lunes, 25 de noviembre de 2019

SOBRE LA RAZÓN ANDANZAS Y TROPIEZOS: EL HUNDIMIENTO DEL TITANIC

Se recogen a continuación una serie de artículos de Ramiro de Maeztu sobre el hundimiento del Titanic. Están escritos unos días después del naufragio.  

Revelan imágenes “impactantes” del Titanic a 107 años del hundimiento

El Heraldo de Madrid. 19/4/1912, página 1.

Un naufragio SUBLIME

El Titanic y sus millonarios. Ha sido definido lo sublime como la reverencia de la imaginación soberana ante la soberanía superior de la razón. Es, pues, lo sublime el conflicto de las dos soberanías; la de la Naturaleza, tal como en la imaginación se representa en momentos de álgida crisis; y la de la razón, la de la ley moral, que se sobrepone, al cabo, al imperio imaginativo. Si el sentimiento de lo bello se funda en la adecuación, en la armonía del entendimiento y la imaginación el de lo sublime se basa en la limitación de la imaginación ilimitada ante la Infinita exigencia de la razón. Es, pues, lo sublime la reacción del hombro sobre la omnipotencia natural; la supremacía de la ley moral sobre la misma armonía de las esferas en el cielo estrellado; el encuentro de lo estético y de lo moral en el mundo Inteligible; la humillación del hombre empírico ante el hombre-humanidad; el saludo de lo que existe, muda y pesa, elevado a su poder máximo, ante lo que es.

Esta definición se hizo acaso al influjo que el terremoto de Lisboa ejerció sobre los mejores espíritus del siglo XVIII. Pero tal vez este suceso del naufragio del Titanic, el mayor barco que ha cruzado jamás el Atlántico, y la consiguiente catástrofe de vidas humanas, la mayor que registra la historia del mar, sea un mejor ejemplo de lo sublime que el sacudimiento que demolió á Lisboa en 1755.

Porque Lisboa no fue edificada con la pretensión de ser la ciudad más poderosa de la tierra. El Titanic lo fue. Al emprender en primero y último viaje, los periódicos de Londres saludaron la aparición del monstruo de las 40.000 toneladas con el título del Insumergible. Y no se nos ocurrió al leerlo que también en otro tiempo se llamó Invencible á aquella Armada redujo á escombros el soplo de los vientos.

En la construcción del Titanic había puesto la poderosa Compañía WThe White Star” los cerebros de sus mejores ingenieros y hasta cerca de dos millones de libras esterlinas en dinero. El propio operador del aparato de telegrafía sin hilos transmitió á última hora un despacho en que decía á su familia: No temáis nada. El Titanic es insumergible.  A los pocos minutos se hundía el barco. Ahora yace por las costas de Terranova, á una profundidad de 3.500 metros bajo el nivel del mar. La presión del agua en esas profundidades es tan fuerte como si hubiese engullido el navío una máquina trituradora de planchas. Dentro de breve tiempo los hierros y los aceros del Titanic se habrán fundido en la arcilla roja y uniforme que hay en los fondos bajos de todos los mares.

Pero el Titanic no era tan sólo el rey de los navíos, sino el navío de los multimillonarios, el navío de los reyes del mundo, un banquero de Nueva York á quien se le ha enseñado la lista de los pasajeros del Titanic decía conocer a bordo veinte personas que poseían entre sí más de cien millones de libras esterlinas! En el Titanic había habitaciones por cuyo alquiler durante un viaje de cuatro días pagaban esos millonarios 850 libras, ¡más de 21.000 francos! Allí iba el coronel Juan Jacobo Astor, propietario de 150 millones de duros oro. Ha muerto. Allí iba el judío Benjamín Guggenheim, propietario de 95 millones de dolares. Los bacalaos de Terranova se disputan sus huesos. Allí iba Alfredo Vanderbilt, dueño de 75 millones de pesos; Widener, de 50 millones; el judío Strauss, de 50 millones; el coronel Roebling, de 25; Thayer, de 10. Con ellos el célebre periodista Wiliiam Stead. Todos son cebo de los peces. Y también los diez camellos que llevaba el buque para pasear por el puente a los hijos de los multimillonarios.

Pero el instrumento de que se ha servido la Naturaleza para devorar estas grandezas no ha sido un terremoto, ni la erupción de un volcán, ni un ciclón, ni siquiera una tempestad. Ha bastado un pedazo de hielo desgajado del círculo polar. Ni tampoco uno de esos icebergs gigantescos, montañas flotantes, que su choque lo habría evitado fácilmente el Titanic. Ha sido uno de esos pequeños icebergs, que los marinos ingleses llaman crawlers o reptadores, porque no se destacan sobre la superficie de las aguas. Ha bastado la interposición inesperada de un pedazo de hielo silencioso y oculto para que contra él se estrellase una mañana azul y encalmada la cascara de hierro del Titanic.

La Naturaleza se ha mostrado una vez más todopoderosa. Pero la reacción de la razón humana, lo que constituye realmente lo sublime, no ha necesitado esta vez de poetas ni de pensadores que la descubran. Se ha señalado inmediatamente en el ejemplo dado por los tripulantes del Titanic.

Por lo pronto, el caso del operador del aparato da telegrafía sin hilos, dando su palabra a los aires mientras se hundía el barco. Porque el barco se hunde; pero la telegrafía sin hilos, pero la Ciencia, queda. Pero, sobre todo, el cumplimiento de «la ley del mar». Porque los 700 ó 800 supervivientes son en su mayoría, en su casi totalidad, mujeres y niños. Es la ley del mar. Los primeros botes de salvamento han sido para las mujeres y los niños. Los millonarios han muerto; los débiles han salido con vida. Casi todos los tripulantes del Titanic han perdido la vida; pero han salvado conciencia. Supongo que esta vez no protestarán las sufragistas contra las leyes hechas por varones.

Sobre las lágrimas de las viudas y los huérfanos de los 1.500 muertos, se alza, pues, el ejemplo del cumplimiento de la ley moral; sobre la Naturaleza soberana, la soberanía superior de la razón. El Titanic se ha hundido. La ley moral se ha realizado. Y cuando todo lo que conocemos desaparezca y no quede ni en la cáscara de nuestro planeta, ni en el polvo cósmico a que nuestro planeta se reduzca, ni en el cielo mismo forma ninguna que recuerde á las que conocen nuestros ojos, quedarán la ciencia y la moral, quedará la razón, quedará ese ser que busca nuestro existir en sus andanzas y tropiezos,

Ramiro de Maeztu. Londres, 16 de Abril de 1912.

El Heraldo de Madrid. 25/4/1912, página

EL DESASTRE DEL «TITANIC» La culpa del lujo.

He procurado hacer honor al heroísmo y a la caballerosidad de los tripulantes del Titanio en la hora suprema del desastre. Inglaterra pueda sentirse orgullosa de sus hijos. Pero al hundirse el monstruo marino, no sólo se iluminaron las virtudes británicas, sino también los vicios del país.

En primer término, su adoración de las riquezas, su servilismo capitalista. Porque al hundirse el barco se descubrió que no llevaba botes sino para un 30 por 100 de sus tripulantes y pasajeros. ¿Por qué no llevaba botes? En primer término, porque las Ordenanzas del Board of Trade se han rezagado ante las exigencias de los tiempos. El Board of Trade no exige á trasatlánticos de 46.000 toneladas mayor número de botes que los que exige a los .de 10.000.

Pero ¿por qué la Compañía White Star no dotó espontáneamente a su navio de los botes que necesitaba? Sencillamente Es porque en la construcción del barco se había sacrificado todo al servilismo capitalista da los propietarios de la Compañía respecto de los multimillonarios norteamericanos.

No había botes porque la Compañía había sacrificado el espacio que hubieran ocupado los botes de salvamento á los caprichos de los millonarios. Al mismo tiempo que se habían acumulado en el Titanio todos los caprichos halagadores de un amor pueril al lujo, se habían descuidado las precauciones más elementales contra el posible desastre.

En el Titanio había un comedor cuyo techo producía el efecto de la luz tibia de un sol crepuscular, aun en medio de la lluvia y la niebla de la inclemente Naturaleza. Había un jardín de palmeras, en el que también crecían viñedos; había un baño para nadar; había juegos de tenis; había habitaciones para las lunas de miel de los millonarios, que se alquilaban por 850 libras esterlinas para un viaje de cuatro días. Pero no había botes salvavidas.

No había bastantes botes salvavidas porque eran demasiados los baños, los jardines, los paseos, los salones. Si hubiera habido menos oportunidades para que nadasen a bordo los pasajeros de primera clase no habrían necesitado nadar fuera de bordo tantos pasajeros de tercera.

Y es el caso que han muerto demasiados pasajeros de tercera. La proporción de los pasajeros de primera salvados ha sido de un 61 por 100; la de los salvados de segunda, 36 por 100; la de los de tercera, 23 por 100; la de los tripulantes, 22 por 100. Estas cifras son ominosas. La Época puede repetir su famoso dicho: «Afortunadamente, los pasajeros eran de tercera», con sólo añadir: «La mayoría de los pasajeros.» Pero no ocurrió tan sólo que no hubieran bastantes botes. También faltaban marineros hábiles que supieran manejarlos. 

En el Titanic había demasiados cocineros y criados, y pocos marineros. Hubo bote de los salvados en el que sólo remaron las mujeres. No había en él hombres que pudieran remar. Faltaban marineros. La Compañía se había cuidado de procurar a los millonarios cocineros, criados y músicos, no de que el barco estuviese manejado por gente hábil. Es el proceso capitalista, que convierte en criados y en parásitos á los obreros útiles.

Los marineros del Titanic debían haber hecho con los botes ejercicios de salvamento. No los hicieron. Cuando llegó el momento de arriarlos, tuvieron quo fiarse a su memoria para recordar los números que se les había designado en el momento de embarcar.

El descuido estupendo sólo se explica por el hecho de que todas las energías de los oficiales y la tripulación se habían dedicado a hacer el viaje agradable y rápido a los pasajeros de primera. El Titanic era un flotante palacio de placer; la tripulación suministraba las diversiones; los pasajeros de tercera servían de lastre.

El hecho mismo de haber escogido la ruta más corta, aun después de quo el vapor francés Touraine había anunciado la presencia de los icebergs, fue un pecado que cometió la Compañía en obsequio á los pasajeros de primera. Ellos son los que empujan a las Compañías trasatlánticas á estos viajes locos. Los ricos son en todo el mundo los que están más tocados de esa «tarantela» futurista de la velocidad y de la excitación. Para ellos se construyen los expresos, los automóviles, los aeroplanos y los vapores que baten los records.

Esta vez han recibido una lección. Han perdido la vida en el barco buen número de multimillonarios, y el director gerente de la White Star tiene que responder en Nueva York y en Washington a un severo interrogatorio. Inglaterra y los Estados Unidos preguntan al gerente, Sr. Ismay: «¿Por qué está usted vivo?»

Es una convención del mar la de que el capitán de un buque sea el último hombre que abandone un barco y que se hunda con él cuando por culpa suya ha sobrevenido la desgracia. El capitán Smith cumplió con su deber; pero Ismay era más que el capitán, era el amo del barco. ¿Por qué respira cuando 905 de sus pasajeros y 730 de sus tripulantes están en el fondo del Atlántico? ¿No es el culpable de que el Titanio se construyera y se tripulara más con el propósito de divertir millonarios que con el de velar por la seguridad de sus pasajeros y tripulantes?

A lo cual responderá el Sr. Ismay que su Compañía sé veía empujada por la concurrencia de otras Compañías que deseaban disputarla la clientela de los viajeros millonarios. Verdad, verdad. No es sólo Ismay el culpable, sino el sistema capitalista.

Pero, además del capitalismo, ¿no ha intervenido en el desastre ese otro factor da la tontería y el orgullo británicos?

Ramiro de Maeztu, Londres, 22 de Abril de 1912.

Nuevo mundo (Madrid). 2/5/1912, página 4.

SOBRE EL TITANIC

Al hundirse el Titanic en el Atlántico se alzó la proa gigantescamente. Ello lo vieron los náufragos desde los botes salvavidas. Lo que no se si vieron es que esa proa trazó en el firmamento un inventario de las virtudes y los vicios del pueblo de Inglaterra.

Primero, las virtudes. La gran virtud de la serenidad, no ya ante el peligro, ante la inminencia de la muerte. Porque desde el momento del choque con el trozo do hielo hasta el del hundimiento, se cumplieron las órdenes del capitán, como en circunstancias normales. Con tranquilidad funcionó en demandar de auxilio el aparato do telegrafía sin hilos; con tranquilidad se bajaron los botes; con tranquilidad se escogió el personal que había de salvarse en los botes. Nadie pretendió ocupar un puesto que no lo fuera designado por oficiales de abordo. Sólo unos cuantos italianos, quo fueron despachados á tiros de revolver. Los multimillonarios que había a bordo se vieron separados de sus mujeres y condenados a segura muerto sin pretender siquiera sobornar á los marineros para que les dejaran acudir á los botes.

Luego, la nobleza, la caballerosidad. Se cumplió la ley del mar; «primero, las mujeres y los niños:>. Los hombres murieron; las mujeres y los niños se han salvado. El capitán permaneció en el puente hasta que las aguas le azotaron los pies; luego, so arrojó por la barandilla entre las aguas turbulentas. El credo caballeresco se realizó. Se sacrificó la fuerza masculina en homenaje á la debilidad.

Por último, el arte supremo de dar una expresión plástica al heroísmo. Quizás ningún otro pueblo posee en tal alto grado como Inglaterra el arte de ennoblecer y perpetuar el heroísmo con expresiones lapidarias- «¡Dios los ha puesto en nuestras manos»!, decía Cromwell á sus soldados en Dunbar, señalándoles al enemigo. «Inglaterra espera que cada hombre cumplirá su deber», fue la  señal que dio Nelson en la batalla naval de Trafalgar.

¡Sed británicos dijo en el último momento el capitán Smith á los tripulantes del Titanic. Y cuando el barco se hundía, la orquesta, que había tratado de distraer á los pasajeros tocando aires populares de operetas ligeras, entonó gravemento un himno religioso cuya letra dice «Más cerca de Ti, Dios mío, más cerca de Tí», y los músicos desaparecieron entro las olas

Estas grandes virtudes británicas se mezclan, en cambio, al sentimiento no muy puro del orgullo nacional y racial. En todos estos días no han parado de de entonar himnos los periódicos ingleses y norteamericanos al pueblo noble que concibe y ejecuta el credo de «Primero las mujeres y los niños»

Este orgullo no deja de ser ofensivo para los extranjeros. La «entente cordiale» ha impedido que los periódicos recordasen aquel episodio del incendio del Bazar de la Caridad, de Paris, en que los aristócratas de Francia ganaron las puertas de la calle arrojando al suelo a las mujeres elegantes y pasando por encima do sus cuerpos. Pero el episodio vivía en todas las memorias.

Lo que decían, en realidad, los ingleses, con sus elogios a los tripulantes y pasajeros del Titanic, era; «Ningún otro pueblo sabría morir tan heroicamente como el nuestro. Acuérdense de los franceses cuando lo del Bazar de la Caridad de Paris . Vean lo que trataron de hacer los italianos».

Quisiera creer que en este juicio condenatorio de los pueblos latinos se hace una excepción en favor de los españoles, pero los españoles modernos no nos mezclamos en número bastante en la vida contemporánea para que la gente se tomo la molestia de pensar en nosotros.

Junto a las virtudes, los vicios. En primer término, la imprevisión. En el Titanic no había boles en número bastante. De haber habido botes, habríanse salvado todos sus tripulantes y pasajeros. Esta falta de botes es ciertamente común á todos los grandes trasatlánticos modernos. La Frankfurter Zeitung ha descubierto que todas las compañías, inglesas y alemanas, cometen el delito de no proveer á sus grandes navíos de botes salvavidas más que para una tercera parte de sus tripulantes y pasajeros.

Pero si hay una industria en la que no pueden esperar los ingleses a que los -alemanes les enseñen la manera de hacer las cosas, esa industria es seguramente la de construcciones marítimas. Para Inglaterra es cuestión de vida ó muerte la de ser siempre el primer país en punto á la seguridad, á la eficacia, á la economía de sus barcos.

Defecto emparentado con este de la imprevisión es el de la terquedad y el espíritu deportivo. Los ofíciales del Titanic sabían que había numerosos icebergs en el mar de la costa Sur de Terranova. Las cartas de navegación señalan su presencia en ese sitio durante la primavera. Y, además, un trasatlántico francés había anunciado al Titanic por telegrafía sin hilos que los hielos flotantes eran más numerosos esto año. El Titanic había respondido dando las gracias por la información.

Pero no modificó su ruta; no buscó más al Sur un camino libre de hielos; no moderó su velocidad al entrar en la región de los icebergs; no duplicó sus vigías; ni siquiera iluminó su camino al llegar la noche con sus focos eléctricos.

Fué vano el aviso del trasatlántico francés. El Titanic no modificó su ruta ni amenguó su velocidad porque quería batir otro record. El espíritu de deporte y de reclamo prevaleció sobre toda otra consideración. Pero, ¿por qué no dobló sus vigías? ¿por qué no encendió sus focos para iluminar su camino? La respuesta tiene que ser: por rutina, por abandono, por torpeza, por insensibilidad intelectual. El barco francés había señalado la presencia del hielo. El barco inglés contestó dando las gracias por la indicación; ¿pero qué le importaba al Titanic el hecho del hielo?

Ahora, naturalmente, las compañías trasatlánticas que hacen el servicio de Nueva York, modifican la ruta y procuran dotar á los navíos de los botes precisos. La lección no se pierde. Poro las enseñanzas de la experiencia, la más costosa de las escuelas, se han pagado con 1.000 muertos.

Pero el empirismo se les ha metido á los ingleses hasta en los mismos huesos. Ayer, en una botica, se me ocurrió pedir al farmacéutico que descorchara una botella que contenía un específico. El boticario, que no tenía sacacorchos, se las arregló con un cuchillo y dijo, satisfecho, al terminar su operación:
—La necesidad es la madre de los inventos.

Yo le contesté con tono severo:

 —No vuelva usted á repetir ese proverbio insulso. Porque es peligroso. Esperar á la necesidad para ponerme a inventar cosas, es aguardar á que se mueran los pasajeros del Titanic para cambiar la ruta de los navíos. Pero, además, es falso, ¡falso! No se inventa nada, no se ha inventado nada por necesidad. La necesidad determina la acción, pero no la inteligencia. La inteligencia es libre. Todo lo que se ha inventado en el mundo se ha hecho por libre especulación, por autónomo vagar de la mente, aunque después se haya aplicado por necesidad. La invención es pensamiento, y el pensamiento es el juego del hombre al libertarse de los impulsos materiales.

—¡Usted entonces es un idealista!— me dijo el boticario con asombro.

—Idealista por la gracia de Dios –repuse  

Artículo de Ramiro de Maeztu


Recopilación de Jose Vicente Navarro Rubio

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