Allí estaba ella, fría, distante,
con sus ojos convertidos
en faros muertos
que solo alumbraban
hacia la oscuridad de las aguas,
allí donde los arrecifes y los acantilados
con sus agujas afiladas mataban.
Y lo hacia con esa gallardía propia
de mujer que se sentía idolatrada,
en su pedestal de grandeza
que solo la noche ocultaba.
Ella con su brillo en la cara,
con su pelo recogido,
con su elevado sentimiento,
mentón perfilado,
me miraba,
y parecía que se preguntaba
¿y tú quien eres poeta
que con tanto porte me tratas,
si yo los tengo a miles,
si por mi se vino abajo
la cantera ubicada
en la ladera de una montaña?
Y es que la quiero
y es que forma parte de mi alma
y es que la tengo siempre en mi mirada,
como esa mujer divina
de una extraña cultura y bendecida raza,
que se sabe por el mundo amada,
por ser toda ella,
desde las uñas
hasta el moño
con su testa elevada,
una estatua de mármol,
en aquel edificio antiguo
del cual solo quedaban piedras bizarras,
con su historia en los libros,
mientras el tiempo
es verdad que pasa
y todo lo arrasa.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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