Y es que por allí
el whisky corría
y de boca en boca
las botellas sobre la barra de un salón
iban y venían.
Se veía a ellas las chicas
bailar el Can Can con alegría
y gran energía
y para ello se arreglaban y vestían,
con artísticos peinados
y botines y faldas de seda
con volantes y pedrería,
que se subían hasta las rodillas.
Era aquel un pueblo sin ley
con su salón y bailarinas,
con su barra de madera,
y un espejo ovalado
en el que las miradas
se encontraban y entre ellas
se rehuían.
Por allí sentado en una silla había
un jugador de póquer de gatillo fácil
y en la cintura
un revólver Colt 45
lleno de muescas
como si fueran las raspas de una sardina.
Un duelo en aquellas tierras
llenas de sorpresas y maravillas
era todo un acontecimiento
que nadie se perdía.
En posición de duelo
lo que mandaba era la pericia
y sobre todo la puntería.
Desenfundar y morir
estaba al orden del día,
casi siempre
con un tiro entre las costillas,
que era para quien lo sufría
algo parecido
a sacar un billete de ida
para la otra vida.
Hickok y Tutt
quisieron a las mismas chicas,
se emborrachaban de la misma
botella en que bebían
y los dos murieron
de formas muy parecidas,
pero en este caso,
así se afirma,
de dos disparos
y con dos balas distintas
que acabaron con sus vidas.
No fueron muchos los duelos
que en el Lejano y Viejo Oeste
por aquella época se sucedían.
Lo normal era morir por la espalda,
como si se fuera a matar
a una perfida sabandija,
pocos eran los valientes
a lo que se bien veía,
dado que en caso de no acertar
era mucho lo que perder se podía.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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