domingo, 12 de octubre de 2014

SOBRE LA DEMOCRACIA

José SARAMAGO


Aprendemos de las lecciones de la vida que de poco nos servirá una democracia política, por más equilibrada que parezca ser en sus estructuras internas y en su funcionamiento, si no ha sido constituida como raíz de una efectiva y concreta democracia económica, y de una no menos efectiva y concreta democracia cultural. Decirlo en los días de hoy ha de parecer un obsoleto lugar común de ciertas inquietudes ideológicas del pasado, pero sería cerrar los ojos a la realidad no reconocer que aquella trinidad democrática –la política, la económica, la cultural-, cada una de ellas complementaria de las otras, representó, en el tiempo de su apogeo como idea de futuro, una de las más entusiasmantes banderas cívicas que alguna vez, en la historia reciente, fueron capaces de sacudir conciencias, de movilizar voluntades, de conmover corazones. Hoy, despreciadas y arrojadas al cubo de la basura de las fórmulas que el uso cansó y deformó, la idea de democracia económica dio lugar a un mercado obscenamente triunfante, y la idea de democracia cultural fue sustituida por una masificación industrial de las culturas. No progresamos, retrocedemos. Y cada vez se irá volviendo más absurdo hablar de democracia si nos empeñamos en el equívoco de identificarla únicamente con sus expresiones cuantitativas y mecánicas que se llaman partidos, parlamentos y gobiernos, sin atender a su contenido real y a la utilización que efectivamente hacen del voto que los justificó y los colocó en el lugar que ocupan.
No se concluya de lo que acabo de decir que estoy contra la existencia de los partidos: soy miembro de uno de ellos. No se piense que aborrezco parlamentos y diputados: me gustaría que fueran mejores. Y tampoco se crea que soy el providencial inventor de una receta mágica que permitiría a los pueblos, de ahora en adelante, vivir sin tener que aguantar gobiernos: simplemente me niego a admitir que sólo sea posible gobernar y desear ser gobernado conforme a los modelos democráticos en uso -a mi modo de ver incompletos e incoherentes- que pretendemos hacer universales, en una especie de fuga hacia adelante, como si quisiéramos huir de nuestros fantasmas en vez de reconocerlos como lo que son y trabajar para vencerlos.
He llamado «incompletos e incoherentes» a los modelos democráticos en uso porque en realidad no veo cómo designarlos de otra manera. Una democracia bien entendida, entera, radiante, como un sol que iluminase por igual a todos, debería, por pura lógica, comenzar por nuestros propios países. Si esta premisa no es asumida y observada –y la experiencia de todos los días nos dice que no lo es- todos los raciocinios y prácticas subsiguientes, o sea, la fundamentación del régimen y el funcionamiento del sistema, resultarán viciados y pervertidos. Hemos visto ya cómo se ha vuelto obsoleto invocar los objetivos de una democracia económica y de una democracia cultural, sin los cuales el edificio de lo que designamos por democracia política queda reducido a una frágil cáscara de apariencias democráticas, conservadas por el impenitente conservadurismo del espíritu humano, al que, como es costumbre, le bastan las formas exteriores, los símbolos y los rituales para continuar creyendo en la existencia de una materialidad carente de cohesión, o de una transcendencia que perdió sentido y nombre; quieren las circunstancias de la vida actual, repito, que los brillos y los colores que han adornado, ante nuestros ojos, las formas de la democracia política, estén tornándose apagadas, sombrías, de una forma todavía imprecisa pero no por eso menos angustiante. Diré –según mi entender- por qué.
Como siempre sucede, la cuestión central de cualquier tipo de organización social humana, de la que derivan todas las demás y hacia la que acaban por confluir, es la cuestión del poder, y el problema teórico y práctico con que invariablemente nos enfrentamos es identificar quién detenta el poder, averiguar cómo llegó a él, verificar el uso que hace de él, los medios de que se sirve y los fines a los que apunta. Si la democracia fuese, de hecho, lo que con auténtica o fingida ingenuidad continuamos diciendo que es, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, cualquier debate sobre la cuestión del poder perdería sentido, una vez que, residiendo el poder en el pueblo, sería al pueblo a quien competiría su administración, y siendo el pueblo el administrador del poder, está claro que sólo lo debería hacer en beneficio suyo y para su propia felicidad. Ahora bien, sólo un espíritu perverso, optimista hasta el cinismo, osaría proclamar hoy la felicidad de un mundo que, por el contrario, nadie debería pretender que lo aceptemos tal como es, sólo por el hecho de ser, supuestamente, el mejor de los mundos posibles. Es la propia situación concreta del mundo denominado democrático la que nos dice que, si es cierto que los pueblos son gobernados, también es cierto que no lo son por sí mismos ni para sí mismos...
Me dirán ustedes: «Los gobiernan sus representantes democráticamente elegidos, y ahí está el poder democrático». Y yo responderé: «No estamos en un laboratorio en el que, habiendo mezclado sustancias químicamente puras, podamos esperar que el producto resultante venga a ser también químicamente puro».
Por definición, el poder democrático será siempre provisional y coyuntural, dependerá de la estabilidad del voto, de la fluctuación de las ideologías o de los intereses de clase y, como tal, puede ser visto como una especie de barómetro orgánico que va registrando las variaciones del querer político de la sociedad. Pero, ayer como hoy, y hoy con amplitud cada vez mayor, abundan los casos de cambios políticos aparentemente radicales que han tenido como efecto cambios radicales de gobierno, pero a los que no siguieron los cambios económicos, culturales y sociales que el resultado del sufragio había parecido anunciar.
Decir hoy «gobierno socialista», o «socialdemócrata», o «conservador», o «liberal», y llamarle «poder», es nombrar algo que no se encuentra donde parece que está, sino en otro inalcanzable lugar –el del poder económico, efectivo, determinante y actuante, cuyos contornos podemos percibir en filigrana por detrás de las tramas y de las redes institucionales, pero que se nos escapa cuando intentamos acercarnos a él, y que contraataca si tenemos la veleidad de reducir o regular su dominio, subordinándolo a los intereses generales. Dicho más claramente, los pueblos no eligieron sus gobiernos para que los «llevasen» al Mercado, sino que es el Mercado el que por todos los modos posibles condiciona a los gobiernos para que le «lleven» los pueblos. Si hablo así del Mercado es por ser él, hoy, y más que nunca, el instrumento por excelencia del auténtico, único e incontrovertible poder, el poder económico y financiero multinacional, ése que no es democrático porque no lo eligió el pueblo, que no es democrático porque no es regido por el pueblo, y que además no es democrático porque no apunta a la felicidad del pueblo.
No faltarán sensibilidades delicadas que encuentren escandaloso y provocador lo que acabo de decir, aunque ellas mismas tengan que admitir que no he hecho más que enunciar algunas verdades elementales y transparentes, datos conocidos de la experiencia cotidiana de todos nosotros, simples observaciones de sentido común. Sobre estas y otras no menos claras obviedades, sin embargo, han impuesto las estrategias políticas de todos los rostros y colores un prudente silencio para que no ose insinuar alguien que, conociendo la verdad, practicamos la mentira o de ella aceptamos ser cómplices.
Habría que preguntar (1) si existe alguna legitimidad en la interposición de límites tácitos o consensuales al ejercicio de la responsabilidad de todo ciudadano en su relación con la sociedad en que vive; (2) si la determinación de esos límites, que el uso -una vez pasado suficiente tiempo- siempre acaba por fijar, resultó exclusivamente de un acto de renuncia voluntaria o fue consecuencia de actitudes más o menos conscientes de negación o indiferencia a ejercer derechos y a asumir deberes; (3) si, finalmente, es legítimo continuar hablando de ejercicio democrático sin la participación y la intervención permanentes de los ciudadanos en la vida colectiva; sin la clarificación pública de las fuentes del poder; sin el cumplimiento riguroso del precepto fundamental de Derecho según el cual todos los ciudadanos son iguales ante la ley; sin el reconocimiento no solamente formal, sino verificable en los hechos, de que los beneficios y mejoras sociales, sin exclusión de ninguno de sus componentes, sean de naturaleza estructural, económica o cultural, son, por extensión y sin condiciones restrictivas, extensibles a toda la comunidad. Etc., etc., etc. Porque la democracia, o es total, o todavía no es democracia.
Esto me lleva a concluir que antes de que pensemos en exportar simulacros de democracia para el resto del mundo, deberíamos encontrar la manera de producirla y distribuirla mejor (uso el lenguaje del Mercado) en nuestros países. Estoy cierto de que el mundo necesita mucho más que la ilusión democrática que hemos acabado fabricando, a la que se reducen, en la mayor parte de los casos, nuestras democracias.

José SARAMAGO
Portugal

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