jueves, 6 de agosto de 2015

POESÍA: SOLAR Y APOLÍNEO


Resultado de imagen de quien fue el heroe de la guerra del peloponeso


A las doce remolinos como ayunos
abren mis pensamientos a ese pequeño mundo
que es la playa con todo lo que en ella acarrea en un jueves, sin más dominio
que mi ser sobre uno mismo.
En un rincón de la playa de Cullera junto a un hotel,
en dominio público leo con reforzado ahínco
un libro de poemas, Cuatro estaciones de Costas Mavrudís,
me quedo con lo justo,
esos viajes suyos
al pasado y presente
cara al viento y de culo en todo lo que por sus ojos pasa como grano diminuto que ya no da frutos.
Cojín duro, la arena, proyecta mi dolor por este mundo,
hasta el infinito, allí donde las aguas azules y los barcos diminutos
conviven, cada cual a lo suyo.
La mujer que junto a mi improvisado estudio de lectura coloca el bolso y unta a sus hijos,
con una spray aceitoso de coco, melocotón o crema de cacao con mantequilla de tres colores al uso,
lo hace muy a su gusto
con esa paciencia con que las madres traen a los hijos al mundo
para que el día de mañana sean todo aquello que de ellos se ha querido.
El móvil ese instrumento de comunicación
que usamos de continuo, avisa, y en ese momento se interrumpe el rito
de untar al guerrero para que pelee en las aguas revueltas de cocodrilos
con ese valor que solo los héroes demuestran cuando sus madres los ungen, con aviso
de que el Dios de la guerra ha ejercido bien su oficio.
El tren de plástico sobre la arena caído
no ha producido ningún muerto ni ha servido
para mañana ser primera plana de cualquier diario con ganas de noticias que le sirvan para ganar público.
Domina en la playa los colores rojos, azules y amarillos,
república de las letras,
sopa de fideos los domingos
y para el resto de semana al aire los ombligos.
Sobre las aguas rozan los tobillos
de un anciano a quien sus hijos
lo han dejado en esa posición que Dios sepa hasta cuando durara el suplicio
de ese ser tan querido que con cara de resignación hunde la muleta y sin pedir nada al tendido
levanta las manos como quien pide auxilio.
Salen a la palestra los hijos, buenos  toreros y sin mirar al tendido
en volandas se llevan a su padre a mejor sitio
allí donde una joven de veinte años y pico enseña sus senos al aire
mientras lee una revista que en portada lleva el nombre de un conocido artista que tiene su público.
Como quiera que estoy en la tercera estación de mi libro
leo y vuelvo a leer a ese poeta griego que nos lanza como un suspiro
al que yo correspondo con aplausos
y entre tías suyas muertas sin tener hijos,
calles de capitanes en Francia que inventaron cañones más productivos,
submarinos y marcos mercantes hundidos,
primaveras casi comiendo higos,
fuentes que yo intuyo en el Peloponeso, aquel que leí siendo casi niño,
me voy hacia el agua
en busca de un remolino donde zambullirme para salir limpio
de lo que la prensa dice y yo leo con cara de animal perseguido,
de lo que la televisión anuncia en señal de castigo a la inteligencias normales
que pulsan un botón para sentirse más unidos con ese pequeño teatro que es la vida
vista a través de un teleobjetivo.
No es domingo,
lo se porque yo esos días huyo
de todo aquello que tiene que ver con la palabra tumulto.
Es jueves con mercado incluido
allí donde Cullera se expandió buscando su río
hasta allí me he llegado
demasiado pronto a lo visto.
Por ese motivo me he ido directo a un lugar por mi conocido
donde he comprado unos puros
con los cuales combatir a esa Armada Invencible de mosquitos
que acuden a mi luz, que se meten conmigo, sin que yo sea, a saber mío, su enemigo.

Autor de la poesía: Jose Vicente Navarro Rubio

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