Ir a la ciudad,
vadear sus entornos,
jugar con su geografía,
amar su espíritu,
más allá el burgo,
el incipiente olor a carbonilla,
sus comercios, bares, calles
convertidas,
en ir y venir de ideas
de esas que germinan
cuando se abren las ventanillas
y sale una voz de dentro
en forma de sentencia que escandaliza.
Sus pies de agujas encendidas
la ciudad se asoma
a su posible sepultura,
es trance
y leal enemiga
que mata poco a poco
si en ella convives con sus angustias.
Ciudad de duelo,
en ella vislumbran
las fiestas carnívoras.
el champán de pobres,
el aguardiente y las cervezas en los labios,
besos que encienden
a quienes se las arriman.
Se ven los bohemios
en los parques jugar
a lo que les ata a la vida,
ya gatos y perros
codiciando algo que les sirva
de mata hambre
antes de que la noche ponga
su sombras en cada rincón
de cada una de esas vidas
que por allí pululan.
Enjambre de virtudes
que no tienen cura,
apóstoles y santos se arremolinan,
entorno a lugares en que huele a velas
desde siempre y hasta que se apuran,
más que bien consumidas.
A lo sumo me gusta
de esas ciudades sus cualidades
aunque sean estas malditas,
ya mutiladas escenas
se avistan a través de la ventanilla,
de un tren de corto recorrido,
que siguiendo los carriles de una vía
transita entre basureros y chabolas
con sus vientres abiertos
y dentro quienes las habitan
esperando su milagro del día.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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