Estaba observando el pasado
ese que no se marcha nunca,
estaba digo
y es que estoy
y el presente me reactiva.
Por allí andaba en aquello que me interesaba,
para ese instante en que uno se llena
de eso que se llama poesía
y se le juntan,
Lorca, Miguel Hernández, Bequer, Hierro,
Borges, Neruda, Juan Ramón Jiménez, Cernuda,
oleadas de centurias, generaciones enteras
de poetas comedores de deseos
y sedientos de vidas,
y tantos otros,
de todas las procedencias y villas,
tantos que es interminable
esa nómina de mortales,
que seguro que algún día
han pronunciado este hermoso verso:
¡Madre mía!
y me quedo quieto,
mitad pena y mitad alegría
y echo el cerrojo
y sin saber de que va esto todavía,
me siento y respiro,
trago saliva, miro la televisión,
quito voz
a los anuncios que me acribillan
y bien cargado de eso que se denomina
paciencia infinita,
me lanzo por el camino de comenzar un poema
a sabiendas de que me entran ganas de bajar las persianas
y decir hasta mañana
y que a todo esto sea la noche larguita.
A ls pitayas les ocurre
lo mismo que a las poesías,
que gustan o no gustan
y todo esto viene a cuento
de que me estoy leyendo un libro
que enciende las palabras
y los transtropos me hacen pensar
que con este poema
yo podría pescar peces en una piscifactoría,
y ya no les digo de los tropos
tan hermosos y benditos
pregonando sus angustias,
mientras me siento a mirar
y veo que el Cristo de los faroles
no ha pasado,
a luz de candil todavía.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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