Un ajetreo y un remordimiento siento,
algo así
a mordiscos a cara de perro, ya sujetos
a las vivencias
miramos por un agujero
y nos vemos,
en los firmamentos
del pasado
con sus hielos
y deshielos,
con sus calores y fríos,
con aquello
y esto,
en una especie de salpicadero
donde se quita la tinta
a los calamares
para llenar los vaciados tinteros.
Recuerdo las verdes praderas.
Me veo
en los peores de los silencios
en los chavos de níquel,
en su centro,
con una corona de laurel
leyendo mi testamento.
Negros son ya los recuerdos,
color este de la muerte
y del sufrimiento.
Negra es la noche sin estrellas,
todas no luciendo.
Negro es el silencio
con sus campos de muertos,
en ellos yaciendo,
ya por las carreteras y lugares
donde se arrojaron
en el jamás, de los jamases,
descubiertos.
Así rompemos el esquema,
de aquello en lo que no creemos,
no me veo por allí,
por aquellos cerros
del nuevo entendimiento,
blandiendo otra cosa que no sea
un puñado de versos.
Aullido de coyotes,
se ven ellos relamiendo
los huesos pelados,
con sus dentaduras forjadas
de duro cemento.
Las noches sin llegar, sin sellos
y allí
en las soledades del alma,
casi sin saberlo,
cosas
que solo entendemos,
quienes somos fruto del sufrimiento.
Mi pueblo que se alza
para seguir durmiendo
ya no es pueblo de yeguas,
ni de caballos,
ni de burros,
solo suenan cencerros,
para los carnavales
y para esos días de aviento
en que se expulsa al aire
el quejido que va creciendo
cuando por allí nos vemos,
hasta convertirse
en una catarata de buenos deseos.
Muelo, las semillas,
me como el centeno,
fabrico harina de guijas,
en las parvas de trigo
me revuelco,
y sigo en ese empeño
de impregnar la vida
con lo contamos
y con lo que hacemos.
Respiro
seguiré siendo
azadón
en las tierras en que nacen los buenos hechos.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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