Me viene a cuento el título de este libro para esbozar un homenaje hacia aquellos médicos rurales que de una forma u otra tanto hicieron, con tan pocos medios, por atender las enfermedades de los habitantes de las zonas rurales de nuestra geografía peninsular. Los médicos rurales se las tenían que apañar con su sola presencia para atender a la población que tenían a su alcance, sus desvelos eran continuos y el agradecimiento de las buenas gentes llegaba hasta las casas de los médicos en forma de pequeñas gratificaciones o regalos que siempre tenían que ver con productos naturales de la tierra. Su oficio de sanadores era estimado y valorado, pues todos sabían que en última instancia dependían de sus buenas artes para curar cualquier tipo de mal.
Hacia 1912 la plaza de médico titular de Pinarejo, estaba dotada con el haber anual de 999 pesetas, por la asistencia de 30 familias pobres e igualatorio por más de 3.000 pesetas. Muchos veces los ayuntamientos tardaban tiempo en sacar las plazas concurso. Hacia 1918 el Gobierno Civil de Cuenca oficia a los alcaldes de Pinarejo y La Almarcha recordándoles la obligación que tienen de anunciar la vacante de médico titular que ambos pueblos estaba sin proveer desde hacia mucho tiempo. Era el tercer requerimiento que se les hacia en virtud de las reclamaciones de la Junta de Distrito de San Clemente.
Les dejo para terminar con un relato corto que recoge esa forma tan concreta de vivir el día a día que tenían los médicos rurales o de cabecera.
Autor de la reseña anterior: José Vte Navarro Rubio
LA CASA DEL MÉDICO
por elcantodelcuco
Cuando alguien se ponía malo en el pueblo, ya fuera un retortijón
de tripas, un cólico miserere, una subida de la calentura, un dolor en
el costado, una hemorragia, la culebrilla del herpes, un parto, el
habitual mareo del abuelo, un “paralís”, una infección de orina, una
caída de la caballería, una coz, la mordedura del perro, un brazo
quebrado, un espigazo en el ojo, unas fiebres de malta, la picadura de
una víbora, la pelagra, la inapetencia del niño, unas anginas, el
catarro que se agarra al pecho y que no sale con ventosas o un ataque
agudo del reúma que deja al que lo sufre cojitranco, se acudía a la casa
del médico a cualquier hora del día o de la noche, tanto los días de
hacer como, en caso de especial apuro, los días de fiesta. El médico, lo
mismo que el cura, estaba siempre disponible. Eran las dos personas más
respetadas y veneradas del pueblo. No era infrecuente que trabajaran al
alimón. Cuando el caso era de cuidado, y más si descubría con su ojo
clínico, después de observar y auscultar al enfermo, que era un caso
perdido, el médico solía aconsejar en voz baja a una familiar, aunque
fuera a altas horas de la madrugada y él fuera algo descreído: “Avisad
al señor cura”. “¡Ay Virgen Santísima!”, suspiraba la familiar. Y así,
cuando salía uno de la casa con su pequeño maletín de cuero, que
contenía el fonendoscopio, el aparato de la tensión, el termómetro y el
botiquín mínimo de primeros auxilios, entraba el otro con la estola
morada y los santos óleos para proporcionar al enfermo los postreros
auxilios espirituales. Este era el orden establecido, el orden natural
de las cosas, que funcionó bien durante mucho tiempo. La casa del
médico, generalmente más nueva y confortable que el resto, era la más
visitada, la que inspiraba mayor confianza, junto con la iglesia y la
taberna.
El médico visitaba, cuando era preciso, a los enfermos en su propio
domicilio, como ahora el chatarrero o el tapicero en las urbanizaciones
de la ciudad. Seguramente por eso se le llamaba médico de cabecera, que,
con el tiempo, derivó en lo de médico de familia. En las Tierras Altas,
abruptas y torturadas, como tengo dicho, la casa del médico, propiedad
municipal, estaba en la cabeza de la comarca y, como apenas había
carreteras, las que había no estaban muy transitables, sobre todo en
invierno, y no abundaban aún los coches, el médico acudía, cuando le
llamaban, a los pueblos de la comarca, por caminos de herradura cuando
no de cabra, a lomos de una mula o de un caballo, antes de que llegaran,
con el tiempo, las motos y terminara envuelto en el polvo del camino.
Sólo en casos muy graves enviaba al paciente al hospital de la capital
lo que obligaba a habilitar unas parihuelas con un zarzo de la majada
para transportarlo hasta la cabecera de la comarca donde arrancaba la
carretera y existía un viejo coche de punto. Por lo demás, no era
extraño que el médico fuera cazador y, de vuelta a casa, diera una mano a
las perdices en la ladera o por los cabezos. Sumergido de lleno en la
vida rural, podías encontrártelo también al caer la tarde sentado ante
una mesa con tapete verde dispuesto para la partida de guiñote, de tute o
de rabino, a la que no solían faltar el cura, el secretario, el
maestro, el veterinario, el boticario o el sargento de la guardia civil,
en un ambiente de franca camaradería.
Mientras estos beneméritos personajes permanecieron en los pueblos,
los pueblos siguieron vivos. Su marcha aceleró el gran éxodo rural. La
forma más segura de matar a los pueblos es cerrando las escuelas y
despachando al médico, instalándolo en un frío, lejano y funcionarial
consultorio de batas blancas en un hospital de la capital. Me parece que
en las decrépitas aldeas, con una población cada vez más envejecida, el
problema de la salud es ahora el que más preocupa a sus menguados
habitantes. No podían tener peor ocurrencia las autoridades que reducir
los servicios médicos nocturnos y de fines de semana en las comarcas más
deprimidas, como está ocurriendo en la Alcarria y en la Mancha, cuando
más falta hace la cercanía, aduciendo que estos servicios no son
rentables. Y la mala idea se extiende como una mancha de aceite de colza
a otras comunidades. Por ello los vecinos de muchas aldeas se han
sentido en esta cuesta de enero aún más desamparados de lo que estaban.
¿Acaso no es esto literalmente un atentado a los derechos humanos? ¡La
salud convertida en negocio! ¡Lo que nos faltaba!
Déjenme, en fin, que rinda hoy un sentido homenaje a los médicos
rurales, con un recuerdo especial para don Higinio, que llegó galopando
en un caballo tordo un día de nieve a Sarnago y atendió a mi madre en el
parto, un parto difícil por lo visto, a la luz de un quinqué; creo que
le debo la vida; don Diego, médico en el Villar del Rio, cerca de
Yanguas, una de las mejores personas que he conocido en mi vida, que me
acompañó en Madrid la noche azarosa en que iba a nacer mi primer hijo;
don Manuel, vigoroso personaje, que recuerdo bien de niño porque llegaba
a caballo y paraba en nuestra casa, y mi tocayo, don Abel Pérez
Gallardo, médico de Fuentes de Magaña y la comarca, que atendió a mis
abuelos de Valtajeros, buen cazador y hábil jugador, del que tanto
aprendí, con el que pasé ratos increibles en casa de la Emilia, donde
estaba a pupilo. El hombre ni siquiera tenía casa propia. “Los médicos
-le decía yo- sois unos fracasados: se os muere el cien por cien de la
gente”. Y los dos nos partíamos de risa.
Cuaderno gris de Abel Hernández
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