sábado, 10 de febrero de 2024

POESÍA: POETAS Y CACAREANDO

 No es que hagamos grandes cosas,
solo lustramos palabras,
encalamos los pensamientos
 de blanco,
le damos a la poesía
un color dorado
después de lanzar 
el último verso
y dejarlo
reposar como el te,
ya sin posos
nos bebemos los vasos
de sonetos,
más o menos azucarados,
dejamos 
que pase el tiempo 
y comenzamos
y así las cosas
van pasando
en esto que hacemos
de sentirnos amados,
de sacar de los adentros
manotadas de barro,
para seguir construyendo
más y más poemas,
no necesitamos de títulos,
ni de orlas
ni de más artilugios pensados
que sirvan de testimonio 
de un pasado, 
esto de ser poeta
es muy barato,
solo requiere de tiempo
y de ganas,
de ser en ello interesado
y lo demás si cala o no cala,
es cosa que no nos debe hacer
daño
ni debemos hacer caso,
por ahí anda Armando Buscarini (1)
solicitando,
un poco de piedad
y un plato caliente
para quitarse el frío 
con que la  noche le llena de espantos.
Ser bardo por estas cosas
ni es sencillo ni es árido,
solo es la magia que inventamos.

Autor: José Vicente Navarro Rubio

Real Academia de la historia: García Barrios, Antonio Armando. Armando Buscarini. Ezcaray (La Rioja), 16.VII.1904 – Logroño (La Rioja), 9.VI.1940. Escritor.

Hijo de María Asunción García Barrios, madre soltera. En la villa riojana pasó los primeros años de su vida, estudió, destacó por sus buenos resultados, y se vislumbró su vocación literaria. En 1916 se trasladó a Madrid de la mano de su madre, viaje que evoca, entreverado de ficción, en El arte de pasar hambre (obra en la que, como en otras composiciones, y a pesar de no citarlo expresamente, es fácil reconocer su pueblo natal).

En Madrid inició precozmente su carrera literaria con la publicación de sus primeros opúsculos en torno a 1918, fecha en la que están datadas las obras Cantares y Emocionantísimas aventuras de Calck-Zettin (El emperador de los detectives). Aunque son algunas de sus obras menos conocidas, marcaron el comienzo de su trayectoria literaria, especialmente fructífera en estos primeros años de adolescencia. Ésta es la época en la que escribió, con no más de quince años, poemas como “Orgullo”, mientras periódicos como El Imparcial, La Tribuna y, sobre todo, La Libertad le permitieron publicar sus versos en las mismas páginas en las que entonces hacían lo propio autores como Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Federico García Lorca.

Armando Buscarini alcanzó fama en los ambientes y cafés literarios de la capital merced a sus extravagantes métodos de venta. Además de asaltar a los contertulios de cafés como el Levante, Colonial, Pombo, Europeo u Oriente con poemas y libros frecuentemente dedicados, acostumbraba a situarse en la calle Alcalá con un puesto de venta de libros. En él llamaba la atención del viandante al grito de “¡Hay que ayudar al poeta!” o con reclamos comerciales del tipo “Mi corazón dice que le dé el libro de balde, mi cerebro que lo pague” o “Si me compras este libro quizá pueda ofrecerte aquel libro en el que tus hijos aprendan a tenerte respeto”.

Estas anécdotas jalonan las memorias de importantes escritores de la época como Rafael Cansinos Assens, Ramón Gómez de la Serna o César González- Ruano; estos últimos le bautizaron como “el Gorrión del Pardo” y “gárgola adolescente”. Los hermanos Joaquín y Serafín Álvarez Quintero sufragaron, como mecenas, la edición de buena parte de sus obras.

Hasta 1924 mantuvo un ritmo frenético de publicación.

En ese año editó Primavera sin sol —uno de sus mejores poemarios—, cinco novelas, una obra de teatro y Mis memorias, un volumen autobiográfico escrito a la edad de veinte años.

Alternó diversos géneros literarios con un marcado carácter romántico —cuando en España triunfaban las vanguardias— en busca de “esa gloria lejana que no llega”. De su deteriorada salud mental dan buena cuenta el odio que comenzó a profesar a su madre, tras ingresar en el Departamento de Observación de Dementes del Hospital Provincial —su poema El hijo asesinado ha glosado el apartado dedicado a la esquizofrenia de las enciclopedias médicas—, las cartas en las que suplicaba “protección literaria” y “generosidad altruista” o las amenazas de suicidio si ésta no llegaba

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