Yace mi amada
en el interior
de un contenedor sin techo.
Toda ella es ya chatarra pura
muy codiciada
por los quinquilleros,
acostumbrados a recoger
trastos viejos
y vender cazuelas y pucheros.
Sus ojos son ya dos bolas
de cristal
que ruedan por el suelo,
con su cristalino
mirando hacia allí
donde un rayo de sol
se convierte
en la única luz
de un instante ciego,
en que la vida se va
y la muerte llega corriendo.
Son sus senos algo parecido
a dos quesos de tetilla,
pezones firmes,
se balancean al tiempo
que alguien se los lleva
con su cableado sobresaliendo,
por allí donde antes
se unían los senos
a la parte anterior del tórax,
pecho.
Está su sexo,
desperdigado en mil fragmentos
ya su punto "G"
a saber lo que se hizo con ello.
En un laberinto de cables
se oyen gimoteos,
es como si las cuerdas vocales
continuaran ejerciendo,
su papel de liberadoras
de palabras por una boca saliendo.
Presiento que no volveré a ser
el robot
de otros tiempos,
todo amor,
todo poeta,
todo de mi amada,
cariño
y consuelo.
Y es que veo
a la mujer de mis sueños,
desmembrada
por fuera y por dentro,
ya reconvertida
en poco
más o menos,
que un ovillo
de esos que se usan
para hacer cucharas, cuchillos
y hermosos juegos,
de pendientes y collares
que se utilizan para adornar los cuellos.
Sepan amigas y amigos
que amores de verdad
solo ha habido uno
que me atiborro por completo
tal sopa de puchero.
Se que fue el último
y el primero
y así me quedo
a dos luna
relamiendo mis lamentos.
Tanta sabiduría en ella
es algo que me llena
y es que es mi amor tan inmenso
que la recuerdo
observando de reojo
como yo me peinaba
con un peine de acero
y me limpiaba los dientes
con un cepillo
de sacar brillo al hierro.
Ojos azules,
casi terciopelo,
la acaricio
en este mi destierro.
Tan de ella quedo
que duerme conmigo,
la siento
a golpe de corazón a ritmo lento,
mientras corren las saetas
de un reloj viejo,
mientras pasa el tiempo
y mientras yo conservo
mi naturaleza joven,
para cuando noto
la primavera que llega
con sus tonos verdes
y montes cenicientos,
sacudiendo mi interior
e impregnando mi mejillas
del salitre de un llanto pasajero.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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