El 8 de enero de 1930 se reunieron en el Café Pombo unos cien
comensales para homenajear a Ernesto Giménez Caballero, director de la
afamada revista La Gaceta Literaria. Entre los asistentes,
Eugenio Montes, Juan Aparicio, Samuel Ros, Rafael Alberti (estos dos
últimos compartirían un año después viaje a Segovia, junto a Lorca y
Pepín Bello, para asistir al primer acto de la Agrupación al Servicio de
la República); también César Falcón, Ramón Puyol, Antonio Espina, los
hermanos Solana o Ramiro Ledesma Ramos. Ritual y boato. Las versiones
sobre el ágape difieren en los detalles, pero no en lo esencial. Espina,
que se había desatado en el periódico El Sol con un artículo
llamando a los intelectuales a definirse políticamente, parece que
esgrimió una pistola –no se sabe si herrumbrosa o de madera– en protesta
por la presencia del dramaturgo vanguardista y fascista Anton Giuglio
Bagaglia; Ramiro Ledesma, entonces asesor de las secciones de filosofía y
matemáticas de La Gaceta Literaria, respondió sacando una
pistola de verdad. La prensa calló la trifulca, pero fueron varios los
testigos que terminaron escribiendo sobre el suceso. Años después,
aquellos comensales correrían una suerte desigual. Unos ganaron y otros
perdieron, pero qué y cómo es algo complicado de dilucidar. Los
falangistas: Samuel Ros murió joven sin que pudiera sobreponerse a su
drama sentimental. Giménez Caballero llevó hasta el éxtasis su espíritu
«maquinístico» y, una vez llegada la democracia a España, nadie se
arrimaba a él para no ser abducido por nostalgias guerracivilistas.
Ledesma Ramos parece que murió acuchillado y eviscerado en el Ateneo
Libertario de Ventas y no fusilado junto a Ramiro de Maeztu en el
cementerio de Aravaca. Fueron los victoriosos vencidos, como aquel rey
polaco del que hablara Gracián. Antonio Espina, demócrata, tampoco tuvo
suerte. Pasó la guerra en las cárceles franquistas y se intentó
suicidar; la posguerra en España hubo de sufrirla en silencio y
esquinado. Alberti, comunista y exiliado, fue el único que recordó la
guerra como una belle époque junto a su bella, María Teresa
León, en el palacio del marqués de Heredia Spínola. Sería el único
vencedor de todos ellos en la memoria literaria de España.
No fue fácil destacar la calidad de los escritores falangistas. Ni en
1971, vivos aún el dictador y el partido único. Fue justo entonces
cuando un joven de veinticinco años, José Carlos Mainer, publicaba en la
editorial Labor el libro Falange y literatura. Un estudio de
sesenta y cinco páginas, breve pero intenso, y trece autores escogidos
de entre la larga nómina de dicho estudio. Indagaba Mainer en la
tentación fascista que llevó a unos jóvenes acomodados al camino de la
exaltación heroica, la revolución y el sindicalismo. Suficiente para ser
visto con suspicacia por las autoridades culturales y políticas
–indivisibles entonces– del franquismo, que había modelado a
conveniencia la Falange desde el mismísimo momento en que terminó la
guerra. Y si había que andarse con ojo en la dictadura, más cuidado
había que tener en los primeros años de la democracia. Como avistó
Torrente Ballester, con su inteligencia e intuición habituales, estaba
sustituyéndose un relato histórico por otro: se derrocaban unos mitos
para ser sustituidos por sus contrarios. Tuvo éxito aquella imposición, y
quien pretendiera alejarse del viejo discurso sin caer genuflexo ante
el nuevo podría pasarlo mal. En 1986, la editorial Akal publicó la Historia de la literatura fascista española,
de Julio Rodríguez Puértolas (que ha gozado de una reedición en 2008).
Dos volúmenes considerables que albergaban la dosis suficiente de pasión
y odio para clasificarlos actualmente como humorísticos, pese al
interés que tienen desde el punto de vista del rescate documental. Pero
entonces no podía mover a risa que se denunciara en sus páginas a un
coetáneo como fascista. Es lo que ocurrió con Andrés Trapiello y su
editorial Trieste. Bastó que, ajenos a dogmas, reivindicaran la calidad
de la obra de Agustín de Foxá o la irremediable belleza de los textos de
Rafael Sánchez Mazas para ser calificados de tal forma. Fascista era
entonces algo más que un insulto manido: era una denuncia en regla y muy
peligrosa. Mainer, evidentemente, tampoco cayó en gracia al
denunciante, que salpica las páginas de su libro con el nombre del
aragonés especiado con comentarios displicentes.
En cualquier caso, Falange y literatura fue una puerta
abierta, un punto de partida para el estudio cabal de las letras
españolas y para el disfrute de unas obras arrinconadas a causa de un
imperativo histórico. Por esa puerta pasó Andrés Trapiello y su obra
esencial, genésica, Las armas y las letras, publicada por
primera vez en 1994 y reeditada con cambios sustanciales en 2010. Si
alguno no quería caldo, aquí se iba a dar un chapuzón: las historias de
buenos y malos son excelentes para la ficción, pero la realidad es
anfractuosa y no se adapta a esquemas. Trapiello aclara que fueron muy
pocos los intelectuales españoles que supieron dejarse guiar por una
conciencia honrada y ajena a extremismos, fueran de un bando u otro. No
obstante, hubo que esperar a 2003 para ver de nuevo cruzado ese umbral
con la publicación de dos estudios concretos sobre la literatura
falangista: La corte literaria de José Antonio, de Mónica y Pablo Carbajosa, y Vanguardistas de camisa azul,
de la hispanista alemana Mechthild Albert. El propio Mainer continuó
interesándose por los escritores falangistas y su deriva, especialmente
en artículos y trabajos publicados en 2005, lo que ya barruntaba una
nueva edición de Falange y literatura.
Esta reedición era necesaria, no sólo porque el libro primigenio
ofrecía un enfoque amplio y global que debía ser revisado, sino porque
su corpus antológico era incompleto. Se han corregido errores que cabría
calificar de menores y que señaló en su día Dionisio Ridruejo en una
reseña de la revista Destino (y compilada después en el volumen Sombras y bultos).
El armazón sobre el que se sustenta la antología no está sujeto a
criterios cronológicos, sino a una planificación temática más que
interesante. En 1971, parte de los «precursores» Luys Santa Marina y
Ernesto Giménez Caballero, y encaja al resto de autores en otros
compartimentos: «Memorias generacionales», «Los jóvenes héroes», «La
crisis espiritual», «Nuevos caminos para el arte», «La nostalgia de la
historia», «La nostalgia burguesa» y «Los caminos de la fantasía». La
nueva edición incluye a Sánchez Mazas y a Guillén Salaya entre los
precursores y mantiene el esquema con algunos cambios menores en los
títulos y uno relevante: a los caminos de la fantasía se añade también
el humor. No es comprensible la literatura falangista sin la deriva
humorística plasmada en páginas de revistas como La Ametralladora, La Codorniz o Vértice.
La lista de autores aumenta y llega a los veinticinco. Destacan la
inclusión de Eugenio d’Ors, antológico todo él; la de Ángel María
Pascual, cuya Silva curiosa de historias fue rescatada por la editorial Pamiela en 1987; la de Julián Ayesta, cuya obra Helena o el mar del verano
fue reeditada en 2002 por la editorial Acantilado con una excelente
recepción crítica; la de Pedro Mourlane Michelena, el escritor sin
libros y el más influyente sin duda entre sus coetáneos; la de José
María Alfaro y su novela Leoncio Pancorbo; y la de Samuel Ros,
el fino escritor valenciano, postergado siempre. Se añaden además textos
de Ismael Herráiz, Antonio de Obregón, Guillén Salaya, Federico Sopeña,
Antonio Tovar y Luis Felipe Vivanco.
Mainer también ha ampliado su estudio introductorio, aunque manteniendo
sus ideas esenciales. Se añade algo de lo que entonces tuvo que callar.
Lo primordial: los escritores falangistas no ganaron la batalla
literaria, pero tampoco la guerra. Lo que impuso Franco y su cohorte de
obispos y militares no era lo que querían ni José Antonio Primo de
Rivera, ni Ramiro Ledesma Ramos, ni Onésimo Redondo, ni, por supuesto,
los escritores que les siguieron y apoyaron. En cualquier caso, era todo
lo contrario. Lo explicita Mainer al final: «[…] como puede verse en un
simple repaso de la nómina transcrita, muy pocos perseveraron en sus
creencias de primera hora». No podía ser de otra manera, cuando Falange
Española de las J.O.N.S. era aún un partido en marcha que ajustaba de
continuo sus límites y sus creencias. De buscar encuentros con los
fascismos italiano y alemán, por ejemplo, pasó a denigrar la comparanza
con el fascismo en general. Una nota de prensa de Primo de Rivera de
diciembre de 1934 termina así: «[…] la Falange Española de las J.O.N.S.
no es un movimiento fascista, tiene con el fascismo algunas
coincidencias en puntos esenciales de valor universal; pero va
perfilándose cada día con caracteres peculiares y está segura de
encontrar precisamente por ese camino sus posibilidades más fecundas».
Dónde habría terminado la Falange de no haber estallado la guerra y qué
imbricaciones literarias hubiera supuesto esa deriva es una pregunta sin
respuesta, pero que cabe hacerse para cumplir con el sano deber de la
desmitificación. El proceso de desencanto tuvo su inicio en 1942 y su
cenit en 1956. A partir de ahí no cupo más que agachar la cabeza ante el
poder y vivir acomodados –eso sí–, aunque sabedores quizá de que el
reconocimiento literario les iba a ser esquivo. Tanto, que ni siquiera
en una antología como esta Falange y literatura iban a encontrar acomodo algunos de ellos.
El estudio inicial y las introducciones a cada una de las partes
señaladas anteriormente son exhaustivos en cuanto a la nómina de autores
y obras citados (lástima que falte un índice onomástico final para
guiarse entre las páginas), pero toda antología es como un collar, y al
hilo de éste –que está bien tramado– le faltan cuentas. Aunque sea
propósito reconocido de Mainer no incluir textos doctrinarios, no tiene
sentido convertir de nuevo a José Antonio Primo de Rivera en «el
ausente». Sus inquietudes literarias fueron escasas y malos sus pocos
versos, pero una antología no requiere obligatoriamente textos sublimes,
sino textos que expliquen una tesis. Se echan en falta autores como
Edgar Neville, Álvaro de Laiglesia o Tono entre los humoristas. Y cabría
en el capítulo dedicado a la crisis un fragmento de la novela juvenil
de Samuel Ros Las sendas, tan explícita. Aunque Mainer señale a
Óscar Pérez Solís como el único escritor falangista arribado de las
orillas del comunismo, aún hubo otro que merecía aparecer en capítulo
aparte: Enrique Matorras Páez. Su libro El comunismo en España puede
definirse como doctrinario, pero las páginas relativas a su conversión
son importantes. A Matorras lo cogieron sus antiguos camaradas en los
primeros días de la guerra y murió torturado: otro que no ganó batalla
alguna.
Es la cruz de todo intento compilatorio: siempre vendrá alguien que
llore ausencias; la falta de espacio es aún excusa suficiente, pero
terminará el día en que se imponga el libro electrónico. No obstante,
las omisiones más significativas son las de Tomás Borrás y Ramiro
Ledesma Ramos. Este año, la editorial Anthropos ha publicado una
selección de los «cuentos gnómicos» de Borrás introducida magistralmente
por José Antonio Martín Otín, Javier Barreiro y Miguel Pardeza. No es
Borrás un escritor a dejar de lado, pese a su empecinamiento en el
falangismo, aun transcurridos los años, quizá como consecuencia de sus
vivencias durante la guerra, cuando tuvo que escapar de su casa saltando
por una ventana enrollado en una cortina. El caso de Ledesma Ramos es
más significativo. Mainer quiso incluir un fragmento de su novela
juvenil El sello de la muerte, prologada por el bohemio Alfonso
Vidal y Planas, tan bohemio que da la sensación de que ni siquiera leyó
el libro. Lamentablemente, los herederos de Ledesma, que permitieron su
inclusión entre las obras completas editadas recientemente por la
fundación que lleva su nombre, no han dado su permiso para incluir un
fragmento de la novela en este libro de Mainer. Prueba es, y prueba
indeleble, de que era necesaria la reedición y de que sigue siendo punto
de partida para futuros estudios sobre el tema.
Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco: los héroes de la embajada de España en Budapest.
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