El día ayer no fue bueno
y podría haber sido peor
si la ola que llegaba
hubiera ejercido la fuerza
de un potente avión.
Pero era una ola pequeñita
parecía hecha con espuma de jabón,
llevaba en su cresta enroscadas caracolas
y para cuando hasta la costa llegó
aterrizó con tal suavidad que atinó,
a mojar mis pies
mientras yo miraba un rayo de sol
que no me dejaba leer un poema de amor.
Me quedé quieto,
miré a mi alrededor,
vi a unos niños jugando,
a unos padres saboreando
un bocadillo de jamón,
por allí unos enamorados
se decían de esas cosas
que quien las oyó se las calla
por eso de ser medido en “to”.
Un día grande es este
que ante mi despertó,
con esos calores del verano
que se meten hasta el último rincón
de los pliegues del bañador.
Observó la nitidez del día,
pasa un yate que parecía
una de las carabelas de Colón,
no se ven piratas,
yo soy de todo lo que se ve
en una milla alrededor,
el único que usa la mente
para escribir aquello que con su vista vió.
La vida es un disparate,
digo yo,
que por qué las olas vienen a morir
hasta las orillas
donde no hay más pasión
que la de ese par de enamorados
que se entretienen jugando,
entre fragante candor,
a ser yo de ti y tú de yo.
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