La Albufera cerca, casi la veo,
me llena de ternura y de recuerdos.
De aquellos viejos tiempos
en que su contorno era muy extenso,
quedan las notas y los planos,
las acotaciones
y las historias de los viejos.
Domada la Albufera, abatido su cuerpo,
escatimada y rota
conserva intacto
la belleza serena que la convierte
en cenicienta de unos versos.
Tan alegre paraje
con su fauna y flora
siempre sirviendo
de estimulo para los amantes
de los paisajes sereno,
uno se llena de la gracia
que inunda sus pensamientos
para dejarse llevar en vela latina
y con pértiga y buen viento
por esos lugares de Dios,
donde todavía se ven,
entre repecho y repecho
de matas y carrizos y cañas,
patos y conejos,
que viven a sus anchas
a la espera de que unos sonidos roncos
y unos aleteos
sirvan de comienzo
a una fiesta en que corren los perros
y se ve asomar el cañón de bronce
de las escopetas señalando en el cielo
el lugar concreto donde abatir lo que aparezca
sin mediar más entendimiento
que la fuerza de la costumbre
y el desespero de las perseguidas aves
de su hogar corriendo.
Barracas las hubo,
pinadas inmensas fueron
los oasis que ahora se ven,
y cerca luciendo un azul cansino
el mar Mediterráneo sirve de lamento
para lanzar aunque solo sea por esto,
una proclama altiva
que devuelva la cordura y fije los sesos
en pos de una recuperación de aquello
que siendo grato de disfrutar
nos sabe a hiel,
por el simple hecho
de que vemos su decadencia y muerte
a poco que saquemos conclusiones
y nos acerquemos
hasta allí donde se tocan sus aguas
y en ella vemos el reflejo
del sol moviéndose antes de salir huyendo.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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