Veo
un carro
de
cuatro ruedas
y
una charca de agua llena
y
a alguien que grita
vaya sorpresa
mientras
el sol se torna amarillo
como
la yema
de
un huevo de cigüeña
ya
el carro tomando fuerza
entre
gritos de estupor
camino
de las Canteras
Autor:
Desconocido
Quizás sea verdad
que los ríos no llevan
a ninguna parte
y sus caudales
solo sean
algo así como el
viento corriendo
sobre las cabezas
de espigas verdes en las siembras.
La marcha fue
lenta,
había que
descubrir el corazón de piedra
de la madre
naturaleza,
así el camino se
alargaba,
iba por una vereda,
de frente los
espacios con machas verdes
y negras
y a la izquierda
un monte de
carrascas
con no más fieras
que los
saltamontes saltando en mitad de la senda.
Pastos sin ganado,
ya la vertedera
durmiendo
allí donde se cosechan
hilos de araña,
en alguna era,
seguimos en
aquella mañana
por aquellas
viejas Canteras
donde un día mi
hermano
que tengo cerca,
dice que rompía los terrones de
consolidadas arenas
y dentro en su
corazón de arenisca parda
como las cabezas de las ovejas
encontraba las
pitas decoradas con surcos hondos
tal almejas.
La mañana daba
para que corrieran las piernas,
y entre las
piedras viejas
se mueven las
ramas secas
de un almendro
que solo Dios sabe
el tiempo que espera
a que llegaran los
niños que por allí jugaban
a ser fuertes como
los brazos de acero del padre
que los miraba de reojo
no fuera
que el sol se les
subiera a la cabeza.
Aprieta el cinto
la senda,
se estrecha,
y ya en el pozo
Las Pitas,
testigo de una época,
con aguas que se beben las avispas y
abejas
la mañana se
vuelve tibia
como si fuera
que quienes por
allí caminan no supieran
que un poco más
adelante
quedan
los restos
antiguos de un caserío y su paridera.
En la mañana
descubrimos la existencia
de aquello que se
llama amar
a la madre naturaleza
y llevados por el
sopor
que una bota de vino nos presta
continuamos
aspirando sabores
que no se pagan con ninguna moneda.
La Hoz, con sus
pinos,
madre de casi una sierra
nos enseña
los viejos lugares
casi escuela
de una generación
de labradores
que yacen bajo la tierra
y así un colmenar,
solar que conserva,
en su interior un
corral derruido de ovejas,
nos abre sus
brazos
es como si supiera
que al otro lado
de La Morreta,
en una aldea
llamada la
Moraleja
una familia
confundida con el sol que nos pega
nos esperara,
junto a la puerta,
para darnos la
bienvenida y recordarnos,
con paciencia,
lo fértil que es la vida
si de vez en
cuando te paras
y piensas
lo que eres gracia
a esa herencia
llamada genes
que circula desde los pies a la cabeza
por mucho que
alguien diga
que la fortuna es aquello
que se conserva
en una caja fuerte
a la espera
de con ella comprar ligerezas.
De vuelta al
pueblo
entre olmos
quizás alguien
sepa
que por allí
caminaron hombres y mujeres
a lomos de mulos,
de carros y de
galeras
y que los viejos
troncos heridos por las sierras,
allí donde brotan
ahora ramos de olivos
y collejas
que se ríen de nuestras ocurrencias,
fueron en otros
días algo más
de lo que se ve
ahora
en apariencia.
Viejos cascos de
botijos y vasijas
en un campo comido
por la siembra
nos señalan con su
vieja apariencia
que por allí
andaron otros y otras
en otras épocas
sacando el paleduz
para alimentar
con
su dulzor de caña tierna
la boca de quienes
soñaban correr
detrás de las estrellas.
Un campo de trigo,
casi pradera
y un aire suave
lamiendo nuestras
cejas
nos invita con su
suave inclinación de cabeza
a que sobre el
suelo ya tumbados
por encima
un cielo sin estrellas
olfatear el olor
de las amapolas
como si fuera
la vuelta a un
pasado que cada vez más cuesta.
Y así camino del
molino
perdido se nos
queda
el recuerdo de una
tarde
quizás,
Dios quiera,
que esta sea una
más
y que detrás de
ellas vengan
otras y otras
y así sumando monedas
el viejo bote de
cristal de mermelada casera
que yace escondido en una derruida pared
en las Canteras
se llene de
aquello que solo sirve,
para que sigamos siendo niños
que juegan
a no perder su
inocencia.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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