viernes, 17 de junio de 2011

DIVERSOS COMENTARIOS A UNAS FOTOGRAFIAS


                                                                         

Que estaría buscando el autor de nuestra fotografía al plasmar con la máquina el lienzo de pared, la nieve y lo que parecen ser las ramas de un árbol. Enigmática es la foto pero todo en la vida tiene respuesta. Nuestro fotógrafo buscaba algo más que una fotografía. Iba al encuentro de su infancia dejada un día en aquella casa de su pueblo Pinarejo. La foto es algo intrascendente lo que sí tiene importancia es el gesto a la hora de intentar rescatar algo de lo cual guarda un recuerdo lejano pero agradable en su memoria. La pared, el árbol, el patio, la casa, el corral, todo es en esencia lo mismo, aunque no lo veamos. Añoranza diría yo que es por los días pasados que ya no volverán. Pero mira por donde en la vida siempre hay momentos para volver a los orígenes, no importan las canas, ni el tiempo pasado ni las circunstancias por las que puede caminar la vida de uno. Todo es empeño y ganas. El mismo empeño que, en resumidas cuentas, a puesto nuestro fotógrafo para legarnos esta fotografía a la que yo rebautizaría con el nombre de “La infancia perdida”. No hace falta más que leer el subtítulo que acompaña a la fotografía para entender de lo que estamos hablando. Es la casa de sus padres, su casa. Su única casa en el pueblo de su vida.
Otra descripción:

                                                                        
                                                                  

Es una fotografía rara. Muy rara. De esas que dan escalofríos. Vaya puntería y que aguante. Es difícil predecir el momento del día en que fue realizada. Por parecer yo diría que anochece y esa imagen más blanca que sobresale debe ser el sol poniéndose entre las nubes ¿Pero no sé? Podría estar sacada en un día de esos grises en los que de repente el cielo amenaza tormenta. Podría ser. Es una fotografía para ser pintada. Esas transparencias sobre las tinieblas y esos rayos de luz que caen hacia la tierra dan a la fotografía fuerza y espiritualidad. Yo creo que a la Capilla Sixtina le falta un cielo como éste para expresar el juicio final.

Sobretodo me gusta esa luz difusa que cae sobre la tierra momentos antes de que la oscuridad más absoluta se hiciera dueña del orbe.

Estos cielos llenos de interrogantes sólo se pueden contemplar y disfrutar en lugares como nuestro pueblo, Pinarejo, libre de contaminación lumínica. Teniendo el lugar el resto es fácil sólo queda disponer de tiempo suficiente y paciencia para clavar con la cámara aquello que uno ve y de lo cual se encuentra disfrutando.

Si le falta algo a la fotografía no es culpa del maestro. Yo diría que para ser perfecta le falta la imagen del Espíritu Santo. Pero claro esto ya son palabras mayores.


                                                                         

Esta fotografía tomada a través de un espeso follaje y de un tapial/lienzo de pared, prolonga nuestra visión más allá de los confines de la Plaza Mayor de Pinarejo y nos lleva por encima de los tejados de las viviendas hasta la iglesia del pueblo. La fotografía nos introduce en un paisaje dominado por un campanario desde el cual unas altivas campanas, hoy nuevas, fueron utilizadas durante siglos para llamar al vecindario a los diferentes actos que tenían que ver con la liturgia. Aparte de esta utilidad el toque de campas, repique, servía, también, para avisar de algún peligro eminente o de algún tipo de incidencia (incendio, tragedia) que pudiera tener especial interés para la comunidad. Resultaba entrañable oír el sonido de las campanas, su musicalidad, sobretodo los domingos o días festivos, cuando la gente se encontraba en alguna parte del término, realizando labores agrícolas o que tuvieran que ver con el pastoreo. Suponía un gozo difícil de explicar y del que muchos no podrán disfrutar. A mí particularmente me gustaba su sonido cuando las oía y me encontraba en la zona del Charcón.

Pero con el paso del tiempo, al igual que ocurre en todas las profesiones, el oficio de campanero se ha ido perdiendo y con él se ha ido también una parte importante de nuestra cultura que tiene que ver con el repique y el volteo de las campanas. Con la modernidad vino la electrificación del sistema y más tarde con la megafonía la perdida del hilo conductor que unía la tradición y la costumbre con nuestra forma de entender el mundo de las campanas y sus toques, apareciendo una moda nueva para la cual no encuentro nombre apropiado. Los toques de campana han perdido parte de aquella primera función para la que fueron creadas: alertar, informar, reclamar y servir de guías y de acompañamiento a los actos religiosos, culturales y hasta lúdicos de nuestros pueblos.

Muchas campanas, como las de Pinarejo, debido al paso del tiempo y a su uso continuado terminaron por sufrir fracturas que hacían inviable el uso para el cual habían sido concebidas.

La alternativa cuando el deterioro de las campanas se hace muy grande consiste en fundir las viejas y hacer unas nuevas, que por mucho que se quiera nada tienen que ver en cuanto a sonido, con las viejas. Dos son los motivos por los cuales no se puede equiparar las campanas de hoy en día con las de antes: la calidad del metal y la técnica de confección.

Bien situada la fabrica de nuestra iglesia en lo más alto del pueblo y mejor situadas las campanas por encima de todas las viviendas de la localidad, su sonido, alegre cantar en las primaveras, se había venido trasmitiendo a lo largo de los siglos, como por arte de magia, impregnado su musicalidad todos los lugares del término, por muy recónditos que éstos estuvieran. Ahora eso sí dependiendo del lugar en el que nos encontráramos percibíamos su sonido de una forma u otra. Recuerdo como ante su toque, repique, las mujeres preferentemente salían a las puertas de las casas para realizar preguntas; otras aceleraban de inmediato las tareas del hogar que estaban haciendo en esos momentos, con el fin de acudir al acto para el cual se reclamaba su presencia. Durante el tiempo en que las campanas estaban repicando se veía a las buenas gentes salir de sus casas y encaminarse lentamente, sin prisas y sin pausa, hacia el lugar de donde venía el sonido con el fin de cumplir con sus obligaciones para con la iglesia.

Cada repique tenía su justificación. El toque de difuntos, seco y desnudo se hacia de forma lenta y paulatina, como si el campanero no quisiera tocar o como si las campanas se hubieran puesto de huelga. Cuando el fallecido era un niño pequeño se tocaba a gloria. El toque de arrebato o fuego: Como su nombre indica servía para llamar a los vecinos para combatir el fuego. El toque de rogativas servía para bendecir campos. El toque de fiesta se utilizaba durante la fiesta mayor del pueblo. El toque de Ángelus era a las 12 del mediodía y era un toque muy especial. El toque de misa se utilizaba cada vez que se llamaba para este acto. Muchos eran los toques y variadas las técnicas. Hoy en día y con el fin de no perder esta tendencia se han creado en muchos lugares gremios de campaneros que se encargan de recopilar toques y de preservar para las generaciones futuras los diferentes toques de campanas que por costumbre se utilizaban en muchas iglesias de nuestro país.

A mi entender, aunque es difícil pedir neutralidad, las campanas de nuestro pueblo sonaban de forma diferente a como suenan las de las grandes ciudades. Yo diría que la diferencia entre unas y otras se encuentra en que las campanas de los pueblos como el nuestro, Pinarejo, tenían alma, es decir comulgaban directamente con su medio ambiente y las de las grandes ciudades están sometidas al imperio del ruido y de la contaminación.

Ahora en estos momentos sólo hace falta de manos diestras que aprendan el interesante arte de hacer repicar las campanas, para que la melodía exquisita que se desprende al chocar el badajo con el metal y convertirse éste en música se pueda expandir por todo el término.


                                                                              
Comentario:

Que duro eran los inviernos y más el que nos viene a describir esta fotografía. Molino y cementerio parecen estar unidos por un mismo destino llamado soledad. Será por eso el que los vecinos del pueblo tengan por costumbre ir hasta el Molino para pasear; para recoger setas de cardo en los barbechos y lindes de los campos cercanos al monumento y para bolear. Cementerio y molino han estado unidos desde el mismo momento en que el cementerio viejo del pueblo fue clausurado y se construyó el nuevo en el lugar donde se encuentra enclavado hoy en día.

Bonita imagen la que contemplamos puramente meseteña, pero lo que para nosotros se nos antoja bello para otros en su momento fue sufrimiento y dolor. Los inviernos invitaban a la muerte que casi siempre recaía sobre los más jóvenes y los más viejos y también a la soledad en el interior de las casas cuando el frío apretaba y las personas se encerraban en ellas para calentarse junto a las chimeneas. Personas y animales convivían en los recintos interiores de las casas y estaban marcados aunque por destinos diferentes por unos mismos patrones: el perro para cazar o cuidar el ganado; el gato para hacer compañía; los animales de corral para ser comidos; los animales de labranza para trabajar en el campo. Nadie sobraba en las casas. Todos eran necesarios y útiles y vivían en completa armonía hasta que la necesidad hacia que desapareciera el vínculo entre el ser humano y el animal.

Con el tiempo se pierde todo hasta las buenas costumbres. Nuestro pueblo tenía a gala ser uno de los pueblos de la Mancha con más cabezas de ganado. Sirve para esta ocasión contarles que allá por el año 1708 transitaron por el Puerto Real de Chinchilla, entre los días 21 y 23 de noviembre, 8.959 cabezas de ganado, pertenecientes a los pinarejeros: Francisco Melgarejo y Julián Belinchón. Cabreros, duleros y zagales bien provistos de albarcas, zamarra, camisones, montera, petos y garrote en mano guiaban a las ovejas camino de los buenos pastos. Tenían los pastores como fieles aliados a los mastines que de continuo solían achuchar cuando alguna oveja se separaba del rebaño. Por aquellos caminos barruntaban los rebaños por hambre y sed hasta que llegaban a las rastrojeras donde se dedicaban a pastar durante unos días y a disfrutar rumiando la hierba, ricia. Muchas ovejas caían en su peregrinaje víctimas de la apostema, de la bacera, del carbunco, de la jalasia, del pelo, del tontillo y de la bien conocida modorra. Otros, los cabritillos, recentales, vagaban perdidos en medio del rebaño hasta que encontraban a su madre y la compañía se hacia inseparable. ¡Cómo se reconocían madre e hijo! Igual daba su procedencia: alcarreñas, churras, granadinas, malagueñas, manchegas, merinas, muesas, murcianas o serranas, el instinto siempre era el mismo. Los pastores huían de los arreñales y buscaban los barbechos camino de los apriscos, majadas y rediles y así día tras día y noche tras noche.
José Vte Navarro Rubio

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