No es la hora de dejar cantar
al pájaro amarillo
que se enciende por las noches
allí donde el cielo
nos señala un lugar hermoso
que todo los días vestimos
con más y más poemas
a cual de ellos más tentador,
por aquello de que todos somos hijos
del Altísimo.
Si estos poemas míos
fueran pequeños barcos
ya estarían todos ellos hundidos
y es que hubieran caído abatidos
en la primera bahía a la cual hubieran acudido
en busca de protección y auxilio.
Mis palabras solo son palabras,
no llevan nada más incluido
en ese genoma el suyo
tan simple y lleno de sentido.
Me disloca los nervios
el sentirme triste y abatido
por culpa de aquellas cosas simples
que pasan a diario
por allí donde vivo,
por esos lugares donde las tendencias son
algo parecido
a ese toque de campanas
que llama a misa los domingos,
a la cual acudir
lavados y planchaditos,
bien educados
y de las manos cogidos
por estrofas y ritmos,
los jóvenes detrás,
los mayores delante,
las féminas a la derecha
y los varones a la izquierda
con el pie derecho puesto en el pasillo.
"Agonía, siempre agonía",
de sentir lo mismo,
ya lo dijo Lorca
e hizo suyo Charles Bukowski,
con esa claridad de ideas
del místico que apaga las velas los domingos,
para dejarse ver en un puesto
de perritos calientes
con kétchup y pepinillos.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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