La ciudad chusca con su barrio de putas,
catedral con grandes ventanales
y arcos de piedra desafiando la ley de Murphy.
La ciudad con su metro de recorrer distancias
sobre raíles de hierro
colonizando las entrañas
de ese suelo donde viven las ratas y las cucarachas.
La ciudad en la que trabajo
y no habito
a la que me desplazo con desgana
por la que paso a diario
de semáforo en semáforo de buena mañana.
Esa ciudad tenía un río
que sobre ella
de vez en cuando se le abalanzaba
y sobre ella vomitaba agua
y en el cual ahora no te puedes lavar la cara.
La ciudad con su Cabañal y barcas,
puerto marineros y tascas
estaba llena de acequias y alquerías
de los tiempos de María Castañas
y de eso ahora no queda nada
como si fuera la piel de un plátano
del cual te has comido su pulpa sabrosa y magra.
Yo adoraba esa ciudad
por la cual cuando paseabas
te sentías
como si fueras parte de su alma.
Yo creía en los legados
y en que los tiempos
cuando pasaban
respetaban
todo aquello que nos había llegado
como por arte de magia.
A lo visto,
que mala pata,
la vida no es así y engaña
para cuando vuelves la vista atrás
y ves que te falta,
el molino de moler harina,
las revistas de Mafalda,
el TBO, Carpanta,
el Capitán Trueno,
Doña Urraca
el Jabato y Fideo,
el capitán Araña,
la fabrica de seda,
el molino de agua,
el kiosko con chucherías
tus amigos de aquellas alegres mañanas
recorriendo los espacios
entre bancales de patatas,
aguas limpias, claras,
sombras y cobijos
bajo las tupidas sábanas
de los árboles de moreras,
de los olmos e higueras y de las viejas barracas
hechas con caña
donde las hortalizas se aireaban.
De la ciudad del Turia
me queda
casi como si fuera una forma sagrada
la vida que en ella viví
para cuando todavía parecía que estaba encantada
por un flautista que tocaba una flauta mágica.
Autor: Jose Vte. Navarro Rubio
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