días y las noches de todos mis años.

Por aquí vivió un día una familia fabricando porvenires que una guerra se llevo,
de todo aquello quedan muros desnudos del yeso que los cubrían por fuera,
ventanas sin cristales,
ya las rejas comidas por las miradas de quienes se acercan hasta las ruinas
para ver el interior de una casa
en la que unas niñas jugaban con ser mayores un día
para poder llevar cántaros encima de la cabeza
con esa elegancia propia de las princesas que desfilan
en los cuentos de hadas y princesas,
solo eso se daba, como el almendro y su flor blanca,
en las mentas de aquellas niñas nacidas para ser un día madres
y unos niños con uncir las caballerías
y salir a los campos para herir el suelo con el azadón que Dios puso en sus manos
antes de que ellos hubieran podido expresar el primero de sus deseos.

Veo la lumbre y en ella,
 salvaje historia de la humanidad, ya domesticada,
un puchero
y a un hombre observando la lentitud con que las brasas consumen los cuerpos
de quienes caen en sus garras
y de quienes se dejan llevar por su sonrisa brillante, como los fuegos de San Telmo
vistos desde la cubierta de un navío navegando, entre nubes,
para las noches impregnadas de tormentas y diluvios.

Veo silencios en la estancia,
los silencios esos que hacen a los seres humanos fuertes
y los preparan para combatir a la vida
aunque la saliva falte y el aliento quede perdido en los interiores de los cuerpos
hambrientos de aventuras.

En la casa derruída,
aldea de nombre La Moraleja,
uno ha vivido
tanto tiempo en ella
como los lagartos que se divierten
planchado su cuerpo sobre las  piedras toscas.

Allí sin saber más de lo preciso
vuelvo de vez en cuando,
algo me lleva como si necesitara de buscar entre el polvo del camino
y los cardos secos de las lindes
los apellidos que llevo y los nombres de quienes me procedieron
en eso de amar a la naturaleza como si fuera parte de mi familia.

Autor: Jose Vicente Navarro Rubio

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