domingo, 26 de octubre de 2014

SOBRE LA PALABRA APOROFOBIA: FOBIA A LOS POBRES


Emilio Martínez Navarro: “Aporofobia”, en: Jesús Conill (coord.): Glosario para una sociedad intercultural, Valencia, Bancaja, 2002, pp. 17-23.

De “áporos”, pobre, sin salidas, escaso de recursos, y “fobia”, temor. De modo que el término “aporofobia” 
serviría para nombrar un sentimiento difuso, y hasta ahora poco estudiado, de  rechazo al pobre, al desamparado, al que carece de salidas, al que carece de medios o de recursos
La aporofobia se alimenta del extendido prejuicio de que los pobres son  culpables de la miseria que les aqueja. Este prejuicio, como tantos otros, es también una generalización apresurada. En principio, de modo similar a como algunos accidentes de tráfico son responsabilidad del accidentado y en cambio otros no lo son en absoluto, también ocurre que una parte de las situaciones de pobreza tienen su origen en algún tipo de negligencia más o menos voluntaria, mientras que otra gran parte de tales situaciones tiene causas totalmente ajenas a la voluntad de las personas que sufren la pobreza. Esta constatación ha de completarse observando que, aún en los casos en los que las personas tuvieron responsabilidad al provocar su propia ruina, eso no implica que debamos abandonarlas a su suerte, como no lo haríamos tampoco en el caso 
del conductor negligente que provocó su propio accidente. Tenemos un deber de humanidad de ayudar a las personas en apuros, y eso es así con independencia de que la persona necesitada sea en parte responsable de su apurada situación. 
 Por otra parte, la condición humana está afectada por eso que Rawls ha llamado “la lotería natural y social”, esto es, el hecho de que nadie puede alegar mérito alguno por la cantidad y calidad de sus dotes naturales 
(inteligencia, fuerza, belleza, resistencia a la enfermedad, etc.) ni por las ventajas sociales heredadas (una familia, unos parientes, un ambiente de crianza y educación, unas oportunidades de formación, etc.). Conforme a ese mismo concepto, nadie debería ser considerado responsable de no haber nacido con alguna desventaja física, ni de no haber disfrutado de ciertas oportunidades que nunca le fueron brindadas. En síntesis podríamos decir que una parte de lo que cada cual consigue o deja de conseguir en la vida es cuestión de oportunidades que se le presenten, mientras que otra parte es responsabilidad (mérito o demérito) de cada uno. Por tanto, culpar a las personas que están en situaciones de pobreza de haber llegado a esa situación es, sin lugar a dudas, una injusta generalización.

FUENTE:INFORME JURÍDICO SOBRE APOROFOBIA, EL ODIO AL POBRE
Concepto de aporofobia
El naturalista sueco Karl Von Linné, considerado como el padre de la taxonomía moderna, afirmó que “si 
ignoras el nombre de las cosas, desaparece también lo que sabes de ellas”. Es posible que por esta razón, 
hayan numerosos estudiosos que propugnan que la Real Academia Española reconozca el uso del término 
aporofobia, para de esta manera darle nombre a todos aquellos comportamientos que se dan por temor a 
la pobreza o a los pobres.
A priori, es extraño para quienes suscribimos que el término aporofobia no figure en el diccionario de la 
Real Academia de la Lengua Española tal y como de desprende de la búsqueda realizada en su sitio web 

Este vocablo fue acuñado en 1996 por Adela Cortina, profesora española que publicó un artículo periodístico refiriéndose a uno de los males de esta época: el rechazo y el odio hacia las personas pobres
. La etimología de la palabra, tal como lo explicó el docente español Emilio Martínez Navarro en el Centro Cultural de España, proviene de los términos griegos “a-poros” (sin medios ni recursos) y “fobeo” (aversión, odio, rechazo)


 

FUENTE: Adela Cortina: El Pais:
La Real Academia Española introduce de tanto en tanto en el Diccionario de la lengua nuevos términos por razones diversas. Son algunas de las más comunes que la expresión correspondiente venga usándose en la calle de forma habitual, o que proceda de una lengua extranjera y sirva para designar algún objeto o acción en un campo del saber.Pero existe una razón poderosa, tal vez la más poderosa, para acoger una nueva palabra en el seno de una lengua, y es que designe una realidad tan efectiva en la vida social que esa vida no pueda entenderse sin contar con ella. E importa ponerle un nombre, porque mientras es indecible actúa como hacen las ideologías: distorsionando, confundiendo para ocultar la verdad de las cosas. Poner nombre a las personas es imprescindible para darles carta de naturaleza ("te llamarás Eva", "te llamarás Viernes"), tanto más a las realidades sociales, de las que falta clara conciencia mientras son inefables.
Es en este orden de cosas en el que quisiera brindar a la Real Academia un nombre, después de rebuscar afanosamente en mi viejo diccionario de griego, tan usado el pobre en los años del bachillerato: el nombre "aporofobia". "Dícese -podría constar en la caracterización, por analogía con otras- del odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado". Y en ese ilustrativo paréntesis que sigue al término diría algo así como: "(Del gr. á-poros, pobre, y fobéo, espantarse) f.". Es, ciertamente, una expresión que no existe en otras lenguas, e ignoro si es la mejor forma de construirla. Pero lo indudable es que la repugnancia ante el pobre, ante el desamparado, tiene una fuerza en la vida social que todavía es mayor precisamente porque actúa desde un deleznable anonimato.
No figura en las relaciones de lo "éticamente correcto", en esas moralinas burocráticas que repudian acciones casi sin pensarlo y las gentes repiten ya de un tirón, como los viejos catecismos. Cuentan en ellas el repudio de la xenofobia y el racismo, de la hostilidad hacia el "xénos", hacia el extranjero, o hacia el que es de otra raza; nunca la repugnancia ante el "áporos", ante el sin recursos, ante el que parece que no puede ofrecer nada interesante a cambio. Y, sin embargo, ése es el que molesta, es la fobia hacia el pobre la que lleva a rechazar a las personas, razas y etnias habitualmente sin recursos.
No repugnan los árabes de la Costa del Sol, ni los alemanes y británicos dueños ya de la mitad del Mediterráneo; tampoco los gitanos enrolados en una tranquilizadora forma de vida paya, ni los niños extranjeros adoptados por padres deseosos de un hijo que no puede ser biológico. No repugnan, afortunadamente y por muchos años, porque el odio al de otra raza o al de otra etnia, por serlo, no sólo demuestra una innegable falta de sensibilidad moral, sino una igualmente palmaria estupidez. Sólo los imbéciles se permiten el lujo de profesar este tipo de odios.
Sin embargo, sí que son objeto de casi universal rechazo los gitanos apegados a su forma de vida tradicional, tan alejada de ese febril afán de producir riqueza que nos consume; los inmigrantes del norte de África, que no tienen que perder más que sus cadenas; los inmigrantes de la Europa Central y del Este, dueños, más o menos, de la misma riqueza; siguiendo en la lista los latinoamericanos escasos de recursos. El problema no es de raza ni de extranjería: es de pobreza. Por eso hay algunos racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos.
La razón es bien simple, descubrirla no precisa grandes especulaciones. En sociedades, como las nuestras, organizadas en torno a la idea de contrato en cualquiera de las esferas sociales, el pobre, el verdaderamente diferente en cada una de ellas, es el que no tiene nada interesante que ofrecer a cambio y, por lo tanto, no tiene capacidad real de contratar.
Esto sucede en el ámbito de la economía, en el que buena parte de la humanidad queda excluida de consumir productos básicos para la supervivencia sencillamente porque no interesa lo que podrían ofrecer a cambio. "El libre mercado", dice la teoría clásica, "garantiza mayor soberanía al consumidor". Lo que no aclara a renglón seguido es que merece el título de consumidor quien puede pagarse el consumo, quien presenta una demanda solvente, porque es éste un juego de toma y daca, en el que ejerce su libertad no el que quiere, sino el que puede.
Si tuviéramos agallas para universalizar la ciudadanía social a través de un cierto keynesianismo universal profundamente reformulado en términos de justicia en vez de retirarlo de los lugares en los que se ha encarnado, si aumentáramos la capacidad adquisitiva de cada una de las personas y las protegiéramos frente a las contingencias del mercado, aunque sólo fuera por aumentar el consumo, y con él la producción, podríamos empezar a hablar de soberanía del consumidor. "Es imposible", replican los interesados en que lo sea. Y, sin embargo, es preciso replicar que es de justicia.
Como es doctrina bien sabida desde hace décadas, pero magistralmente expuesta por Michael Walzer en Esferas de la justicia (1983), los bienes socialmente producidos son bienes sociales y tienen que ser socialmente distribuidos con justicia. Como la globalización -añadimos por nuestra cuenta- muestra, entre otras cosas, que la producción es global, global debería ser también la justa distribución de la riqueza, y un buen comienzo en el proceso sería universalizar la ciudadanía social.
Sin embargo, los bienes no son sólo económicos, no sólo hay áporoi en la esfera de la riqueza material. Las sociedades distribuyen también otros bienes, que componen distintas esferas de justicia: la pertenencia a una comunidad política, la seguridad en tiempos de vulnerabilidad (asistencia sanitaria, jubilación, desempleo), los cargos que determinan el ingreso, la estima social y las oportunidades vitales, la educación, el poder político, la igualdad, por la que nadie debería poseer un bien de estas esferas con el que pudiera comprar todos los demás, el reconocimiento y los honores que condicionan la autoestima y el autorrespeto.
En cada una de estas esferas hay áporoi, justamente aquellos que en ellas no parecen tener nada interesante que ofrecer a cambio. Por eso en el mundo político, amén de los extranjeros, inmigrantes, asilados, con sus dificultades para pactar, reciben los ciudadanos distintas contraprestaciones, según lo que ofrecen a quien ostenta el poder. Y así sucede igualmente en la universidad y en el hospital, en el taller y en el banco, en la vecindad y en la empresa, que hay quienes tienen algo interesante que ofrecer a los poderosos y quienes bien poca cosa. Y éstos son en cada una de las esferas los débiles, los excluidos. Los áporoi.
Mientras no se les nombra se confunden los perfiles, que es lo que gusta a los poderosos: esa difuminación del lenguaje, en virtud de la cual ya ignoramos de qué estamos hablando. Y en manifiestos contra el terrorismo se dice: "Estamos en contra de los intolerantes", confundiendo el tocino con la velocidad, porque la intolerancia es una actitud del carácter, y el que mata es un asesino. Los atentados contra las personas no son atentados contra la democracia, sino contra la vida concreta de las personas concretas, a quienes a partir de ese momento sus gentes ya no verán más. Excluidos, totalmente excluidos de la vida, supremamente marginados.
Ante una situación semejante cabe responder desde tres tipos de ética, encarnados en tres tipos ideales: la ética de los demonios estúpidos, la de los demonios inteligentes y la de las personas, amén de inteligentes, justas y solidarias. La sugerencia viene de Kant, quien en La paz perpetua aseguraba que hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, sacrificaría parte de su libertad y entraría a formar parte de un Estado de derecho, aunque tuvieran que someterse a la ley, "con tal de que", añadía, "tengan inteligencia". Podríamos decir, por analogía, que hasta un pueblo de demonios, sin sensibilidad moral, preferiría la paz a la guerra, la cooperación al conflicto, la colaboración a la exclusión, con tal de que tengan inteligencia.
Los demonios estúpidos excluyen a otros en cada esfera social, creyendo que no tienen nada interesante que ofrecer. Y en realidad sucede que los inmigrantes, tan vapuleados, asumen los trabajos que nadie quiere y traen sangre joven a una Europa avejentada. Los demonios inteligentes se aperciben de este tipo de cosas y tratan de averiguar con quiénes interesa sellar pactos, porque hasta el más débil te puede quitar la vida. Las personas con sentido de la justicia y la solidaridad van más allá del contrato: hacia el reconocimiento del valor en sí de cada ser humano, que es la divisa de la Ilustración.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

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