sábado, 3 de marzo de 2018

JUANIN Y BEDOYA: LOS ÚLTIMOS GUERRILLEROS




Hoy he conocido a un familiar de Bedoya, el cual me ha dicho: "Ya te comentaré la vida de mi familia, es muy interesante". 

Lo hemos dejado para otro momento. 

De todas formas como aperitivo les dejo con el contenido que he encontrado en Internet, relacionado con estos dos extraordinarios personajes.

Francisco Bedoya, quizá el último guerrillero de Cantabria tras la guerra civil, era un hombretón noble y de gran corpulencia. Junto a su amigo Juanín fue perseguido hasta la muerte por las montañas cántabras y se forjó una verdadera leyenda sobre el debido a su astucia y fortaleza. El 2 de Diciembre de 1957, denunciado por su propio cuñado, es acosado y tiroteado en las cercanías de Oriñón. A la mañana siguiente, Fco Bedoya aparece con un tiro en la sien en las frías faldas del Monte Cerredo que dan al Norte, al parecer junto a las cuevas del Pico de Islares. Cabe la posibilidad de que el emboscado decidiese suicidarse en el último momento. Ante esta duda, el cura decide que sea enterrado fuera del recinto del cementerio cristiano, en un pastizal separado por un grueso muro de tumbas.
Jesús Ruiz MantillaPeriodista de EL PAÍS

Los niños de todas las comarcas que circundan el recóndito y hermoso valle de Liébana, en Cantabria, han jugado desde hace décadas a Juanín y Bedoya. Se mofaban de los cercos que les tendían los supuestos guardias, y quedaban para el arrastre después de un pillo que te pillo en los bosques y los prados donde correteaban tiroteándose de mentira. Pero la bárbara resistencia de estos dos guerrilleros que se echaron al monte para luchar contra el franquismo -los últimos en la Península- fue de todo menos una broma.

A Juan Fernández Ayala, la vida le dio cuatro cosas: un instinto casi animal para la supervivencia, su proverbial tozudez, el idealismo de los irredentos y muchos palos. En cambio, a Francisco Bedoya Gutiérrez le tocaron en gracia otros atributos: un corpachón de gigante homérico, un corazón sensible, una habilidad extrema para tallar juguetes de madera y algunos palos más que a su compañero Juanín.

El destino tuvo la mala idea de unirles para echarse al monte en plena dictadura. Su vida como fugitivos fue tan grandiosa que al convertirse España en un país normal acabaron colgándose la medalla de las leyendas. Pero llevaban también encima muchas manchas, muchos interrogantes sin resolver. La sombra que más ha ensuciado su aventura ha quedado ahora despejada.

Hasta la fecha, muchos fueron los que creyeron la historia oficial: que Juanín acabó acribillado en una cuneta por disparos de Bedoya. Por la espalda. Incluso la familia Fernández Ayala llegó a sostenerlo tras la muerte de Franco. Pero la jugarreta de la traición ha quedado enterrada gracias a un libro que reconstruye la vida de ambos: Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros (Cloux Editores), de Antonio Brevers.

Tirando del hilo durante ocho años de su vida, Brevers ha despejado muchos interrogantes. De paso, este psicólogo metido a escritor, que era de los niños que mataban las horas con el juego de los guerrilleros en Torrelavega, ha ejercido toda una justicia histórica: "Quería que el libro tuviera una dignidad, incluso en su formato, con tapa dura. Son personas que han sufrido mucho, familias que han vivido la vergüenza como norma. Que ahora se reivindique la figura de ambos y su historia como una de las atrocidades del franquismo es muy importante para todos ellos".

El interés por esta tragedia, que ha ido acrecentando su mito en la memoria popular, ha saltado de
inmediato. El libro, sólo en Cantabria, ha vendido 10.000 ejemplares. Allí se ha editado con la colaboración del gobierno regional, pero ahora se está distribuyendo por toda España. La gente desea saber. Desde los familiares de los guerrilleros hasta quienes sufrieron sus secuestros o atracos por supervivencia. Desde los vecinos próximos hasta los niños que crecieron viendo cómo a sus mayores se les metía en el cuartel y se les zurraba por la mera sospecha de que les hubiesen proporcionado comida.

Pero la necesidad más justificada de indagar en los hechos es, para Brevers, la de Ismael Gómez San Honorio, Maelín, el hijo de Francisco Bedoya, con quien el fugitivo no logró volver a unirse en vida nunca más desde que se echó al monte. La historia de Maelín es de las que de por sí merecen ya un libro. Cuando éste era un niño, en Argentina, encontró una caja que guardaba el secreto que su madre le ocultó: la identidad de su verdadero padre.

Ismael llegó a visitarle en la cárcel cuando era muy pequeño, pero tenía un recuerdo demasiado borroso de aquel hombre que le regaló un camión de madera tallado por él. El futuro de su padre era demasiado incierto como para que su abuela no decidiera embarcar al niño hacia Argentina junto a su madre, Mercedes San Honorio Pérez, Leles. Ella había rehecho su vida en América.

Todo el pequeño pasado de Maelín quedó también extirpado hasta que descubrió aquel cofre. En él, Leles guardaba las cartas de Paco Bedoya desde la cárcel, escritas antes de echarse al monte, y un recorte de prensa en el que se contaba su caída. Ese mismo cofre con los secretos le fue entregado a Brevers para que escribiera su libro. Pero la historia comienza antes. Con Juanín...

Cuando Franco ganó la guerra, a los derrotados les cabían tres opciones: aguantar y agachar la cabeza, huir al extranjero o liarse para resistir en el monte. Juan Fernández Ayala nunca fue de buen conformar. Más si, además, junto a la desesperación de ver cómo su país se pondría bajo las botas de los vencedores, tenía que aguantar palizas a diestro y siniestro. Así que decidió resistir. Atrás habían quedado los tiempos más dulces, pocos, como recuerda en un testimonio del libro Virginia Sierra, que le conoció: "Corrían malos tiempos y no teníamos prácticamente nada. Las muñecas eran de trapo, y las pelotas, de corteza de abedul. Pero éramos felices". La guerra, en la que él combatió junto a los republicanos, lo echó todo a perder. Pero aún más dura fue la derrota, la represión que llegó de sopetón.

Juanín cumplió cárcel, fue uno más de los prisioneros que abarrotaban la plaza de toros de Santander o la prisión improvisada de Tabacalera. Pocos hubiesen dicho entonces que años después iba a volver loca a la Guardia Civil, a los servicios secretos y a los jerifaltes del régimen. Al salir, en 1942, fue incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, y meses después había decidido enrolarse en la Brigada Machado, la desperdigada por los Picos de Europa.

Mientras Juanín iba marcándose de cicatrices, nada apuntaba a que Paco Bedoya acabaría como él. Era más joven que Juanín, ni siquiera había combatido en la guerra por la sencilla razón de que entonces no era más que un niño. Había nacido en Serdio el 26 de mayo de 1929. Iba para carpintero, aunque tenía más bien dotes de ebanista. Eso, unido a que cantaba como un Caruso, daba prueba de que bajo su corpachón se escondía un alma sensible.

A Juanín le conoció Bedoya de casualidad. Cuando se presentó un día en su casa para recabar apoyos. Tampoco era raro verle de medio incógnito por el pueblo, y el líder guerrillero acabó fijándose en el chico. Estaba hecho un lío, sin saber qué hacer con la que se le venía encima personalmente. Había tenido un hijo con su novia, Leles, y debía espabilar.

En la figura de Juanín, Bedoya encontró a un padre. Congeniaron pronto. Al más joven le hacían gracia las imitaciones que improvisaba Juanín, y a éste le caía bien el aspirante a estrella de la canción. Soñar ha sido siempre gratis, y Bedoya no se perdía jamás la emisión por radio de Fiesta en el aire, el Operación triunfo de la época, que escuchaba con los amigos por el aparato Telefunken de la taberna de Alfredo.

Mientras España escapaba de ese presente mísero como podía, los guerrilleros de los Picos de Europa andaban a otras cosas. Su dilema era matar a Franco o no matarle. El caudillo se paseaba por la zona a menudo para pescar a poder ser el campanu, como se conoce al primer salmón de la temporada. Varios querían dar el golpe, pero entre los que se opusieron estaba Juanín. Para él, cometer el atentado poco cambiaría las cosas. Los suyos, sin embargo, lo pagarían como ratas. Entre tanto, los guardias aplicaban con celo varias detenciones preventivas e interrogatorios contra todos aquellos que no se sabe muy bien a qué se dedicaban por la comarca. En una de esas inspecciones, llevadas a cabo para que no hubiese problemas con el dictador, alguien delató a Bedoya. Estaba claro que el chico tenía contactos con la guerrilla y lo pagó.

Personalmente, aquello fue la gota que colmó el vaso a ojos de la familia de su novia. No les costó mucho convencerla para que se fuera a Argentina. El niño se quedaría con su abuela materna, pero poco después le enviaron allá. Bedoya, que era un tipo callado y taciturno, mataba el tiempo en la cárcel tallando juguetes de madera para Maelín y escribiendo a Leles. También leía. De todo menos novelas de Lafuente Estefanía y El Coyote."¡Para leer eso, mejor sería que leyeseis el catecismo, mecagüen!", escuchó él mismo decir a Juanín tantas veces.

Corría ya el año 1952 y Bedoya seguía en la cárcel. Le habían denegado alguna rebaja y empezaba a desesperarse. Pero hubo otro suceso que le afectó aún más. Le llegaron noticias de que su casa familiar había sido arrasada por las llamas con todo el ganado en el interior. Eso precipitó su fuga. Era el mayor desastre para los suyos.

El cerco se estrechaba. Las detenciones de familiares como anzuelo para la rendición eran la norma. Así que la madre y una hermana de Juanín, Avelina, acabaron entre rejas. "En lugar de que aquella medida le convenciera para mandarlo todo al traste, el guerrillero decidió quedarse e ir a por todas; era la única forma que tenía de proteger a su familia", según Brevers. Fue entonces cuando comenzó la leyenda de Juanín y Bedoya como pareja. Cuando tuvo que organizarse un cerco que fue de los más impresionantes del franquismo: "Existía un subsector específico que comprendía Asturias, León, Cantabria, Palencia y Burgos, con un coronel al mando", comenta Brevers. Aun así, costó cazarles.

La vida en el monte fue dura. Construían refugios en varios lugares, aunque se perdían principalmente en Monte Corona. "Los chamizos estaban construidos con papel brea, una especie de tela asfáltica. Todo parecía ordenado, saneado, con sistemas de drenaje. Se convirtieron en auténticos ingenieros", asegura el autor del libro.

¿Y quién pagaba todo aquello? Los robos, los secuestros, los rescates… Bajaban a los pueblos y recaudaban con quienes sabían que no iban a tener muchos problemas económicos. Eran una especie de mezcla entre Robin Hood y el bandido Fendetestas, el personaje de El bosque animado, incapaz de hacer daño. De aquí cogían unos panes y unos chorizos, de las tiendas; un pedido con comida para unos días. Disparaban si se veían acosados. Y se vieron, pero 14 veces burlaron el cerco. "Incluso invitaban a los guardias de incógnito a café y les dejaban una nota". Descaradas, como ésta. "Yo, Juanín, tengo el honor de invitar a café al capitán de la Guardia Civil de Potes, y que le aproveche, como a los pajaritos los perdigones". Se les tenía respeto, admiración y miedo entre los guardias. "Cuando subían a vigilar por el monte iban fumando o silbando para que se dieran por aludidos y no les hicieran nada", dice Antonio Brevers.

Pero tanto tiempo haciéndole jugarretas al destino no podía durar mucho. La prensa internacional se hacía eco de sus hazañas, y se negoció incluso, por medio de don Desiderio, párroco de la zona, la salida de Juanín a Francia. Finalmente, el cura no se fió de las autoridades. Sabía que le matarían, como ocurrió después. Fue fortuitamente, durante una guardia. Uno de los vigilantes vio moverse algo, disparó y alcanzó al guerrillero. "No supo ni que había matado a Juanín, se dio cuenta más tarde", comenta el autor. Bedoya iba detrás, pero no hizo nada, aunque todo se reconstruyera después para alimentar una mentira oficial que Brevers desmonta ahora.

Su compañero no tardó en caer. Fue siete meses después, en diciembre de 1957, tras una vida furtiva que duró, junto a Juanín, cinco años. Le emboscaron en la carretera cercana a Castro Urdiales, cuando escapaba a Francia, se supone. Un soplo propició su captura, y acabó tiroteado, como su amigo del alma, al borde de un arcén.


Juanín (a la derecha) en Peña Ventosa, con dos compañeros.



24 de abril de 1957, sobre las 18,30 horas, en el cuartel situado a la entrada de Vega de Liébana, la pareja de la Guardia Civil, formada por el cabo Leopoldo Rollán Arenales y el número Ángel Agüeros Rodríguez, se dispone ha realizar su servicio. Una contramarcha que consistía en dirigirse a Valcayo, luego a Soberao y regresar a la Vega de Liébana. De retén en el acuartelamiento queda tan solo un guardia.


Antiguo Cuartel de la Guardia Civil en Vega de Liébana

Agazapados en algún lugar del monte, Juanín y Bedoya observan con sus prismáticos los movimientos de la Guardia Civil. La excepcional panorámica que se divisa desde allí les permite seguir sus pasos desde el mismísimo cuartel y gran parte del camino. Los miembros de la Benemérita avanzan con sus capas por el camino en dirección a Valcayo.



Vista desde el monte de Señas. En la fotografía de la izquierda se observan Vega de Liébana y el camino a Valcayo. En la de la derecha, otra buena parte del camino por donde hacían su servicio los guardias.

Juanín y Bedoya, después de haber visto pasar a la pareja, comienzan a descender. Su intención es la de llegar hasta el cementerio y esconderse en sus proximidades para cruzar después la carretera. Dos enormes royas de castaño situadas poco antes de enlazar el camino de Señas con la carretera servirán como último parapeto antes de realizar el paso.


Camino de Señas. Al fondo, el cementerio y al otro lado de la carretera el molino, hoy convertido en un acogedor camping

Son casi las veintiún horas. Está oscureciendo y el viento barrunta lluvia. Juan Fernández Ayala y Francisco Bedoya han permanecido ocultos cerca del cementerio esperando el momento de cruzar la carretera, tal vez en dirección al molino. 

Juanín se adelanta. Como de costumbre, lleva su mano derecha cerca del gatillo de su inseparable Sten. En la izquierda una vara de avellano. Se detiene en varias ocasiones, se esconde, escudriña cada sombra... Aguarda el momento oportuno para cruzar.

Una vez pisa la carretera, de improviso, a su espalda aparece el cabo Rollán. La penumbra, el viento, el cercano torrente...


Torrente cercano a la carretera que aporta caudal a la presa del molino

Juanín no ha detectado su avance. Ni el de Agüeros, que sigue al cabo, según declarará posteriormente, en posición reglamentaria, a unos metros y en el lado opuesto de la carretera.


La fotografía muestra la localización del supuesto encuentro fortuito con la Guardia Civil

¡Alto a la Guardia Civil!... Juanín comienza a correr en zigzag en dirección a la Vega. Rollán dispara una ráfaga en abanico. Una de las balas le siega la yugular. Dos más se incrustan el cuerpo de Fernández Ayala. Mientras tanto, según declaró la pareja, Bedoya parapetado tras los maderos dispara con su pistola y es repelida la agresión por los guardias. Después emprende la huida monte arriba.


Posición de los maderos en el cruce del camino de Señas con la carretera

Unos minutos mas tarde hará dos disparos al aire con la esperanza de obtener respuesta de su compañero.


Lugar en que Fernández Ayala cae mortalmente herido y posteriormente es expuesto su cuerpo

Rollán permanecerá junto al cuerpo aun sin identificar, mientras Agüeros acude en busca de refuerzo. La Brigadilla de Naroba son los primeros en llegar. Uno de sus miembros reconoce al fallecido y efectuá dos tiros a quemarropa sobre su rostro. El incidente fue observado por algún vecino de La Vega que fue requerido para acompañar a los guardias. 

En el momento de su muerte, Juanín llevaba puesto dos camisas y dos pantalones. 8.500 pesetas en la cartera, un bloc de notas con apuntes y una fotografía de su hermana Avelina.

Además de la metralleta y la pistola una bomba de mano y unos prismáticos completan su equipamiento.


El cuerpo de Juanín y Agüeros en el lugar donde cayó abatido


Bomba de mano similar a la que llevaba Juanín

El cadáver del emboscado permanecería toda la noche en la carretera. Por la mañana fue expuesto apoyado contra un muro. Posteriormente envuelto en unos sacos y trasladado en Land Rover al cementerio de Potes, donde comenzó a concentrarse una multitud de curiosos llegados desde todos los rincones. 

Posteriormente sería enterrado tras el deposito del cementerio, donde estaba el lugar destinado a la fosa común. En un principio se le pretendió enterrar sin ataúd, pero gracias al una persona anónima que se hizo cargo del féretro, se pudo realizar el sepelio con un mínimo de dignidad para el fallecido y sus familiares.


Deposito del cementerio de Potes


Tumba de Juan Fernández Ayala, "Juanín" y diseño de una propuesta para su rehabilitación (Txema Prada)

Juanín yacía muerto. Mientras, su hermana María que sufría destierro, daba a luz un varón. Bautizado con el nombre de JUAN, como no podía ser de otra manera.
Comenzaban a tejerse las mil y una versiones e hipótesis sobre su muerte: Las incógnitas

Wiquipedia:

Francisco Bedoya Gutiérrez (nacido en Serdio, Val de San Vicente, Cantabria, en 1929 - fallecido en Castro Urdiales, Cantabriael 2 de diciembre de 1957), más conocido como Paco Bedoya o simplemente Bedoya, fue un destacado maqui cántabro, que tras la Guerra Civil Española se "echó al monte" junto a otros guerrilleros, siendo perseguido por la Guardia Civil durante la década de los 40 y 50.

La madre de Francisco Bedoya acogía frecuentemente a algunos emboscados (maquis), y de esta forma Bedoya conoció al popular guerrillero apodado Juanín, quien seria más tarde su compañero en el monte, haciendo de enlace para él.

En el mes de agosto de 1948 Francisco Bedoya fue detenido por presunta colaboración con Juan Fernández Ayala. Bedoya fue sentenciado a 12 años de prisión. Tras una breve estancia en la prisión provincial es destinado a Destacamento Penitenciario de Fuencarral en Madrid de donde escapó en el año 1952. Tras su huida, Bedoya regresó a Cantabria, y decidió acompañar a Juanín en el monte, con quien permaneció prácticamente hasta el día de su muerte.

Esta incorporación de Bedoya a la guerrilla a principios de la década de los 50, puede considerarse como las últimas acciones maquis en La Montaña. Por aquel entonces ya nadie se "echaba al monte", puesto que hacía cuatro años que el fenómeno maqui había desaparecido de forma oficial, y los escasos grupos que quedaban actuaban en desbandada. El 24 de abril de 1957Juan Fernández Ayala murió en el lugar conocido como curva del molino siendo disparado por el Guardia Civil A. Leopoldo Rollán.

Francisco Bedoya murió el 2 de diciembre del mismo año, como consecuencia de una trampa tendida por miembros de la Brigada Social y Política en complicidad con su cuñado San Miguel. Este acompaña a Francisco Bedoya tras la muerte de Juan Fernández Ayala, hecho que facilitó la incursión de su cuñado.

Cerca de Islares (localidad del municipio de Castro Urdiales), ambos fueron ametrallados desde un automóvil. San Miguel falleció en el acto, pero Francisco Bedoya logró escapar desfiladero arriba. Bedoya, gravemente herido, logró llegar a 400 metros de la cumbre del monte Cerredo. Una bala en la sien realizada a corta distancia, terminó con su vida. Se ha especulado en numerosos ocasiones que Bedoya pudo llegar a suicidarse ante la inminencia de su captura, o bien la bala pudo provenir simplemente del arma del cabo de la Guardia Civil, Fidel Fernández Íñiguez, que le encontró a esa distancia de la cumbre del monte Cerredo.

Las vidas, las incógnitas y las distintas historias que se han contado sobre Francisco Bedoya y su compañero Juan Fernández Ayala, fueron recopiladas y plasmadas en la obra "Juanín y Bedoya. Los últimos guerrilleros" (2007) escrita por el investigador cántabro Antonio Brevers.1

                                               




                                          LIBRO LA MUJER DEL MAQUIS

                         Resumen y sinópsis de La mujer del maquis de Ana Cañil

Cantabria, 1957. Paco Bedoya, el último maquis, cae bajo las balas de la Guardia Civil. Han pasado diecinueve años desde que Franco ganó la guerra, diecinueve años en los que un puñado de hombres, con el apoyo de las gentes de unos valles perdidos, mantuvieron su lucha por la libertad. Esta es la historia de esos hombres y mujeres que sufrieron torturas, cárcel y represión. Aún hoy, el miedo habita en los rincones de las casonas, en las grietas de las paredes, bajo el musgo y el verdín que cubre las piedras de sillería. El miedo, el miedo... Y la vergüenza. Ellos están dispuestos a recuperar un tiempo doloroso y oscuro, en el que nunca faltó el amor y la pasión, la solidaridad y el recuerdo silencioso. Y también es la historia de amor de Paco Bedoya, el último maquis, y de Mercedes San Honorio, dos jóvenes que se enamoraron antes de cumplir veinte años y tuvieron un hijo en común, que se vieron obligados a vivir su amor en la distancia y a soñar que algún día podrían reencontrarse. Ana Cañil, apoyada en una magnífica documentación y con testimonios reales, ha escrito un relato desbordante de emoción, pasión y épica, en el que los protagonistas hablan en primera persona y hacen que su historia se convierta en la de todos

Maxi de la Peña: La periodista Ana Cañil (Madrid, 1958), ganadora del Premio Espasa de Ensayo con 'La mujer del maquis', una historia de amor entre el legendario Paco Bedoya y Leles que empezó siendo un reportaje periodístico y que creció tanto que se convirtió en un libro sobre la guerrilla antifranquista. Aunque está basado en hechos reales. La mujer del maquis nació en el corazón y el cerebro de Cañil después de pasar muchos veranos en Cantabria, donde los vecinos de los pueblos hablab+an de Juanín y Bedoya, dos míticos maquis.

En su investigación, la autora descubrió que Paco Bedoya, al que la Guardia Civil mató de 14 disparas en diciembre de 1957, tenía una novia que fue el amor de su vida. Ambos se enamoraron antes de cumplir los 20 años y tuvieron un hijo en común.

Aquella anciana a la que conoció personalmente en Buenos Aires pudo conocerla personalmente para conocer su testimonio directo. Paco Bedoya y Juanín pertenecieron a la Brigada Machado y permanecieron activos hasta los cincuenta.

Junto a historias de amores, miedos y represiones que vivieron Leles y Bedoya, la autora ha relatado en su libro, a modo de símbolo, la detención de 69 personas (hombres, mujeres y niños) en la comarca cántabra del Val de San Vicente la noche del 31 de agosto de 1948. «Muchos cántabros implicados en aquel suceso me abrieron sus puertas, aunque algunos rechazaron hablar conmigo para no significarse». Cañil presentó ayer su libro en Santander, en una pequeña gira promocional que continuará hoy en el Ateneo y mañana en la Casa de la Juventud de Unquera, en Val de San Vicente.

-Prefirió el ensayo a la novela.

-Es un ensayo porque durante mucho tiempo hice una investigación muy larga para un reportaje periodístico. El tema se me fue de las manos y decidí encauzarlo en un ensayo. No tiene nada de novela, porque todo lo que se cuenta es cierto, no hay elementos de ficción. Sobre un personaje muerto hice una reconstrucción basándome en expedientes y en los vecinos que son una fuente inagotable.

-¿Ha sufrido trabas para acceder a los archivos y expedientes?

-Todo lo contrario. En instituciones Penitenciarias, dos funcionarias, Lourdes y Amparo, me ayudaron mucho y además facilitaron el contacto con la Prisión Provincial de Santander. Tampoco tuve problemas para acceder a la documentación en Val de San Vicente. Fue más caótico trabajar en los archivos de la Guardia Civil, porque los abrieron en El Ferrol y todavía estaban desorganizados.

-¿Cómo se interesó por la historia de amor de Bedoya y Leles y por la guerrilla antifranquista en Cantabria?

-Aterricé en el pueblo de Gandarilla, que pertenece a San Vicente de la Barquera, donde alquilé una casa, y luego fui a parar a Gándara. Más adelante compré una 'casuca' en Portillo (Val de San Vicente). En esos pueblos sientes curiosidad por lo que ha pasado allí. Empecé a leer el libro 'Juanín y Bedoya' de Isidro Cicero que escribió en los años 80, que para esa época era bastante decente. Me interesaron los personajes, y más después de que tiempo atrás, en 1979, durante el rodaje de 'Los días pasados', de Mario Camus me enseñaran Bárcena Mayor cuando no era un pueblo turístico y me hablaran de los maquis. Bedoya era de Serdio, a dos kilómetros de la casa que me compré, y una día hablando con amigos de la historia de este hombre salieron a relucir las detenciones de 1948. Un total de 69 vecinos fueron detenidos de madrugada, a las cinco de la mañana, por dos camiones de la Guardia Civil y que fueron conducidos las cárcel de San Vicente de la Barquera. Fueron sometidos a un Consejo de Guerra en 1950 y encarcelados, entre ellos estaba Bedoya y gente de todas las ideas, hasta católicos. Fue una acción indiscriminada.

-¿Quién fue la primera persona que le habló de Lele'?

-Fue Miguel Ángel González Vega, el alcalde de Val de San Vicente, con quien me une una buena amistad. Me comentó que había trabajado en la casa de sus padres y abuelos y que cuando mataron a Bedoya la 'facturaron' a Buenos Aires. Leles se estuvo carteando con los padres de Miguel hasta que murió. Bedoya estuvo doce años en la cárcel hasta que se fugó en febrero de 1952.

-Una historia de amor con el telón de fondo de la postguerra...

-Sí, así se podría definir. Era una España oscura, gris y entre 1947 y 1948 se habían desplazado los restos de la Brigada Machado. La historia de Paco y Leles comenzó como una aventura de adolescentes, pero que se mantuvo pese a las adversidades. Todos los amigos de Paco de su generación decían que una persona tan bruta como él podía escribir una cartas tan tiernas y emotivas a su amada. En las montañas de Liébana mantendría su escondite hasta que la Guardia Civil le descubrió. Un forense que me ha ayudado a interpretar la autopsia asegura que una persona trepara en el monte con cinco tiros en el vientre. Pasó así toda la noche y cuando un cabo ordenó subir a la Guardia Civil le encontraron en postura fetal y como no sabía si estaba vivo, herido o muerto, le acribillaron con nueve tiros.

-Usted conoció personalmente a Leles en Buenos Aires. ¿Vio algún atisbo de rencor en sus palabras?

- Tenía 73 o 74 años, una diálisis y gozaba de una memoria perfecta. Era una señora rubia y le quedaban los rasgos de su bonita cara de joven. Me recibió en el hotel en el que me hospedé con un ejemplar de la revista 'Eco 14' y tomamos un café. Estuve en su casa de las afuera y la pregunté, «¿grabamos?» y se nos hizo de noche sin darnos cuenta. Pese a llevar más de 40 años en Buenos Aires, recordaba cada rincón de Pesués, de Serdio, de la ría. Conservaba los recuerdos muy frescos y en los pies de su cama una foto de su pueblo, Abanillas, con el fondo de los Picos de Europa nevados, como los veía desde su casa. Había vuelto a España en 1995 en una visita fugaz y no, no guardaba ningún rencor.

-¿Tuvieron planes para juntarse en la capital argentina?

-Tuvieron planes para reencontrarse en Buenos Aires, pero la muerte a tiros de Paco truncó esta expectativa. Ella me recordó que se conocieron a los 14 años en la noche de San Lorenzo y que no se separaron cuando tuvieron un hijo hasta la detención de 1948. Ella se casó en la capital argentina con Agustín, al que quiso mucho y del que presumía de haber tenido un marido muy bueno, pero que su vida siempre estaría marcado por el amor de su adolescencia.

-Todo esto ocurrió después de la guerra civil. ¿Qué opinión tiene de la Ley de Memoria Histórica?

-Hay aspectos interesantes y otras partes son cuestionables. Respecto a que hubiera una amnesia durante la Transición desde 1976, creo que esta aseveración no se ajusta a la realidad porque ha habido una serie de grandes historiadores que han trabajado durante estos años. Existe una generación más joven que demanda información de los que sucedió en aquel periodo, y en Gandarilla todavía hay gente que no me ha recibido por miedo. Estas cosas pasan en los pueblos todavía. Creo que la Ley es positiva porque todas las familias con muertos y desaparecidos tienen derecho a enterrarlos con dignidad o saber dónde están sus cadáveres. En 2006, el Congreso aprobó una ley por la que los maquis dejaban de ser bandoleros. Todavía en el mundo rural se dice con desprecio que 'fulanito o menganita' es hijo de un maqui.

-¿Alguna valoración sobre la nueva corriente de historiadores que pretenden revisionar la II República y la guerra civil?

-¿Pío Moa? ¿César Vidal? Mire, el gobierno de febrero de 1936, el del Frente Popular, fue democráticamente elegido, y unos generales dieron un golpe de estado unos meses después, en julio. Y estos hechos no se pueden reescribir ni remitir la guerra civil al año 1934. Hay gente que parece que sabe de todo, hasta de periodismo.





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