Adelante. Subir y bajar por estas calles es una tarea grata en esos días que se alargan y animan a salir de casa a la búsqueda de esas luces que descienden y se infiltran hasta en lo más hondo del alma dura de las piedras. Es Pinarejo, el que se presenta ante mi vista. Ese pueblo al que quiero y llevo tan adentro, en el que la luz del sol es mucho más radiante y limpia que la que se respira en las grandes ciudades y del cual tenemos tan pocos documentos fotográficos que cuando vemos alguna fotografía de ese pasado, un poco lejano, la intentamos explorar hasta el infinito, a la búsqueda como no de recuerdos y más recuerdos. Y en esos recuerdos vienen y van como si fueran suspiros que durante cierto tiempo han estado enjaulados momentos e instantáneas pueriles e inocentes en las que muchos de nosotros nos vemos retratados. Hablar de inconformismo es hablar de una juventud más o menos rebelde que se quiere comer el mundo y que por el simple hecho de ser joven mira hacia el futuro y se olvida del pasado. Pero en ello hemos estado todos en algún momento determinado de nuestras vidas, por eso los que ya hemos comenzado a sumar quinquenios en demasía apelamos a ese término con una cierta dosis de inquietud, porque no queremos que nuestros pecados y dejadez caigan en sacos vacíos y porque queremos que pasado y presente formen parte de un mismo universo y se vistan con unos mismos ropajes. La tradición a la que recurro y de la cual soy un empedernido mensajero se tiene que cuidar y ese cuidado tiene que ser diario si lo que queremos y perseguimos es identificarnos con algo y poder decir que somos de algún lugar. No se es más por gritar más, ni se es menos por ser ausente. En los temas que tienen que ver con la estima quien juega y toma partido es el corazón. Por eso cuando ves una fotografía antigua de una calle sin luz recuerdas la niñez y la mocedad en que paseabas por la calle camino de casa. Gustar o no gustar, ser querido o no ser querido, es algo a lo que todos estamos expuesto y más, si cabe, los que exteriorizamos con nombre y apellidos nuestros sentimientos. De lo demás nada. Por eso hay que seguir hacia delante. ¡Pueblo querido! Pinarejo exhibe su talle y cintura desde la lejanía y sus hombres y mujeres bondad y hermosura. ¿Qué clásico fue el que escribió aquello de:
¡Madres!....¿O son los olivos quienes retuercen sus conciencias de ramas ardorosas en ansiedad de lumbre sin fin?
Es esa lumbre sin fin la que me anima a continuar escribiendo y por eso, ya casi a punto de finalizar este escrito, vuelvo a pensar en otros.
CALLE DE LAS ERAS
No recuerdo otro lugar
con más sonoridad
que esta calle de las Eras,
sobretodo al pasar
las gentes camino de la Plaza
o de cualquier otro lugar.
Desde que en las eras
ya no se trilla el cereal
la calle de las Eras
se debería de llamar
calle de la Eterna Felicidad.
Era un gozo tremendo
venir al pueblo y poder descansar
al abrigo del frío de la calle
o del calor del verano infernal
en esas casas antiguas
de paredes encaladas
que de abombadas que estaban
parecía que fueran a reventar.
Tiene esta calle un callejón
y como no podría faltar
yo recuerdo una cueva y algún pajar
y muchas casas vacías
que difícilmente se volverán a llenar.
La posada era su lugar más original
y Feliciano el mesonero
el hombre al que solías encontrar
para amigablemente hablar
en el poyo de la puerta
como si fuera el alma de aquel lugar.
Si desde la calle de las Eras
hacia la Plaza se hubiera podido bolear
ésta sería hoy, no lo duden, un solar.
En esta vida se pueden querer y ansiar muchas cosas que cuando se han conseguido se convierten en algo parecido a un trofeo que sirve para ser contemplado pero para nada más. Pero hay otras cosas que formaron parte de nuestra vida de las cuales es imposible renegar y entre ellas están aquellos elementos que conformaron nuestra niñez y aquellas enseñanzas que recibimos en el ámbito familiar. Por eso me vienen y nos vienen los recuerdos cuando vemos esas fotografías e instantáneas que por otra parte reposan en lo más profundo de nuestras almas. Y entre estas instantáneas se encuentra esta de la calle de las Eras en la que vivieron mis tíos y tías, por parte materna, y donde tenemos todavía la casa familiar.
¿Cómo puede uno olvidarse de esos momentos en que el rumor del aire traía olores a paja y grano de las eras cercanas? ¿Cómo puede uno dejar de pensar en aquellas casas abiertas a todas horas del día hasta que el último residente entornaba la puerta y daba la vuelta a la llave en la cerradura? ¿Cómo puede uno olvidar el eco de las voces al salir del bar de la plaza y ascender hasta lo más alto de la calle de las Eras en los inviernos duros y f ríos? ¿Cómo puede uno olvidarse del trino de los gorriones en los aleros y ventanas de las casas?
Es difícil olvidar y no querer. Por eso cuando veo el afán de algunos especimenes en amasar más y más fortunas pienso ¿cuánto daría éste, buen amigo, por un mojete, un huevo frito, un chorizo a la manera de Pinarejo, un buen trago de vino y una buena siesta en esta calle de las Eras?
Avanzan las sombras y se detienen ante ese paredón, antigua posada, que les sirve de frontera. Es en esas horas en las que la luz del día comienza a desaparecer cuando las personas se acomodan en sus casas y dan por finalizado el día. Las hay, y se ven en la fotografía, sombras de todas las formas: alargadas como si buscaran invadir nuevos espacios; recortadas como si hubieran sido hechas a golpe de tijera y difusas como si no estuvieran convencidas de que es el momento preciso de comenzar a reinar antes de que la noche invada por completo el orbe. A lo lejos, fondo de la fotografía aparece la Plaza, remanso de paz, que nos invita a contemplarla. Naturalmente hablamos de Pinarejo nuestro pueblo, al cual contemplamos con tanto cariño.
José Vte Navarro Rubio
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