La playa con su arenal
abierta estaba
por ella se podía pasear.
Bancos de nubes
desde el cielo miraban sin parar
se veían sobre la superficie del mar
tan azules
y llenas de bienestar
como un quintal
de vapor de agua
a punto ya de explotar.
Sus majestades
las gaviotas
volaban y se llegaban a posar
sobre sus victimas
ya en el más allá
con sus agallas secas
y ojos desprovistos del mirar.
Extraña esta eternidad
la del difunto herido
que se suele trasladar
a unas moradas eternas
que se suelen encontrar
allí donde la luz se apaga y el corazón deja de hacer tic, tac.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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