martes, 14 de junio de 2011

DUELOS Y QUEBRANTOS

De una acostumbre ya perdida gracias a Dios y al sentido común de los mortales.

Hace años falleció un tío mío en el pueblo. Lo normal era, por aquellos días de la última década del siglo XX, que se porteara el féretro a hombros desde la iglesia hasta el cementerio, que como todos sabemos se encuentra enclavado fuera del casco urbano de lo que es el pueblo de Pinarejo. En ese trayecto, de 1,5 kilómetros aproximadamente, de acompañamiento del ser querido hasta el cementerio, se solían turnar, era la tradición, en el porte del féretro, diferentes acompañantes del cortejo fúnebre y de esta forma la carga se hacía menos pesada y más llevadera. De esta forma, ingenuo de mí, lo recordaba yo.

Esto que estoy contando, portear el féretro, se entiende así y es bien llevado si el crecimiento vegetativo de la población hubiera continuado siendo ascendente, pero cuando hay un estancamiento y la curva ascendente se trunca y se convierte en una línea o traza horizontal, con caída en picado hacia valores negativos, viene a ocurrir, y es normal, que te toque, como me tocó a mí y mi hermano, apechugar con el féretro y el finado, en este caso mi tío, desde la salida de la iglesia hasta el mismo camposanto. Recuerdo que de aquel lance quedé condolido, medio quebrado, y que esa parte de mi cuerpo, hombro derecho, sobre el que descansó el ataúd con todo su peso, todavía hoy, al cabo de unos 9 años, me continua doliendo. Ahora, eso sí, no faltaron, aquel dichoso día, las palmaditas, palabras de ánimo y condolencias durante el trayecto y después de celebradas las exequias: ¡Vamos que ya queda menos! ¡ Ánimo, que ya se acaba la cuesta! ¡Que bueno era tu tío y cuanto os quería! ¡Mira, ya hemos llegado a la era del molino! ¡Que vamos hacer, Dios lo ha querido así! Éstas son algunas de las reconfortantes expresiones que recuerdo de aquel día, ahora al cabo de unos cuantos años. También recuerdo como resoplaba y miraba con el rabillo del ojo hacia el lugar donde se vislumbraba mi destino final, el camposanto, mientras pensaba, ¿que no acabaré yo como mi tío?. Por fortuna no fue así y ahora aprovecho esta oportunidad para contar la peripecia, desde un punto de vista distendido y sin ningún tipo de quebranto ni de resentimiento.

Después de ese trance he acudido a algún que otro funeral más en el pueblo en el que un día vine a nacer. Pero estos otros entierros no han sido tan dolientes, como el que acabo de referir, gracias a la modernidad y al sentido común de la autoridad municipal, de las gentes del pueblo y de las compañías aseguradoras. En ello habrá jugado un papel decisivo esa curva descendente referida al crecimiento vegetativo de la población en Pinarejo. Ella, solo ella, es la principal culpable de que la tradición se haya perdido en aras a otras formas más sofisticadas de acompañar a los muertos hasta su última morada. La verdad es que el cambio ha sido para ir a más y sino que se lo digan a mi maltrecho hombro. Aunque si lo vemos desde la otra orilla, la de la tradición, tengo que decir que hemos salido perdiendo, ya que ese espíritu vital que nos hacía en situaciones límite, como la que acabo de contar, superarnos hasta extremos inimaginables se está esfumando entre la juventud. Los de Pinarejo hemos sido desde siempre fuertes y nobles, conservemos pues esos atributos para mejores ocasiones y contemos a nuestros hijos como fue nuestra vida en el pasado para que entiendan el futuro.

Si a ti, amigo que me lees, también te pasó algo parecido no te lo guardes para tu interior, cuentalo. Seguro que descansarás, como yo lo acabo de hacer en estos momentos.
José Vte. Navarro Rubio

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