Conversaciones con José "Pepín" Bello
Anagrama
Sardá Marc, Castillo, David
José «Pepín» Bello ha sido protagonista de uno de los
períodos más ricos de la cultura española, ahí donde coinciden las generaciones
del 98, del 14 y del 27. En 1915 ingresa en la Residencia de Estudiantes, donde
trabará amistad íntima con una generación revolucionaria: García Lorca, Alberti,
Buñuel y Dalí. Asimismo tendrá como interlocutores a grandes intelectuales como
Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán, Falla, Unamuno, Antonio y Manuel Machado,
D’Ors, Ortega y Gasset, Marañón y Ramón Gómez de la Serna, entre muchos otros.
Bello participa en la gestación de la Generación del 27 en Sevilla, pero la
guerra civil dará al traste con los sueños de ese grupo de libre-pensadores.
Bello conseguirá salvar la vida y continuará participando en la vida cultural.
En Conversaciones con José «Pepín» Bello, a través de una extensa
entrevista, pueden vislumbrarse sus mejores armas: la amenidad del conversador,
la agilidad mental, el sentido del humor y la inteligencia de un personaje que
se convirtió en un revulsivo de una generación, pero que se negó, hasta ahora, a
dejar testimonio o a publicar nada. <
Una penumbra perfecta se desparrama por el
salón-confesionario-despacho en el que se entrega cada día al quehacer de no
hacer nada, que es lo que más le divierte. Su escueto piso está en una de las
calles que atraviesa el barrio de Prosperidad, en Madrid.
Allí vive en una soledad poblada de fantasmas y otros amigos más recientes que animan sus jornadas, ya de por sí entretenidas a poco que José Bello -Pepín Bello para el mundo, nacido en Huesca en 1904- se deje llevar un rato por los vericuetos de la memoria y recuerde algunas de las cientos de tardes, de las muchas complicidades que vivió junto a tres de sus mejores amigos: Federico García Lorca, Salvador Dalí y Luis Buñuel.
"Nos conocimos a principios de los años 20 y
pronto trabamos amistad, creamos nuestra propia pandilla en la Residencia de
Estudiantes. El último que llegó fue Salvador, y yo fui el primero que vi sus
cosas, el primero en conocerle... Su habitación estaba en el mismo pasillo que
la mía. Había dibujos por todos lados. Eran excelentes. Me dijo que eran suyos.
De inmediato se lo conté a Buñuel y a Federico y lo incluimos en la pandilla.
Dalí tenía un talento extraordinario para la pintura, pero del resto de cosas no
entendía nada. Tampoco le hacía falta. No sabía leer la hora del reloj ni que
cinco duros eran 25 pesetas, ni sacar un billete de tranvía o de teatro. No le
importaban las mujeres, era asexuado como esta mesa... Nada de nada".
Desde entonces, fueron inseparables durante la juventud, y más allá. Cada uno
desarrolló una obra (poesía, pintura, cine) iniciada al calor de la Residencia
de Estudiantes, buque insignia de la Institución Libre de Enseñanza, creada en
la República por Francisco Giner de los Ríos... Todos, menos José Bello. De
profesión: amigo de sus amigos, agitador de surrealismos, inventor de
neologismos, forense de conceptos putrefactos, noctámbulo, animoso para la buena
bebida, testigo de excepción del momento más luminoso de la cultura española del
siglo XX, eterno proyecto de estudiante de Medicina y algún ismo más.
Escuchándole, parece como si se hubiese dedicado gran parte de su vida a ordenar recuerdos, a bruñirlos en la memoria desde que aterrizara en Madrid en 1915, procedente de Huesca. "Era un muchacho de pantalón corto. Mi padre era íntimo de Giner de los Ríos, Joaquín Costa y Manuel Bartolomé Cossío, así que a mi hermano mayor y a mí nos envió, con tres años de diferencia, a estudiar a Madrid en la Residencia de Estudiantes. Encontramos un ambiente que era como una continuación del que teníamos en casa, donde siempre nos imprimieron curiosidad por el arte, por la literatura... por todo. Así que en mi infancia he mamado lo que luego conocí en la Residencia". Algo de eso se percibe, como un incienso raro, cuando uno entra en su casa y recibe desprevenido ese golpe de cordialidad que sale de un cuerpo de tonelete apuntalado por una dentadura perfecta y el bigotito blanco, la papada suelta de felicidad y la cara que delata una infancia de niño zangolotino y ocurrente.
Falta pared, falta espacio para acomodar libros, dibujos y fotografías, entre ellas algunas de esas que figuran en cualquier volumen biográfico de Buñuel, Lorca y Dalí. Por supuesto, dedicadas: "Para Pepín, de su amigo Federico, 1925". O esa otra que se reproduce aquí en la que figura cogido de la mano de Lorca y Dalí. Y también dibujos de Manuel Ángeles Ortiz, Benjamín Palencia y Caneja, entre otros. Todos eran un auténtico grupo en aquellos años de juventud en los que Madrid hervía calentado por las ilusiones de un puñado de jóvenes con inquietudes. El último testigo de tanta felicidad desatada es él. Hablar es lo que le gusta, repasar recuerdos. Pero escribir... "Muchas veces he sentido la tentación de escribir unas memorias, pero siempre que me he puesto a ello he terminado rompiendo lo que había hecho, así que decidí no hacer nunca nada. Me he alegrado mucho del éxito de mis amigos. He celebrado sus triunfos como míos, pero no he sentido esa necesidad de escribir o pintar".
LA MEMORIA DE JOSE BELLO
se desenvuelve con una destreza de sierpe por los nubarrones de los años. "Ya son 97 los que voy a cumplir el mes que viene. Soy menor que Federico y que Buñuel, y de la misma edad que Dalí". Y lo advierte con esa coquetería que sólo gastan ciertos hombres centenarios. Se mueve a pasitos cortos por la cuadratura estrecha de su despacho en penumbra. Escucha con atención y de sus palabras sobresale una bonhomía de señor muy bien educado, siempre algo descreído de su protagonismo, pero consciente de que ha vivido uno de los momentos más apasionantes de la cultura española del siglo XX. Es el último testigo de la Generación del 27 y hace unas semanas le dieron en la Residencia de Estudiantes la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Aunque nada de eso conseguirá alterarle: "La verdad, a mí no me ha importado. Lo he agradecido, pero no es una cosa que me impresione demasiado".
Uno intuye que a pesar de tantos años y de su elegancia planificada, casi inocua -niki, rebeca de lana, pelo blanco como recién arreglado--, lo que aún le gusta es inventar anaglifos (esos poemitas absurdos de tres sustantivos, uno de los cuales, el del medio, había de ser inevitablemente "la gallina", como "El té,/el té,/la gallina/y el Teotocópuli"), escribir aquellos cuentos "putrefactos" -como ellos los denominaban- y disfrutar con unos amigos de los que intuyó pronto la excepcionalidad de su talento: "De Salvador, Federico y Buñuel nunca tuve duda de que iban a ser creadores importantes. Ni ellos ni los otros. Por la Residencia pasaban a diario también Dámaso Alonso y Rafael Alberti, por ejemplo. Recuerdo una ocasión en la que se acercaba el cumpleaños de una novia mía de entonces, Araceli Durán se llamaba, y yo no tenía dinero para hacerle un regalo, así que le pedí a Rafael que le escribiera un poema. Se lo dije a mediodía, y estaba yo acabando de comer cuando me llamó por teléfono y me dijo: `Pepín, ya tienes eso'. Yo me quedé impresionado por la rapidez, era un soneto soberbio. Mira, es éste, el que abre su libro Cal y Canto ". José alcanza un volumen de uno de los anaqueles de la estantería que tiene a la espalda y lo abre por la primera página. El soneto se titula Araceli, y manuscrita lleva una dedicatoria: "Para Pepín (en secreto) Rafael". "A Araceli le encantó, y quedé muy bien con ella. Aunque tiempo después me dejó. La verdad es que no me extrañó gran cosa". Fue la primera y última novia que se le conoció.
Siempre ha vivido solo. "De estar solo no me canso nunca", dice. Ya en los tiempos de la Residencia siempre escogía habitación individual. "Pero hubo un par de ocasiones en que Federico se retrasó en el papeleo y se quedó sin habitación. Don Alberto Jiménez Fraud, el director, me llamó para decirme si no me importaba compartirla con él. No me gustaba la idea, pero tratándose de Federico… Éramos muy amigos, así que no había problemas. Él trabajaba mucho, y entonces era como si no existiera. Siempre lo hacía del mismo modo: se sentaba en la cama con una manta sobre las rodillas y un mazo de folios. Escribía unos versos, los tachaba, los volvía a escribir, daba una vuelta por la habitación muy concentrado. La verdad es que escribía despacio, pensando mucho. Lorca era muy celoso de la amistad. Cuando Buñuel y yo nos íbamos por ahí de noche, siempre nos preguntaba adónde. Si le decíamos que vendrían chicas ponía cualquier excusa para retirarse. Él era homosexual, pero no hacía alarde de ello. No le gustaban esos mariquitas que iban exagerando. A mí tampoco".
Cuando habla de Lorca, se le pone en la voz un tono de admiración. Ya lo decía Jorge Guillén: "Cuando está Federico no hace ni frío ni calor, hace Federico". "Era un ser especial, de una gracia inigualable. Su muerte fue algo inesperado. A algunos nos costó creer lo que pasó. Los diarios de Madrid dieron la noticia, pero como mentían tanto… A mí me lo confirmó La argentinita (bailarina que fundó con Lorca el ballet de Madrid) desde París. Para evitar problemas decidimos utilizar una consigna. Si era cierta la noticia debía escribir: `Se han vendido todos los solares'. A los 20 días de que marchara a París me llegó una carta suya. En ella decía: `Efectivamente, se han vendido todos los solares'. No había duda de que lo habían matado". Esto marcó el punto de inflexión entre la felicidad de la juventud y el desastre de una existencia cercenada por la guerra. Antes, José Bello ya se había significado como un irracional, como el verdadero incitador del surrealismo, que sedujo a Buñuel y a Dalí. Bergamín le había denominado "padre extraliterario". Pero nada de eso le importa. Pertenece a la vieja escuela, a esos hombres que llevan un exquisito escepticismo como segunda piel, y tienen un equilibro de palabras que impide cualquier indicio de afección.
"Lorca era muy celoso de la amistad. Cuando Buñuel y yo nos íbamos por ahí de noche, nos preguntaba adónde. Si le decíamos que vendrían chicas ponía cualquier excusa para retirarse. Él era homosexual, pero no hacía alarde de ello. No le gustaban esos mariquitas que iban exagerando"
Desde el principio de la Guerra Civil hasta los años 70 vivió un silencio voluntario del que no salió nunca. Primero, en Burgos, atento a un negocio familiar de peletería que terminó quebrando. Después en Madrid, al frente de otra empresa, el motocine, "pero caímos en manos de un americano bestia que nos llevó a la ruina". Y ahí termina su geografía viajera y los oficios que se le han conocido. "En Burgos pasé 14 años solo. Me construí un chalé puesto a todo meter. Allí leía todo lo que podía cuando me dejaban mis preocupaciones. No tuve ni un amigo... Bueno, sólo frecuenté al marido de María Teresa León (la primera esposa de Alberti), un militar de la zona. Me pareció un hombre enamorado que tenía que soportar la tragedia de que su mujer le hubiera dejado por Rafael".
Ya entonces, la pandilla, los amigos, la Generación del 27 se había dispersado rebanada por el triunfo del ejército franquista. Aquella Generación de la que hoy es el último testigo. Es más, a él se le debe la famosa fotografía que congeló para la Historia a casi todos los miembros del grupo. "La Generación se creó en torno al tercer centenario de la muerte de Góngora, en 1927. Entonces yo vivía en Sevilla, trabajaba ayudando a preparar la Exposición Iberoamericana de 1929, así que Ignacio Sánchez Mejías (el torero) y yo organizamos la visita de los poetas. La imagen la tomé con la cámara de un fotógrafo que estaba con nosotros, pero no en el Ateneo, como se cree, sino en una sala de la calle Rioja". De una de las paredes del cuarto cuelga un poema manuscrito (reproducido al inicio de esta entrevista) de Lorca, escrito a mano y enmarcado. Firma y fecha: Federico, 1924. "Lo escribió una tarde que estábamos sentados en la ladera del Museo de Ciencias Naturales, al lado de la Residencia. Cójalo y lea. No lo recuerdo con exactitud, pero creo que no está publicado". Tras la lectura, se muestra ufano, recorrido por un latigazo de bienestar implacable.
-Pues ha tenido un protagonismo importante: manager de Buñuel en los campeonatos de boxeo de Castilla, creador de la foto generacional del 27, coguionista virtual de Un perro andaluz...
-No son más que casualidades. No le dé demasiada importancia. Es cierto que cuando vi Un perro andaluz reconocí algunas ideas mías como el burro muerto sobre el piano de cola. Eran imágenes que se nos ocurrían a Luis y a mí. Dalí no intervenía tanto. Algunas de ellas decidieron meterlas en la película, pero la verdad es que no me importa que no me incluyeran en los créditos.
El salón-confesionario con tanta anécdota contada es como el camarote de los Hermanos Marx en versión literatura comparada. Y de tal escenografía, emerge de sus recuerdos como un Buda exquisito y con bigote. Después de haber vivido la época más deslumbrante de la cultura española del siglo pasado, ¿cómo ve el panorama actual? "A mí me interesa poco. Le advierto que he leído muy pocas cosas de los últimos 50 años. Conozco dos o tres libros de algunos autores inevitables como Cela y algún otro. Pero no es una cosa que me prenda. Por ejemplo, Cela a mí no me entusiasma demasiado". Habla con el sentido común del que ha recorrido casi 100 años avizor de los acontecimientos. Se ha ganado a pulso su condición de bartleby, es decir, su lugar en ese país de los artistas sin obra. El tiempo le ha sobado los rasgos, pero no le ha gastado la memoria. En su pequeño piso queda de nuevo solo entre sus papeles, entre su obra que no tiene, pastoreando recuerdos. José Bello, Pepín Bello para el mundo, se entrega con devoción al quehacer de no hacer nada y va de su corazón a sus asuntos.
Allí vive en una soledad poblada de fantasmas y otros amigos más recientes que animan sus jornadas, ya de por sí entretenidas a poco que José Bello -Pepín Bello para el mundo, nacido en Huesca en 1904- se deje llevar un rato por los vericuetos de la memoria y recuerde algunas de las cientos de tardes, de las muchas complicidades que vivió junto a tres de sus mejores amigos: Federico García Lorca, Salvador Dalí y Luis Buñuel.
De izquierda a derecha, Salvador Dalí, Federico García Lorca y José Bello en la residencia de estudiantes en 1923.
Escuchándole, parece como si se hubiese dedicado gran parte de su vida a ordenar recuerdos, a bruñirlos en la memoria desde que aterrizara en Madrid en 1915, procedente de Huesca. "Era un muchacho de pantalón corto. Mi padre era íntimo de Giner de los Ríos, Joaquín Costa y Manuel Bartolomé Cossío, así que a mi hermano mayor y a mí nos envió, con tres años de diferencia, a estudiar a Madrid en la Residencia de Estudiantes. Encontramos un ambiente que era como una continuación del que teníamos en casa, donde siempre nos imprimieron curiosidad por el arte, por la literatura... por todo. Así que en mi infancia he mamado lo que luego conocí en la Residencia". Algo de eso se percibe, como un incienso raro, cuando uno entra en su casa y recibe desprevenido ese golpe de cordialidad que sale de un cuerpo de tonelete apuntalado por una dentadura perfecta y el bigotito blanco, la papada suelta de felicidad y la cara que delata una infancia de niño zangolotino y ocurrente.
Falta pared, falta espacio para acomodar libros, dibujos y fotografías, entre ellas algunas de esas que figuran en cualquier volumen biográfico de Buñuel, Lorca y Dalí. Por supuesto, dedicadas: "Para Pepín, de su amigo Federico, 1925". O esa otra que se reproduce aquí en la que figura cogido de la mano de Lorca y Dalí. Y también dibujos de Manuel Ángeles Ortiz, Benjamín Palencia y Caneja, entre otros. Todos eran un auténtico grupo en aquellos años de juventud en los que Madrid hervía calentado por las ilusiones de un puñado de jóvenes con inquietudes. El último testigo de tanta felicidad desatada es él. Hablar es lo que le gusta, repasar recuerdos. Pero escribir... "Muchas veces he sentido la tentación de escribir unas memorias, pero siempre que me he puesto a ello he terminado rompiendo lo que había hecho, así que decidí no hacer nunca nada. Me he alegrado mucho del éxito de mis amigos. He celebrado sus triunfos como míos, pero no he sentido esa necesidad de escribir o pintar".
LA MEMORIA DE JOSE BELLO
se desenvuelve con una destreza de sierpe por los nubarrones de los años. "Ya son 97 los que voy a cumplir el mes que viene. Soy menor que Federico y que Buñuel, y de la misma edad que Dalí". Y lo advierte con esa coquetería que sólo gastan ciertos hombres centenarios. Se mueve a pasitos cortos por la cuadratura estrecha de su despacho en penumbra. Escucha con atención y de sus palabras sobresale una bonhomía de señor muy bien educado, siempre algo descreído de su protagonismo, pero consciente de que ha vivido uno de los momentos más apasionantes de la cultura española del siglo XX. Es el último testigo de la Generación del 27 y hace unas semanas le dieron en la Residencia de Estudiantes la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Aunque nada de eso conseguirá alterarle: "La verdad, a mí no me ha importado. Lo he agradecido, pero no es una cosa que me impresione demasiado".
Uno intuye que a pesar de tantos años y de su elegancia planificada, casi inocua -niki, rebeca de lana, pelo blanco como recién arreglado--, lo que aún le gusta es inventar anaglifos (esos poemitas absurdos de tres sustantivos, uno de los cuales, el del medio, había de ser inevitablemente "la gallina", como "El té,/el té,/la gallina/y el Teotocópuli"), escribir aquellos cuentos "putrefactos" -como ellos los denominaban- y disfrutar con unos amigos de los que intuyó pronto la excepcionalidad de su talento: "De Salvador, Federico y Buñuel nunca tuve duda de que iban a ser creadores importantes. Ni ellos ni los otros. Por la Residencia pasaban a diario también Dámaso Alonso y Rafael Alberti, por ejemplo. Recuerdo una ocasión en la que se acercaba el cumpleaños de una novia mía de entonces, Araceli Durán se llamaba, y yo no tenía dinero para hacerle un regalo, así que le pedí a Rafael que le escribiera un poema. Se lo dije a mediodía, y estaba yo acabando de comer cuando me llamó por teléfono y me dijo: `Pepín, ya tienes eso'. Yo me quedé impresionado por la rapidez, era un soneto soberbio. Mira, es éste, el que abre su libro Cal y Canto ". José alcanza un volumen de uno de los anaqueles de la estantería que tiene a la espalda y lo abre por la primera página. El soneto se titula Araceli, y manuscrita lleva una dedicatoria: "Para Pepín (en secreto) Rafael". "A Araceli le encantó, y quedé muy bien con ella. Aunque tiempo después me dejó. La verdad es que no me extrañó gran cosa". Fue la primera y última novia que se le conoció.
Siempre ha vivido solo. "De estar solo no me canso nunca", dice. Ya en los tiempos de la Residencia siempre escogía habitación individual. "Pero hubo un par de ocasiones en que Federico se retrasó en el papeleo y se quedó sin habitación. Don Alberto Jiménez Fraud, el director, me llamó para decirme si no me importaba compartirla con él. No me gustaba la idea, pero tratándose de Federico… Éramos muy amigos, así que no había problemas. Él trabajaba mucho, y entonces era como si no existiera. Siempre lo hacía del mismo modo: se sentaba en la cama con una manta sobre las rodillas y un mazo de folios. Escribía unos versos, los tachaba, los volvía a escribir, daba una vuelta por la habitación muy concentrado. La verdad es que escribía despacio, pensando mucho. Lorca era muy celoso de la amistad. Cuando Buñuel y yo nos íbamos por ahí de noche, siempre nos preguntaba adónde. Si le decíamos que vendrían chicas ponía cualquier excusa para retirarse. Él era homosexual, pero no hacía alarde de ello. No le gustaban esos mariquitas que iban exagerando. A mí tampoco".
Cuando habla de Lorca, se le pone en la voz un tono de admiración. Ya lo decía Jorge Guillén: "Cuando está Federico no hace ni frío ni calor, hace Federico". "Era un ser especial, de una gracia inigualable. Su muerte fue algo inesperado. A algunos nos costó creer lo que pasó. Los diarios de Madrid dieron la noticia, pero como mentían tanto… A mí me lo confirmó La argentinita (bailarina que fundó con Lorca el ballet de Madrid) desde París. Para evitar problemas decidimos utilizar una consigna. Si era cierta la noticia debía escribir: `Se han vendido todos los solares'. A los 20 días de que marchara a París me llegó una carta suya. En ella decía: `Efectivamente, se han vendido todos los solares'. No había duda de que lo habían matado". Esto marcó el punto de inflexión entre la felicidad de la juventud y el desastre de una existencia cercenada por la guerra. Antes, José Bello ya se había significado como un irracional, como el verdadero incitador del surrealismo, que sedujo a Buñuel y a Dalí. Bergamín le había denominado "padre extraliterario". Pero nada de eso le importa. Pertenece a la vieja escuela, a esos hombres que llevan un exquisito escepticismo como segunda piel, y tienen un equilibro de palabras que impide cualquier indicio de afección.
"Lorca era muy celoso de la amistad. Cuando Buñuel y yo nos íbamos por ahí de noche, nos preguntaba adónde. Si le decíamos que vendrían chicas ponía cualquier excusa para retirarse. Él era homosexual, pero no hacía alarde de ello. No le gustaban esos mariquitas que iban exagerando"
Desde el principio de la Guerra Civil hasta los años 70 vivió un silencio voluntario del que no salió nunca. Primero, en Burgos, atento a un negocio familiar de peletería que terminó quebrando. Después en Madrid, al frente de otra empresa, el motocine, "pero caímos en manos de un americano bestia que nos llevó a la ruina". Y ahí termina su geografía viajera y los oficios que se le han conocido. "En Burgos pasé 14 años solo. Me construí un chalé puesto a todo meter. Allí leía todo lo que podía cuando me dejaban mis preocupaciones. No tuve ni un amigo... Bueno, sólo frecuenté al marido de María Teresa León (la primera esposa de Alberti), un militar de la zona. Me pareció un hombre enamorado que tenía que soportar la tragedia de que su mujer le hubiera dejado por Rafael".
Ya entonces, la pandilla, los amigos, la Generación del 27 se había dispersado rebanada por el triunfo del ejército franquista. Aquella Generación de la que hoy es el último testigo. Es más, a él se le debe la famosa fotografía que congeló para la Historia a casi todos los miembros del grupo. "La Generación se creó en torno al tercer centenario de la muerte de Góngora, en 1927. Entonces yo vivía en Sevilla, trabajaba ayudando a preparar la Exposición Iberoamericana de 1929, así que Ignacio Sánchez Mejías (el torero) y yo organizamos la visita de los poetas. La imagen la tomé con la cámara de un fotógrafo que estaba con nosotros, pero no en el Ateneo, como se cree, sino en una sala de la calle Rioja". De una de las paredes del cuarto cuelga un poema manuscrito (reproducido al inicio de esta entrevista) de Lorca, escrito a mano y enmarcado. Firma y fecha: Federico, 1924. "Lo escribió una tarde que estábamos sentados en la ladera del Museo de Ciencias Naturales, al lado de la Residencia. Cójalo y lea. No lo recuerdo con exactitud, pero creo que no está publicado". Tras la lectura, se muestra ufano, recorrido por un latigazo de bienestar implacable.
-Pues ha tenido un protagonismo importante: manager de Buñuel en los campeonatos de boxeo de Castilla, creador de la foto generacional del 27, coguionista virtual de Un perro andaluz...
-No son más que casualidades. No le dé demasiada importancia. Es cierto que cuando vi Un perro andaluz reconocí algunas ideas mías como el burro muerto sobre el piano de cola. Eran imágenes que se nos ocurrían a Luis y a mí. Dalí no intervenía tanto. Algunas de ellas decidieron meterlas en la película, pero la verdad es que no me importa que no me incluyeran en los créditos.
El salón-confesionario con tanta anécdota contada es como el camarote de los Hermanos Marx en versión literatura comparada. Y de tal escenografía, emerge de sus recuerdos como un Buda exquisito y con bigote. Después de haber vivido la época más deslumbrante de la cultura española del siglo pasado, ¿cómo ve el panorama actual? "A mí me interesa poco. Le advierto que he leído muy pocas cosas de los últimos 50 años. Conozco dos o tres libros de algunos autores inevitables como Cela y algún otro. Pero no es una cosa que me prenda. Por ejemplo, Cela a mí no me entusiasma demasiado". Habla con el sentido común del que ha recorrido casi 100 años avizor de los acontecimientos. Se ha ganado a pulso su condición de bartleby, es decir, su lugar en ese país de los artistas sin obra. El tiempo le ha sobado los rasgos, pero no le ha gastado la memoria. En su pequeño piso queda de nuevo solo entre sus papeles, entre su obra que no tiene, pastoreando recuerdos. José Bello, Pepín Bello para el mundo, se entrega con devoción al quehacer de no hacer nada y va de su corazón a sus asuntos.
Sobre el personaje en: http://residencia.csic.es/bol/num6/pepin.htm y en libro "Buñuel, Lorca y Dalí: el enigma sin fin", de Agustín Sánchez Vidal. (Editorial Planeta, 1988). Sobre los artistas sin obra en "Bartleby y compañía", de Enrique Vila-Matas (Editorial Anagrama, 2000).
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