El Heraldo de Madrid. 19/4/1912, página 1.
Un naufragio SUBLIME
El Titanic y sus millonarios.
Ha sido definido lo sublime como la reverencia de la imaginación soberana ante
la soberanía superior de la razón. Es, pues, lo sublime el conflicto de las dos
soberanías; la de la Naturaleza, tal como en la imaginación se representa en
momentos de álgida crisis; y la de la razón, la de la ley moral, que se
sobrepone, al cabo, al imperio imaginativo. Si el sentimiento de lo bello se
funda en la adecuación, en la armonía del entendimiento y la imaginación el de
lo sublime se basa en la limitación de la imaginación ilimitada ante la
Infinita exigencia de la razón. Es, pues, lo sublime la reacción del hombro
sobre la omnipotencia natural; la supremacía de la ley moral sobre la misma
armonía de las esferas en el cielo estrellado; el encuentro de lo estético y de
lo moral en el mundo Inteligible; la humillación del hombre empírico ante el
hombre-humanidad; el saludo de lo que existe, muda y pesa, elevado a su poder
máximo, ante lo que es.
Esta definición se hizo
acaso al influjo que el terremoto de Lisboa ejerció sobre los mejores espíritus
del siglo XVIII. Pero tal vez este suceso del naufragio del Titanic, el mayor
barco que ha cruzado jamás el Atlántico, y la consiguiente catástrofe de vidas
humanas, la mayor que registra la historia del mar, sea un mejor ejemplo de lo
sublime que el sacudimiento que demolió á Lisboa en 1755.
Porque Lisboa no fue
edificada con la pretensión de ser la ciudad más poderosa de la tierra. El
Titanic lo fue. Al emprender en primero y último viaje, los periódicos de
Londres saludaron la aparición del monstruo de las 40.000 toneladas con el
título del Insumergible. Y no se nos ocurrió al leerlo que también en otro
tiempo se llamó Invencible á aquella Armada redujo á escombros el soplo de los
vientos.
En la construcción del
Titanic había puesto la poderosa Compañía WThe White Star” los cerebros de sus
mejores ingenieros y hasta cerca de dos millones de libras esterlinas en
dinero. El propio operador del aparato de telegrafía sin hilos transmitió á
última hora un despacho en que decía á su familia: No temáis nada. El Titanic
es insumergible. A los pocos minutos se
hundía el barco. Ahora yace por las costas de Terranova, á una profundidad de
3.500 metros bajo el nivel del mar. La presión del agua en esas profundidades
es tan fuerte como si hubiese engullido el navío una máquina trituradora de
planchas. Dentro de breve tiempo los hierros y los aceros del Titanic se habrán
fundido en la arcilla roja y uniforme que hay en los fondos bajos de todos los
mares.
Pero el Titanic no era tan
sólo el rey de los navíos, sino el navío de los multimillonarios, el navío de
los reyes del mundo, un banquero de Nueva York á quien se le ha enseñado la
lista de los pasajeros del Titanic decía conocer a bordo veinte personas que
poseían entre sí más de cien millones de libras esterlinas! En el Titanic había
habitaciones por cuyo alquiler durante un viaje de cuatro días pagaban esos
millonarios 850 libras, ¡más de 21.000 francos! Allí iba el coronel Juan Jacobo
Astor, propietario de 150 millones de duros oro. Ha muerto. Allí iba el judío
Benjamín Guggenheim, propietario de 95 millones de dolares. Los bacalaos de
Terranova se disputan sus huesos. Allí iba Alfredo Vanderbilt, dueño de 75
millones de pesos; Widener, de 50 millones; el judío Strauss, de 50 millones;
el coronel Roebling, de 25; Thayer, de 10. Con ellos el célebre periodista
Wiliiam Stead. Todos son cebo de los peces. Y también los diez camellos que
llevaba el buque para pasear por el puente a los hijos de los multimillonarios.
Pero el instrumento de que
se ha servido la Naturaleza para devorar estas grandezas no ha sido un
terremoto, ni la erupción de un volcán, ni un ciclón, ni siquiera una
tempestad. Ha bastado un pedazo de hielo desgajado del círculo polar. Ni
tampoco uno de esos icebergs gigantescos, montañas flotantes, que su choque lo
habría evitado fácilmente el Titanic. Ha sido uno de esos pequeños icebergs,
que los marinos ingleses llaman crawlers o reptadores, porque no se destacan sobre
la superficie de las aguas. Ha bastado la interposición inesperada de un pedazo
de hielo silencioso y oculto para que contra él se estrellase una mañana azul y
encalmada la cascara de hierro del Titanic.
La Naturaleza se ha mostrado
una vez más todopoderosa. Pero la reacción de la razón humana, lo que
constituye realmente lo sublime, no ha necesitado esta vez de poetas ni de pensadores
que la descubran. Se ha señalado inmediatamente en el ejemplo dado por los tripulantes
del Titanic.
Por lo pronto, el caso del
operador del aparato da telegrafía sin hilos, dando su palabra a los aires
mientras se hundía el barco. Porque el barco se hunde; pero la telegrafía sin
hilos, pero la Ciencia, queda. Pero, sobre todo, el cumplimiento de «la ley del
mar». Porque los 700 ó 800 supervivientes son en su mayoría, en su casi
totalidad, mujeres y niños. Es la ley del mar. Los primeros botes de salvamento
han sido para las mujeres y los niños. Los millonarios han muerto; los débiles
han salido con vida. Casi todos los tripulantes del Titanic han perdido la
vida; pero han salvado conciencia. Supongo que esta vez no protestarán las sufragistas
contra las leyes hechas por varones.
Sobre las lágrimas de las
viudas y los huérfanos de los 1.500 muertos, se alza, pues, el ejemplo del
cumplimiento de la ley moral; sobre la Naturaleza soberana, la soberanía
superior de la razón. El Titanic se ha hundido. La ley moral se ha realizado. Y
cuando todo lo que conocemos desaparezca y no quede ni en la cáscara de nuestro
planeta, ni en el polvo cósmico a que nuestro planeta se reduzca, ni en el
cielo mismo forma ninguna que recuerde á las que conocen nuestros ojos,
quedarán la ciencia y la moral, quedará la razón, quedará ese ser que busca
nuestro existir en sus andanzas y tropiezos,
Ramiro de Maeztu. Londres,
16 de Abril de 1912.
El Heraldo de Madrid. 25/4/1912, página
EL DESASTRE DEL «TITANIC» La
culpa del lujo.
He procurado hacer honor al
heroísmo y a la caballerosidad de los tripulantes del Titanio en la hora
suprema del desastre. Inglaterra pueda sentirse orgullosa de sus hijos. Pero al
hundirse el monstruo marino, no sólo se iluminaron las virtudes británicas,
sino también los vicios del país.
En primer término, su
adoración de las riquezas, su servilismo capitalista. Porque al hundirse el
barco se descubrió que no llevaba botes sino para un 30 por 100 de sus
tripulantes y pasajeros. ¿Por qué no llevaba botes? En primer término, porque
las Ordenanzas del Board of Trade se han rezagado ante las exigencias de los
tiempos. El Board of Trade no exige á trasatlánticos de 46.000 toneladas mayor
número de botes que los que exige a los .de 10.000.
Pero ¿por qué la Compañía
White Star no dotó espontáneamente a su navio de los botes que necesitaba?
Sencillamente Es porque en la construcción del barco se había sacrificado todo
al servilismo capitalista da los propietarios de la Compañía respecto de los
multimillonarios norteamericanos.
No había botes porque la
Compañía había sacrificado el espacio que hubieran ocupado los botes de
salvamento á los caprichos de los millonarios. Al mismo tiempo que se habían
acumulado en el Titanio todos los caprichos halagadores de un amor pueril al
lujo, se habían descuidado las precauciones más elementales contra el posible
desastre.
En el Titanio había un
comedor cuyo techo producía el efecto de la luz tibia de un sol crepuscular,
aun en medio de la lluvia y la niebla de la inclemente Naturaleza. Había un
jardín de palmeras, en el que también crecían viñedos; había un baño para
nadar; había juegos de tenis; había habitaciones para las lunas de miel de los
millonarios, que se alquilaban por 850 libras esterlinas para un viaje de
cuatro días. Pero no había botes salvavidas.
No había bastantes botes
salvavidas porque eran demasiados los baños, los jardines, los paseos, los
salones. Si hubiera habido menos oportunidades para que nadasen a bordo los
pasajeros de primera clase no habrían necesitado nadar fuera de bordo tantos
pasajeros de tercera.
Y es el caso que han muerto
demasiados pasajeros de tercera. La proporción de los pasajeros de primera
salvados ha sido de un 61 por 100; la de los salvados de segunda, 36 por 100;
la de los de tercera, 23 por 100; la de los tripulantes, 22 por 100. Estas
cifras son ominosas. La Época puede repetir su famoso dicho: «Afortunadamente,
los pasajeros eran de tercera», con sólo añadir: «La mayoría de los pasajeros.»
Pero no ocurrió tan sólo que no hubieran bastantes botes. También faltaban marineros
hábiles que supieran manejarlos.
En el Titanic había demasiados cocineros y
criados, y pocos marineros. Hubo bote de los salvados en el que sólo remaron
las mujeres. No había en él hombres que pudieran remar. Faltaban marineros. La
Compañía se había cuidado de procurar a los millonarios cocineros, criados y
músicos, no de que el barco estuviese manejado por gente hábil. Es el proceso
capitalista, que convierte en criados y en parásitos á los obreros útiles.
Los marineros del Titanic
debían haber hecho con los botes ejercicios de salvamento. No los hicieron.
Cuando llegó el momento de arriarlos, tuvieron quo fiarse a su memoria para
recordar los números que se les había designado en el momento de embarcar.
El descuido estupendo sólo
se explica por el hecho de que todas las energías de los oficiales y la tripulación
se habían dedicado a hacer el viaje agradable y rápido a los pasajeros de
primera. El Titanic era un flotante palacio de placer; la tripulación suministraba
las diversiones; los pasajeros de tercera servían de lastre.
El hecho mismo de haber
escogido la ruta más corta, aun después de quo el vapor francés Touraine había
anunciado la presencia de los icebergs, fue un pecado que cometió la Compañía
en obsequio á los pasajeros de primera. Ellos son los que empujan a las
Compañías trasatlánticas á estos viajes locos. Los ricos son en todo el mundo
los que están más tocados de esa «tarantela» futurista de la velocidad y de la
excitación. Para ellos se construyen los expresos, los automóviles, los
aeroplanos y los vapores que baten los records.
Esta vez han recibido una
lección. Han perdido la vida en el barco buen número de multimillonarios, y el
director gerente de la White Star tiene que responder en Nueva York y en
Washington a un severo interrogatorio. Inglaterra y los Estados Unidos
preguntan al gerente, Sr. Ismay: «¿Por qué está usted vivo?»
Es una convención del mar la
de que el capitán de un buque sea el último hombre que abandone un barco y que
se hunda con él cuando por culpa suya ha sobrevenido la desgracia. El capitán
Smith cumplió con su deber; pero Ismay era más que el capitán, era el amo del
barco. ¿Por qué respira cuando 905 de sus pasajeros y 730 de sus tripulantes
están en el fondo del Atlántico? ¿No es el culpable de que el Titanio se
construyera y se tripulara más con el propósito de divertir millonarios que con
el de velar por la seguridad de sus pasajeros y tripulantes?
A lo cual responderá el Sr.
Ismay que su Compañía sé veía empujada por la concurrencia de otras Compañías
que deseaban disputarla la clientela de los viajeros millonarios. Verdad,
verdad. No es sólo Ismay el culpable, sino el sistema capitalista.
Pero, además del
capitalismo, ¿no ha intervenido en el desastre ese otro factor da la tontería y
el orgullo británicos?
Ramiro de Maeztu, Londres,
22 de Abril de 1912.
Nuevo mundo (Madrid). 2/5/1912, página 4.
SOBRE EL TITANIC
Al hundirse el Titanic en el
Atlántico se alzó la proa gigantescamente. Ello lo vieron los náufragos desde
los botes salvavidas. Lo que no se si vieron es que esa proa trazó en el
firmamento un inventario de las virtudes y los vicios del pueblo de Inglaterra.
Primero, las virtudes. La
gran virtud de la serenidad, no ya ante el peligro, ante la inminencia de la
muerte. Porque desde el momento del choque con el trozo do hielo hasta el del
hundimiento, se cumplieron las órdenes del capitán, como en circunstancias
normales. Con tranquilidad funcionó en demandar de auxilio el aparato do
telegrafía sin hilos; con tranquilidad se bajaron los botes; con tranquilidad
se escogió el personal que había de salvarse en los botes. Nadie pretendió
ocupar un puesto que no lo fuera designado por oficiales de abordo. Sólo unos
cuantos italianos, quo fueron despachados á tiros de revolver. Los
multimillonarios que había a bordo se vieron separados de sus mujeres y
condenados a segura muerto sin pretender siquiera sobornar á los marineros para
que les dejaran acudir á los botes.
Luego, la nobleza, la
caballerosidad. Se cumplió la ley del mar; «primero, las mujeres y los niños:>.
Los hombres murieron; las mujeres y los niños se han salvado. El capitán permaneció
en el puente hasta que las aguas le azotaron los pies; luego, so arrojó por la
barandilla entre las aguas turbulentas. El credo caballeresco se realizó. Se
sacrificó la fuerza masculina en homenaje á la debilidad.
Por último, el arte supremo
de dar una expresión plástica al heroísmo. Quizás ningún otro pueblo posee en
tal alto grado como Inglaterra el arte de ennoblecer y perpetuar el heroísmo
con expresiones lapidarias- «¡Dios los ha puesto en nuestras manos»!, decía
Cromwell á sus soldados en Dunbar, señalándoles al enemigo. «Inglaterra espera
que cada hombre cumplirá su deber», fue la
señal que dio Nelson en la batalla naval de Trafalgar.
¡Sed británicos dijo en el
último momento el capitán Smith á los tripulantes del Titanic. Y cuando el
barco se hundía, la orquesta, que había tratado de distraer á los pasajeros
tocando aires populares de operetas ligeras, entonó gravemento un himno
religioso cuya letra dice «Más cerca de Ti, Dios mío, más cerca de Tí», y los
músicos desaparecieron entro las olas
Estas grandes virtudes
británicas se mezclan, en cambio, al sentimiento no muy puro del orgullo
nacional y racial. En todos estos días no han parado de de entonar himnos los
periódicos ingleses y norteamericanos al pueblo noble que concibe y ejecuta el
credo de «Primero las mujeres y los niños»
Este orgullo no deja de ser
ofensivo para los extranjeros. La «entente cordiale» ha impedido que los
periódicos recordasen aquel episodio del incendio del Bazar de la Caridad, de
Paris, en que los aristócratas de Francia ganaron las puertas de la calle
arrojando al suelo a las mujeres elegantes y pasando por encima do sus cuerpos.
Pero el episodio vivía en todas las memorias.
Lo que decían, en realidad,
los ingleses, con sus elogios a los tripulantes y pasajeros del Titanic, era;
«Ningún otro pueblo sabría morir tan heroicamente como el nuestro. Acuérdense
de los franceses cuando lo del Bazar de la Caridad de Paris . Vean lo que
trataron de hacer los italianos».
Quisiera creer que en este
juicio condenatorio de los pueblos latinos se hace una excepción en favor de
los españoles, pero los españoles modernos no nos mezclamos en número bastante
en la vida contemporánea para que la gente se tomo la molestia de pensar en
nosotros.
Junto a las virtudes, los
vicios. En primer término, la imprevisión. En el Titanic no había boles en
número bastante. De haber habido botes, habríanse salvado todos sus tripulantes
y pasajeros. Esta falta de botes es ciertamente común á todos los grandes
trasatlánticos modernos. La Frankfurter Zeitung ha descubierto que todas las
compañías, inglesas y alemanas, cometen el delito de no proveer á sus grandes
navíos de botes salvavidas más que para una tercera parte de sus tripulantes y pasajeros.
Pero si hay una industria en
la que no pueden esperar los ingleses a que los -alemanes les enseñen la manera
de hacer las cosas, esa industria es seguramente la de construcciones
marítimas. Para Inglaterra es cuestión de vida ó muerte la de ser siempre el primer
país en punto á la seguridad, á la eficacia, á la economía de sus barcos.
Defecto emparentado con este
de la imprevisión es el de la terquedad y el espíritu deportivo. Los ofíciales
del Titanic sabían que había numerosos icebergs en el mar de la costa Sur de
Terranova. Las cartas de navegación señalan su presencia en ese sitio durante
la primavera. Y, además, un trasatlántico francés había anunciado al Titanic
por telegrafía sin hilos que los hielos flotantes eran más numerosos esto año.
El Titanic había respondido dando las gracias por la información.
Pero no modificó su ruta; no
buscó más al Sur un camino libre de hielos; no moderó su velocidad al entrar en
la región de los icebergs; no duplicó sus vigías; ni siquiera iluminó su camino
al llegar la noche con sus focos eléctricos.
Fué vano el aviso del trasatlántico
francés. El Titanic no modificó su ruta ni amenguó su velocidad porque quería batir
otro record. El espíritu de deporte y de reclamo prevaleció sobre toda otra
consideración. Pero, ¿por qué no dobló sus vigías? ¿por qué no encendió sus
focos para iluminar su camino? La respuesta tiene que ser: por rutina, por
abandono, por torpeza, por insensibilidad intelectual. El barco francés había
señalado la presencia del hielo. El barco inglés contestó dando las gracias por
la indicación; ¿pero qué le importaba al Titanic el hecho del hielo?
Ahora, naturalmente, las
compañías trasatlánticas que hacen el servicio de Nueva York, modifican la ruta
y procuran dotar á los navíos de los botes precisos. La lección no se pierde.
Poro las enseñanzas de la experiencia, la más costosa de las escuelas, se han
pagado con 1.000 muertos.
Pero el empirismo se les ha
metido á los ingleses hasta en los mismos huesos. Ayer, en una botica, se me
ocurrió pedir al farmacéutico que descorchara una botella que contenía un
específico. El boticario, que no tenía sacacorchos, se las arregló con un
cuchillo y dijo, satisfecho, al terminar su operación:
—La necesidad es la madre de
los inventos.
Yo le contesté con tono
severo:
—No vuelva usted á repetir ese proverbio
insulso. Porque es peligroso. Esperar á la necesidad para ponerme a inventar
cosas, es aguardar á que se mueran los pasajeros del Titanic para cambiar la
ruta de los navíos. Pero, además, es falso, ¡falso! No se inventa nada, no se
ha inventado nada por necesidad. La necesidad determina la acción, pero no la
inteligencia. La inteligencia es libre. Todo lo que se ha inventado en el mundo
se ha hecho por libre especulación, por autónomo vagar de la mente, aunque
después se haya aplicado por necesidad. La invención es pensamiento, y el
pensamiento es el juego del hombre al libertarse de los impulsos materiales.
—¡Usted entonces es un idealista!—
me dijo el boticario con asombro.
—Idealista por la gracia de Dios
–repuse
Artículo de Ramiro de Maeztu
Recopilación de Jose Vicente Navarro Rubio
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