Que tu me entiendas es
importante,
la tierra es así, tal
agua cayendo del cielo
y resbalando por unas
mejillas a la búsqueda del surco estéril,
así se siente, por dentro, el pobre labriego,
el hombre duro por fuera
y frágil por dentro
en las tierras del
Pinarejo,
en otros días de todo un
poco, pastor, labriego, jornalero, león de presas fáciles
en los montes incultos
de un pobre pueblo.
Así la vida, la nuestra,
la de los Navarros,
así nos hicimos
herederos
de una historia con sus
leyendas y cuentos.
Así el Castillo de
Garcimuñoz crecía,
así nosotros en nuestra
aldea, casi abrevadero,
seguíamos siendo
en las cuesta del camino
como el mochuelo,
con su mirada fina
atinando a divisar a quienes venían desde lejos
para saciar su sed de
riquezas y de poder sobre los pequeños pueblos
con sus gentes y
ganados, todo en la calle Tercia,
depositado bajo llave,
con su candado y puerta
de madera de olmo viejo.
¿Quién no quiere a su
pueblo?
¿Quién no dijo una
palabra más alta que otra defendiendo
a sus gentes y con ello
el buen nombre que no es
poco del lugar de su nacimiento?
El olor de los rosales
lo llevo por dentro
en aquellas alamedas
donde se perdían mis pensamientos
cuando camino del pueblo
pasaba por ellas
y oía como el viento
buscaba en mis adentros
su cariño por
ellas,
la naturaleza que es lo
nuestro.
Panes con sabor a vida
tan grandes que no
cabían en un cesto
con su leña, horneados
en un caserón muy viejo
y luego,
cual esmeraldas y zafiros
en las alacenas escondidos
con ese celo
que hace a los pobres
ricos en buenos sentimientos.
Así crecimos
solo queriendo ser aldeanos en Pinarejo,
pues no había más mundo
que el que veía nuestros ojos, reflejos,
cuando íbamos camino
de la casa de nuestros
abuelos,
en aquella calle con
tanta pendiente
y yo tan pequeño
que todavía recuerdo
los guijarros de la
calle entre mis dedos
de los pies
pegados al suelo.
Y allí la casa con su
corral
y en ella la oscuridad
latiendo
como el corazón de un
oso
como la matriz de una
mujer joven pariendo.
De la casa su banca y
una alta cámara
con arreos
que en otros días
sirvieron
para que unos bueyes
labraran
tanto y a tiempo
que todavía sus pisadas
resaltan en los caminos por donde pasaron
hacia las tierras del
abuelo.
Si la suerte es esto,
me ha tocado a mí,
no hay impedimento
resaltar de aquellos
días
todo lo que mis ojos
vieron.
Las viejas escuelas
eran algo así como el
paraíso de las aves que vuelan por el cielo
y Doña Pía, la mujer que
me miraba con ese celo
solo propio de quienes
velan con esmero
por enseñar las primeras
letras a un sinfín de catetos.
Así la luz del día me
llevaba, a destiempo,
a un viejo
cementerio
de tierra removida
con huesos tan
descarnados que brillaban por fuera
cual estrellas en la
noche saliendo,
cerca tan de pronto,
alta y esbelta la iglesia me producía desvelos,
alta y esbelta la iglesia me producía desvelos,
al ver mujeres y mujeres
entrando y saliendo, con sus velos
y ropas tan negras como
el carbón que sacan de las minas los mineros.
Por allí la casa de mi
tío Mariano con su pozo y patio pequeño,
casi relamiendo el
tañido de las campanas
que en aquel patio con
su escalera que yo creía que ascendía al cielo,
sabía a gloria y con
ello a domingos de terciopelo.
Había un bar y en el
recuerdo una barra y una puerta y una cueva
y siempre el lleno
por aquello que el vino
del tío Florentino
era un elixir que servía
para dulcificar los sueños
de aquellos hombres con
tantos surcos en sus cuerpos
que en ellos se podría
haber sembrado trigos y centenos.
En la plaza una tienda
con su tendero
de todo un poco y así
recuerdo
botas de sardinas, alpargatas,
membrillo
y en el techo
bacalaos colgados
con su sal cayendo al
suelo.
Yo me relamía a
sabiendas de que en aquel pequeño universo
era como el rey sin
corona
que esperaba ser
atendido en su desespero
con una onza de
chocolate, sobre el pan un duro caramelo
y otra casa en la plaza
de mi tía Carmen me lleva dentro
hasta esos fondos de
altos techo
donde un corral largo se
quiere salir del pueblo
y en ella un patio y un
vivero de plantas en sus tiestos
y allí una mujer ciega,
la abuela, Juliana, a tientas diciendo
¿cómo estás hijos mío?
y con lágrimas en los
ojos queriendo palpar mi pelo.
No se me olvida el viejo
pozo con sus misterios
tan hondo que dentro
se dice que vivían seres
extraños
y recuerdo
a las mulas y burras
bebiendo
agua antes de salir
camino de algún campo de tierra seco.
Tiento los arbollones en
una pared junto a una casa y dentro
la del tío Eugenio,
algo así como un
misterio,
la casa pequeña,
engendra hijos e hijas
todos ellos, un día
también del pueblo salieron.
Ya la dula por las
calles, casi las ovejas relamiendo
el sabor frío de las
mañanas antes de salir del pueblo
y en esto una calle la
de las Cruces y por ella, a destiempo,
bajando la pastora,
bruja que pare pedos,
con una barra curtiendo
la piel, casi
terciopelo, de un niño,
yo,
pequeño,
a quien su hermano,
Jesús, defiende, con mucho esmero.
No va el poema por otros
asuntos que no sean aquellos
que convierten a un
pueblo en la esfera de su testamento.
Así las eras con su mies
y parvas y montones de grano sobresaliendo
casi a la altura de un
molino, que veo, tallado con navaja de duro acero.
Me acerco hasta la
posada tan grande con su posadero
y se me viene a la
memoria y en ello
me recuesto
en un poyo que había
junto a la entrada para ver a los titiriteros,
vendedores de garrapiñas
en las fiestas de febrero,
para cuando la plaza se
llenaba de carros
y Santa Águeda era sacada
por las calles del pueblo
como si fuera la primera
dama y el resto
esa corte terrenal con
albarcas y zapatillas hechas con lonas de carros viejos.
Un coche en la plaza y
dentro,
¡que misterio!
la tía Inocenta
con su voz firme saliendo del
cuerpo
entre besos.
Es un vago recuerdo
como el sabor del mosto,
dulce en su momento.
A Manuel Yllan, lo
recuerdo
como si fuera un judío
relamiendo entre los
dientes oro, plata y dinero
y observo
el bar de la plaza
subido sobre el resto de casas del pueblo
con Francisco, su
tabernero,
empeñado en dar de beber
y de cobrar por ello
lo que fuera menester
con ese fin propio de
quien cree en su oficio
y se vanagloria por
ello.
Por la Carrera saliendo
un constructor de carros
y un carpintero
de lápiz gordo y clavos
como espadas hiriendo.
No falta en esta historia
el estanco, ni Olegario, el estanquero,
de todo un poco, casi Nuevo Centro,
con aquel hombre de
hablar fuerte,
que preguntaba entre
sonrisas y aprecios
por la familia y me
encomendaba que diera recuerdos.
Me llego en esto Pitune, Juan José, por cierto
con su boina y apego
a las bromas y al juego.
Era algo así como el
alma de aquel viejo pueblo
en el cual Lunares se
crecía por dentro.
¿Y la nieve y su
blancura con sus fríos eternos?
Si nadie pregunta yo no
hablaré de ello
aunque recuerdo
a mi padre abriendo un
camino que llevaba lejos
mientras en la radio se
cantaban números
que en Navidad sabían para algunos a besos.
Así el pueblo no era
pequeño
ni los pozos de agua llenos
servían para otra cosa
que ayudar en aquello
de beber de sus aguas y
casi de juego
para quienes en su
brocales buscábamos dentro
nuestras caras casi de
cemento.
Había un camino y un
campo lleno
de aromas de esos
que al mascarse sabían a
regaliz y con ella dentro
pasábamos los días
relamiendo, la raíz fértil, escarmiento,
para quienes sin gloría
en ello
marchaban a casa sin
aquel postre y alimento,
por no tener fuerzas
para sacar de los interiores del terreno
ese manjar de dioses tan
efímero como bueno.
Para los veranos el sol
ya saliendo
en los patios convertidos
en aseos
se calentaba el agua en
las artesas y cubos de latón viejo
y con ella
nos lavamos el cuerpo
de arriba hacia abajo y
también con vinagre,
creo que el pelo.
Guardo en mis adentros
el olor de los geranios,
del jamón y del queso,
de los mojetes y potajes
y en ello del pollo frito y del conejo.
Me viene a la memoria
una cartera
que yo lancé camino de
la escuela hacia el cielo
y a mi hermano corriendo
hacia un jardín con pozo
y pocero,
casa solariega de
ricachones
donde sirvió de mayoral
un día el abuelo.
Solo guardo buenos
sentimientos
y acabo en esto
con aquello que decía un niño,
yo de pequeño,
yo de pequeño,
para cuando de Pinarejo
saliendo
preguntó que era aquello
del Puerto de Contreras,
en la noche algo así
como el camino que llevaba del cielo al infierno.
Autor: Jose Vte Navarro
Rubio
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