martes, 14 de junio de 2011

DE CUANDO LA NIEVE VESTÍA DE BLANCO PINAREJO

                                                                          

A esta hora de la tarde y con la faena realizada da gusto escribir y dar rienda suelta a todas aquellas imágenes que permanecen retenidas en la memoria y que sólo necesitan de un chasquido para aflorar. Viene esto a cuento y tiene que ver con una serie de fotografías que he visionado en este foro de Pinarejo y sus tierras. Concretamente cuatro son las fotografías. Tres de ellas de Jesús Navarro, que sirven para contextualizar un paisaje meseteño vestido de blanco por arte y magia de las bajas temperaturas que azotaban nuestra tierra allá por la década de los años 50 a 70 del siglo XX.

Ver las calles, tejados, árboles, tapiales, eras, molino de viento y tierras de Pinarejo vestidas de blanco, como si fuera una novia a punto de decir sí en el altar, es una gozada tremenda que no me quiero guardar para mis adentros. El punto más álgido de esta emoción y de estas sensaciones se me hace más patente cuando exploro el paisaje con la mente e intento recordar ¡Haz la prueba, querido lector/a y verás el resultado! Nada, de nada, mejor que el jamón el resultado, ¡verdad!

Los recuerdos que me vienen tienen que ver con unas Navidades del año 1958/1959. Los niños de San Idelfonso cantaban los números de lotería, recuerdo que allí, en una sala pequeña de mi casa, cocinilla, tres adultos escuchaban atentamente la radio al mismo tiempo que saboreaban un buen vaso de vino tinto de uva cosechada en las tierras del pueblo y transformada en vino en la misma bodega de la casa.

Recuerdo también la calle de las Cruces llena de nieve hasta una altura de unos 70 centímetros y a mi padre y a mi hermano mayor, con una pala en la mano, haciendo una senda en mitad de la misma calle. Este recuerdo va acompañado de otros recuerdos que tienen que ver con la escuela de párvulos que regía Dña Pía. Recuerdo como La leche en polvo se transformaba en leche liquida. Para ello las mozas del pueblo volcaban en una caldera, preparada a esos efectos, cántaros de agua que al mezclarse con la leche en polvo se convertía, rara magia y alquimia pura, en nuestro casi único alimento matutino del día. Era obligatorio, por aquellos pagos, acudir a la escuela con un tronco de leña bien seca que después serviría para calentarnos. Al calor de una estufa de leña que presidía el aula recitábamos el abecedario e intentábamos, los niños de aquellos días, leer la lección y hacer unos garabatos sobre la hoja de una libreta.

¡Que buena la leche en polvo de los americanos, que guapas las mozas de Pinarejo manos en la cintura y cántaro sobre la cabeza, que mal me entraban, por zoquete, las letras en la sesera, y que zopenco más grande el animal que tiró, piqueta en mano, la casa solariega de los Sandovales donde yo curse, en una de sus frías estancias, mis primeras letras con poco éxito, pues un día a mitad de curso cogimos las de San Diego y recaímos en la ciudad del Turia: Valencia.

La verdad es que los inviernos con nieve eran inolvidables las gentes se hermanaban más entre ellos y desaparecían las rencillas, no por la nieve, aunque ésta algo tuviera que ver con el asunto, sino porque las gentes no salían de las casas durante unos días y así muerto el perro se acababa la rabia. Los más pequeños de la casa aprendíamos de los mayores lecciones prácticas que en nada tienen que envidiar a las clases magistrales que algunos doctos eruditos sacuden en la universidad. Aquello era "la universidad de la vida". Los abuelos se convertían en transmisores de principios, conductas y normas. Presidían la mesa como los reyes, cuando hablaban los demás callaban, y cuando podían que era casi siempre, nos recordaban quienes éramos y quienes habían sido nuestros antepasados. Se glorificaba el trabajo como algo natural y necesario y se nos reiteraban consejos que tenían que ver con la honra, sensatez y cordura. Hay van algunos de ellos: ¡Cuidado con las corrientes!, ¡no bebas agua fría!, ¡cierra la ventana!, ¡apaga la luz!, ¡no te destapes!, ¡ves a buscar a tu padre al bar de Florentino!, ¡vete a misa!, ¡pasa por casa de los abuelos!, ¡no te juntes con ese judas!, ¡obedece a Dña Pia y a D. José! Así era mi madre.

Aunque pobres de solemnidad éramos ricos en otros asuntos imposibles de entender de no haber vivido en aquellos días y de no haber tenido estas experiencias tan agradables y sencillas.

Ternura, paz, silencio, amor, hermosura, Navidad. Estos son algunos de los epítetos, adjetivos y monosílabos que se me escapan al contemplar estas fotografías de Pinarejo.

Pero lo que acierto a ver en las fotografías no tiene que ver nada con el paisaje que contemplamos ahora. Ni estos ni aquellos paisajes tienen que ver con aquellos otros paisajes de siglos pasados en que nuestra meseta, el páramo, estaba vestido con otra vegetación más nobles y con otras especies animales más acopladas al frío.

Por hoy acabamos, desde Valencia les recomiendo dar rienda suelta a los sentidos y soñar con una buena nevada.

José Vte. Navarro Rubio

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