miércoles, 5 de agosto de 2020

UNA HISTORIA DEL CASTILLO DE GARCI-MUÑOZ, OBRA DE FRANCISCO M. TUBINO


AÚN no habían trascurrido dos años cabales desde que el poderoso y altivo Marqués de Villena se reconciliara con los Reyes de Castilla y Aragón, Don Fernando y Doña Isabel, en la historia conocidos con el nombre de Católicos, cuando, declarándose de nuevo en rebeldía, acudió al expediente de las armas para mantener sus derechos, que conceptuaba menoscabados, y reclamar lanza en ristre la justicia que, según él, se le negaba. Grande y honda perturbación produjo en el reino castellano semejante suceso. Mal aquietados los ánimos desde la pasada y sangrienta lucha; vivos en mucha parte los motivos de irritación que entonces produjeron intestinas contiendas entre los magnates; falta la monarquía de aquella organización robusta y de las condiciones morales necesarias para enfrenar, no sólo las asechanzas de sus émulos, sino los naturales sacudimientos del poder municipal y feudal, que la realeza aspiraba á destruir, bastó una sola chispa para que el anterior y deplorable incendio se reprodujera. 

Ni era aquella edad propicia á que desde luego se escucharan, acatándose, los consejos de la razón , ni á los indómitos señores, que el carácter de la reconquista había levantado en cierto modo hasta el nivel mismo del solio, podía exigirse que bajaran humildes la cabeza ante las primeras amonestaciones de los reyes, á quienes sólo en determinado concepto estimaban á ellos superiores. 

Y agravaba esta rebeldía la circunstancia de que no siempre los ejecutores de los designios y mandatos soberanos se limitaban á poner de su parte cuanto les fuese permitido para obedecerlos. Antes atendiendo á satisfacer propias ambiciones y dar satisfacción á resentimientos privados, no era difícil que los que, en nombre del jefe del Estado, pretendían restablecer la alterada disciplina, reivindicando los fueros de la Corona, se excedieran en mucho del círculo de sus facultades, procediendo contra los rebeldes de modo y manera que, en vez de atraerlos á la obediencia, se les obligaba á persistir en sus belicosos intentos, librando a la violencia lo que debió ventilarse pacíficamente, cual cumplía á hombres buenos y honrados caballeros. 

Precisamente el de Villena alegaba en la ocasión presente, razones de esta índole, cuando quería justificar su actitud. Decia el Marqués que no habia sido su ánimo, ni desconocer la autoridad de los príncipes, ni mucho menos ejecutar acto alguno que pudiera redundar contra sus prerogativas y su imperio. Agradecido como les estaba á la merced que le hicieran, perdonándolo, cuando terminó la anterior guerra, si ahora habia vuelto á lanzarse al campo con sus gentes, era motivado por la obligación en que se hallaba de defender los timbres de su alcurnia y los bienes de su casa. Causaba, pues, la guerra, no el intento de ir contra los Reyes, sino el propósito de rechazar al gobernador que habian mandado á su marquesado y responder á las demasías que ese mismo ministro cometiera asediando, sin causa alguna y sin mandato superior, su ciudad de Chinchilla; todo lo cual era contrario á lo convenido entre los Reyes y Villena al recibirle aquellos á su servicio. 

I I . 

Corria el año de 1499. Situados Don Fernando y Doña Isabel en Guadalupe, dispusieron que el Duque de Villahermosa, hermano bastardo del primero y capitán mayor de la gente de las hermandades, tomara consigo suficiente número de escuderos y peones, y con ellos se trasladase á los campos de Almorox y de Maqueda, á fin de tener á raya desde allí á los secuaces del Marqués, que, apoyándose en la fuerte villa de Escalona, corrían la tierra entregándose frecuentemente á todo linaje de excesos y desafueros. 

Tenia el regimiento de esta fortaleza, como alcaide, el hidalgo madrileño Juan de Lujan, y en el puesto de capitán á guerra figuraba un hermano bastardo del Marqués, llamado D. Juan Pacheco, el cual disponiendo de cuatrocientos jinetes y quinientos peones, solia molestar grandemente á los contrarios. Tocante al Marqués, ocupaba lo que se decia el territorio del marquesado. Combatíanlo de frente dos capitanes reales, Jorge Manrique y Pedro Ruiz de Alarcón, quienes solian acercarse con sus huestes hasta los mismos muros del castillo de G-arci-Muñoz, donde el de Villena tenia su acostumbrada residencia. 

Mientras esto ocurría en el centro de Castilla, Doña María Pacheco, condesa de Medellín y hermana del Marqués, levantábase también en armas en Extremadura, amenazando á los reyes con aliarse al monarca portugués si no accedían á las que ella calificaba de legítimas y justas pretensiones. Era la rica-hembra de genio altivo y entera voluntad. Viuda y avezada á las peripecias de las luchas civiles, había comenzado por aprisionar á su propio hijo con motivo de ciertas reyertas sobre la herencia paterna. Empero, avenidos al cabo, dióle libertad después de cinco años de encierr o ; y como los reyes no le otorgasen la encomienda de Mérida, á que decía tener derecho siendo hija de D. Juan Pacheco, maestre de Santiago, declaróse en rebelión, según acabamos de expresar. Segundaban á Doña María D. Alonso de Monroy, clavero de Alcántara, otro descontento, y el rey de Portugal, que los auxiliaba con hombres y recursos. 

Respondió, pues, al alzamiento del Marqués de Villena, que ensangrentaba los contornos de Toledo, el de las comarcas de Medellín y Mérida: cruzaron los lusitanos la frontera, y unidos á los insurrectos, dieron una terrible acometida á las tropas reales en Albuera, señalándose grandes pérdidas por ambas partes. 

Crecían en el entre tanto en el marquesado los estragos de la guerra. No podían los pueblos permanecer indiferentes. Cuando los realistas no los señoreaban, debíale á que los rebeldes eran sus dueños. Sucedíanse los rebatos á las algaradas, y los pobres pecheros experimentaban fieros daños en sus propiedades y personas. 

Insistía el Marqués en que no era responsable de tantos desastres, sino los oficiales de los reyes, que, abroquelados en la inmunidad de la autoridad real, satisfacían en su persona resentimientos antiguos y privadas venganzas. Así lo publicaba, y como comprobación de sus asertos, envió, con el nombre de mediador, á donde los reyes posaban, á D. Rodrigo de Castañeda, hidalgo de muchas prendas, á fin de suplicarles que mandasen suspender las hostilidades y que le permitieran exponer ante ellos sus querellas, seguro como estaba de su imparcialidad. 

Acogieron los reyes con benevolencia al parlamentario, y aun cuando manifestáronse enojados de que Villena hubiera recurrido á tomarse la justicia por su mano, atentos á descubrir la verdad, comisionaron hombres de pro que, depurando los hechos, se la pusieran de manifiesto. 

Parecía natural que, hallándose la contienda en este medio, se aminorase la fuerza de los combatientes. Nada de eso. Llevado de su ardimiento, el capitán Jorge Manrique empeñase en acometer y apoderarse del castillo de Garci-Muñoz, intentando al efecto una sorpresa; pero sus guardadores advierten á tiempo la aproximación del enemigo, y salen resueltos á rechazarle. Trábase entre unos y otros tremenda función de guerra: Manrique hace prodigios; sucumben ante su furia numerosos contrarios; mas en un momento de verdadero enajenamiento, como su caballo le condujera á lo más recio del combate, cae allí herido de muerte, y destrozado rinde la existencia, salpicando con su sangre los muros de la fortaleza 

III . 

La noche, más compasiva que los hombres, puso término á la batalla. 

Recogiéronse los unos al castillo, desde cuyas almenas el Marqués habia contemplado la lucha. Retiráronse los otros á las villas circunvecinas, llevando consigo no pocos prisioneros y el mutilado cadáver de su adalid.

Pedía la soberbia de los capitanes reales una cruel venganza, y no hallaron otra más legítima que el arrancar la vida á los prisioneros. Sin respetar los derechos del vencido; sin tener para nada presentes los santos fueros de la humanidad, y hasta las mismas reglas de la Caballería, aquellos guerreros, llevados de su ira y de su amor propio , acordaron por propio arbitrio enforcar á seis de los prisioneros, pretextando que, tratándose de sediciosos, no había lugar á respetarles las vidas, no embargante el vencimiento.

Ejecutóse la arbitraria sentencia, sin que fueran parte á evitarla ni los consejos de los más sensatos , ni el fundado argumento de los que se oponían afirmando que los reyes no les concedieron poder para tanto. Cundió la fatal noticia por campos y poblaciones, produciendo inexplicable efecto de indignación y enojo. Lejos de aquietarse los ánimos con tan bárbaro castigo, encendiéronse de nuevo, reclamando terribles represalias, y tan torpe providencia demostró que el rigor desusado y el ensañamiento no traen, ni con mucho, la moderación y suavidad que se pide á los revoltosos. 

Ante el extraño y triste acaecimiento, los más allegados al de Villena exigieron que se respondiese con idéntica dureza. La impericia y la soberbia de los capitanes reales, con su desmedido orgullo , habian dado proporciones desmesuradas al conflicto, convirtiéndolo en una guerra sin tregua ni cuartel. 

Llegaron las quejas á oidos del Marqués, y comprendió que no era cuerdo el desoirías, si bien, consecuente con el sistema á que se atenia, encaminado, al parecer, á pelear cuando se le incitaba á ello, manteniéndose á la defensiva mientras no se le provocaba, declinó en sus capitanes la facultad de tomar las providencias que el suceso requeria. Apoyados en esta autorización, los capitanes de Villena hicieron salir al campo á sus hombres de armas, quienes sin gran esfuerzo toparon con las fuerzas reales. Suscitóse ligera escaramuza, y aquellos consiguieron apoderarse de varios escuderos y peones, con los cuales dieron la vuelta al castillo de Garci-Muñoz. 

No es difícil adivinar lo que debía acontecer. Pidieron los rebeldes á Juan Berrio que enforcase tantos realistas corno sublevados habían sido sacrificados por los capitanes. Y la demanda se acentuaba con tono y ademanes tan imperiosos, que los irritados mesnaderos mostrábanse resueltos á vengarse por sí mismos si es que se dilataba el satisfacerlos. 

En tan apretado trance, dispuso Berrio que entre los cautivos se echase á suerte quiénes habían de ser las víctimas expiatorias del atentado cometido. No quería el capitán cargar su conciencia designando á los que debían pagar culpas ajenas, ni le parecía tampoco razonable dejar que la muchedumbre, ciega y apasionada, designase por sí misma los condenados. 

I V. 

Era una tarde del caloroso estío. Las cercanías de la fortaleza, lejos de ofrecer el agradable espectáculo de campos cubiertos de doradas mieses que el labrador recoge solícito, presentaba el cuadro de la devastación y del estrago. Habían sido destruidas las cosechas, incendiados los montes y destrozadas las moradas. La paz y el trabajo huían asustados de aquel territorio, frecuentado únicamente por el espía, atento á delatar las marchas y movimientos de los contrarios.

Aislado de todo comercio con el exterior, como mudo testigo de tanto desastre, alzábase en el centro de aquel enojoso panorama el castillo de Garci-Muñoz. Preparado contra toda sorpresa, hallábase limpia de maleza su honda cava, izado el puente levadizo, artilladas sus lombardas. 

Flotaba enhiesto en la torre del Homenaje el pendón guerrero de los Pachecos, y no muy lejos veíase el enrejado cesto donde se encendía la almenara. Repartidos los centinelas convenientemente, vigilaban unos el exterior tras de las angostas saetías, mientras otros cuidaban de los prisioneros. 

Notóse de repente inusitado movimiento en los grupos que frecuentaban el patio principal de la fortaleza: había anunciado el agudo tañido de una bocina que el alcaide se disponía á salir de su estancia. Presentóse éste, con efecto, de allí á poco, anunciando que inmediatamente iba á procederse al funesto sorteo. Formáronse los soldados en dos filas, y los prisioneros fueron atraídos de las mazmorras, acercándolos á un tajo, donde en un bacinete se contenía cierto número de dados. 

Cuenta la tradición, y las crónicas confirman, que entre los míseros escuderos á quienes la suerte volvió la espalda, figuraba uno natural y vecino de Villanueva de la Jara , aldea de Alarcón. Hombre pacífico, hacendado, con mujer é hijos, habíase visto constreñido á tomar las armas contra su inclinación y contra su gusto. No por esto mostróse por debajo de lo que el trance requeria. Armado de un valor y de una resignación que hacian más simpático su infortunio, disponíase á morir como bueno, cuando la infausta nueva llega hasta un hermano suyo, de menor edad, mozo, prisionero como él, y á quien, favorable el destino , habían vuelto á encerrar en su calabozo.

Pide el mancebo con todo encarecimiento que le conduzcan á donde se halla su hermano, y en llegando á su presencia, estréchale fuertemente entre sus brazos, afirmando que de ningún modo consentirá en que sucumba. 

Responde el hermano mayor á aquellos trasportes de cariño con muestras de acendrado afecto, y calcula que llegarán á calmarse; mas pronto advierte que la resolución de su hermano es decisiva. — 

«Nó , no moriréis, dice el mozo; no moriréis, hermano mío. Yo he de morir por vos, porque no podría sufrir la pena que habría en vuestra muerte y en carecer de vuestra vista.» 

Intenta tranquilizarle el escudero, pidiéndole respete y se conforme con el fallo de la suerte. «No plegué á Dios, le dice, que padezcáis por mí. Quiero yo sufrir resignado esta muerte, pues á Dios plugo que muriese de esta manera. Y no es razón que vos, que sois más mozo, que aun tenéis grandes alientos y conserváis frescas las esperanzas; vos, que no gozasteis de los dones de esta vida, vayáis á fenecer en tan tierna edad. Tranquilizaos, pues, hermano querido, repite el escudero, y servid de amparo y sostén á mi desventurada mujer y á mis hijos.» 

Enterneciéronse los circunstantes, y por un momento escuchan los impulsos del sentimiento , que no las voces de la saña. Mas el perdón del escudero no es posible. Hubiera sido necesario perdonar á los demás sentenciados. Entre los rebeldes habia más de uno á quien los realistas hirieron sacrificando á sus deudos. La sangre pedía sangre ; la venganza crueles represalias. 

—«Hermano, replica el mozo, es inútil cuanto digáis. Sois casado, tenéis hijos pequeños; muriendo vos morirán ellos. Vale más que perezca yo , que de mi muerte á nadie viene daño sino á mi, y por el contrario, beneficio á vos, á quien tanto estimo y debo.> 

Aun pretendió insistir el escudero; mas el mozo anuncióle que, no bien hubiera perecido, él á sí propio se quitaría la vida. Separóse con esta resolución de su hermano, y corrió á donde estaba el capitán Berrio, donde postrándose á sus pies, con palabras y ademanes suplicábale le permitiera sustituir á su querido hermano. 

Aquel guerrero, avezado á los combates, curtido en el ejercicio de las armas, no puede resistir á la emoción que le causa tanta abnegación y tanto heroísmo. Se necesitaba abrigar poderosos alientos para conducirse como él se conducía. Su tranquilo valor, la nobleza de sus sentimientos, la energía de su propósito, denunciaban un corazón superior, una voluntad grande y bien templada. Comprendía el capitán el valor que en la refriega se manifiesta, el ardimiento del que pugna en revuelta contienda ; mas aquella serenidad majestuosa, aquel menosprecio de los atractivos de la vida, sacrificada en aras del cariño fraternal, realzaban á sus ojos al mancebo hasta convertirlo en un héroe, á quien de buena gana hubiera libertado de la muerte. 

Vacila Berrio en aceptar la sustitución, hasta que el joven extrema tanto sus ruegos, que el adalid no halla palabras para disuadirle ni se siente con fuerzas para rechazarle.

Las ejecuciones habían comenzado. Llegaba su turno al escudero de la Jara ; los soldados no querían darle muerte, esperando la resolución del jefe. 

Decídese al fin el capitán, y haciendo una señal de asentimiento, retírase á su estancia mientras el mancebo, acompañado de la admiración de todos, unida al asombro y al dolor que muchos manifiestan, corre adonde le espera el verdugo, que, ávido de concluir, hace saltar su noble cabeza sobre el ensangrentado tajo 

IV. 

La sangre de aquella víctima inocente fué como rocío de bendición que cayó sobre los agostados campos. No cesó la guerra por el pronto ; pero las partes beligerantes se limitaron á observarse mutuamente, sin volver á hostilizarse. Llegaron unos y otros á convencerse de que si continuaban por el camino que habian comenzado á recorrer, aquellos disturbios, concluirian por trocarse en bárbara contienda de salvajes, ajena á todo sentimiento de religion y humanidad. 

Tomaba la rebelión en Extremadura mientras tanto amenazadoras proporciones, circunstancia que obligó álos reyes á trasladar su residencia á Trujillo, y desde allí á Càceres, á fin de proveer lo necesario á contenerla. No importa á nuestro intento narrar los episodios de aquella lucha, que se prolongó durante algunos meses; baste decir que al cabo asentáronse paces, y que también se comprendió en la concordia al Marqués de Villena. 

Firmada ésta en Toledo el 26 de Setiembre de 1480, levantáronse sucesivamente los asedios que mesnadas, en sus milicias, en sus consejos. Del fondo de las muchedumbres salieron los héroes, condecorados con títulos nobiliarios, emblema y premio de sus proezas. Del fondo de los pueblos proceden esos soberanos tenaces é indómitos que disputan su soberanía al monarca. 

Y hé aquí por qué cuando la monarquía se siente fuerte inicia una lucha monstruosa y sangrienta contra los nobles; hé aquí por qué se afana en destruir y arrasar castillos; Fernando de Aragón é Isabel de Castilla comienzan la cruzada; Carlos V y Felipe II la continúan ; el nieto de Luis XIV, Felipe V, dióla por terminada. El hierro y el fuego en una parte, el cadalso en otra; aquí el halago, allí la astucia; de toda clase de armas se sirve el trono para llevar á cabo su empresa. Como tantos otros, el castillo de Garci-Muñoz era una protesta contra la invasión agarena y contra la invasión real. Triunfó de la primera, sucumbió en aras de la segunda. 

¿Quién se preocupa ya de esos ennegrecidos paredones, por ante los cuales cruza rápido é indiferente el viajero muellemente recostado sobre los divanes del ferro-carril? ¿Quién tiene un recuerdo de simpatía para esos mudos testigos de pasadas glorias, que vieron lucir otras ideas y otras grandezas? Y sin embargo, ellos engendraron los elementos de la nacionalidad, de ellos brotó la patria, y sobre ellos se afirmaría nuestro carácter y los timbres que llevaron victorioso el nombre español á todos los extremos de la tierra.

Por eso nosotros que, ardientes propagadores de las ideas modernas, queremos avanzar llevando en nuestras manos la enseña de lo porvenir, tenemos también sentimientos de cariñosa simpatía para esos restos despedazados del edificio que un dia albergó á nuestros abuelos; por eso mismo recogemos el rasgo más brillante de la historia del castillo de Garci-Muñoz para trasmitirlo á las generaciones futuras, otorgándole puesto distinguido en esta galería.





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