El asombro de lo
inverosímil
Cuenca parece formada por dos ciudades superpuestas. La urbe medieval albergó
a judíos, musulmanes y cristianos. Ahora, es muy apreciada por su semana de
Música Religiosa
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Acacia Dominguez Uceta
Más allá de los estilos
arquitectónicos, Cuenca se ha moldeado a sí misma, ha crecido en plena libertad
llevada por los vaivenes de los siglos. Desde antiguo abandonó los ejes de
simetría, la plomada, la escuadra y el cartabón. Al pasear por su casco viejo es
imposible que no surja el asombro ante lo inverosímil, ante el caprichoso juego
de romper con las normas y sólo dar valor a la imaginación y a las necesidades
de sus habitantes, sus mejores arquitectos.
La urbe medieval que albergó a
musulmanes, judíos y cristianos, creció entre las murallas y los profundos
derrumbaderos de las hoces, casi inexpugnable, se verticalizó para ganar espacio
en altura, en libertad y en vuelo. Se abrieron ventanas y puertas sin pensar en
la simetría de las fachadas, se trazaron calles que avanzan en difícil límite
con el abismo y se vuelven túneles que atraviesan mansiones. Prolongaron
chimeneas, crearon voladizos, inclinaron sus muros desafiando la ley de la
verticalidad y Cuenca se hizo irrepetible en cada uno de sus rincones. El
viajero debe ir advertido de que en Cuenca todo es dual. Más que una ciudad,
Cuenca son dos ciudades superpuestas.
Para paseantes.
Sobre la Cuenca baja, llana y moderna, se empina la Cuenca alta, el casco
medieval asomado a las hoces. Arriba, la piña de casa tienen dos caras: una la
forman las estrechas calles habitadas por hortelanos y artistas, religiosos y
gentes sencillas; otra es paisaje, asomada al abismo, entre rocas
fantasmagóricas que siempre despertaron la imaginación y la sorpresa. Góngora
dijo de ellas: "Que damas son de pedernal vestidas".
Pero también podían ser
atlantes, guerreros u obispos tocados con sus mitras. Tanto la corriente del río
Huécar, pequeño y hortelano, como la del Júcar, ancho y reposado, tienen sus
riberas convertidas en evocadores paseos por donde la ciudad se prolonga y se
une con el campo, con la sierra a la que pertenece. La subida por la calle
Alfonso VIII es el preámbulo al misterio conquense. Los colores de sus fachadas
distraen al viajero que no sospecha que la calle divisoria entre dos abismos
tiene casas convertidas en rascacielos y techos que son sótanos al mismo tiempo.
Incluso la Plaza Mayor es irregular y contradictoria. La catedral, ni preside ni
cierra ninguna perspectiva. Es, como la ciudad, compleja y todavía inacabada.
Desde que se empezó a construir en el siglo XII, en pura transición del románico
al gótico y tocada por la influencia normanda, cada época ha dejado su impronta,
hasta la actualidad con las vidrieras de los pintores abstractos. En la Plaza
Mayor se mezclan los dos movimientos continuos de la ciudad, los que suben y los
que bajan, los jóvenes que invaden a diario el casco antiguo y los viejos que no
han emprendido la huida a los barrios modernos de la parte baja. Desde allí se
parte rumbo a las hoces que ciñen la urbe.
Hacia la Hoz del Júcar por la
Bajada a San Miguel, cuya iglesia es un auditorio junto al precipicio, para
luego descender hasta el río por la cuesta de las Angustias, donde una cruz
detuvo al diablo, o encaramarse por la Ronda bordeando casas donde pintores y
escritores tienen sus moradas. Y en la otra vertiente, la Hoz del Huécar,
dejando atrás el Palacio Episcopal, el Museo Diocesano, el Arqueológico y
llegando por fin a las célebres Casas Colgadas y su Museo de Arte Abstracto con
Zóbel a la cabeza de sus creadores. Y el barrio de los rascacielos de San Martín
enfrentado al auditorio de música, al grandioso paisaje excavado por el río, a
las huertas moras, al puente y al convento de San Pablo, hoy convertido en
Parador de Turismo.
Meca de la música.
Desde el puente, la Cuenca antigua semeja un refugio de los mitológicos
cíclopes, aunque en realidad, sus habitantes más llamativos son escritores,
pintores y otros artistas empeñados en desentrañar el misterio conquense, las
leyes de la desarmonía, la conjunción entre lo culto y lo popular, entre lo
místico y lo telúrico, para plasmarlo en sus obras.
Bares y museos, tiendas
de artesanía y conventos de clausura, palacios ocultos y casas delgadas como
chopos. Al subir por la calle de San Pedro, orillada de cenobios y casonas
nobiliarias, surge el recuerdo de sus artistas ante la efigie en bronce del
poeta Federico Muelas: César González Ruano y sus artículos; la casa en la que
pintaron y vivieron Lorenzo Goñi y Rafael Uceta; la que sirvió de refugio a
Gerardo Rueda; o la que habita Antonio Saura. En la calle de Ronda, Gustavo
Torner recrea volúmenes y colores. Todavía más arriba, la Universidad en el que
fue Convento de las Carmelitas; una iglesia, la de San Pedro, cuya planta
octogonal hace pensar en los templarios; y el barrio del Castillo.
Mezcladas
con esta Cuenca por la que pasea el visitante, quedan auténticas islas de calma.
La Torre de Mangana, donde se alzaba el antiguo alcázar, domina una extensa
explanada y los mejores crepúsculos. Desde ella, quedan a vista de pájaro los
barrios más pintorescos: el de los Tiradores, extendido por la ladera del cerro
del Socorro como un belén navideño; el de San Antón, empinando callejas y
terrazas para asomarse al Júcar; y el de San Gil, recoleto y entrañable bajo el
cobijo de la torre del Salvador y la que le da nombre, recio florón del
romántico Jardín de los Poetas.
Cuenca dual y contradictoria, de cumbres y
simas iluminadas por una luz cambiante, creadora de contraluces y violentos
claroscuros. En contrapunto, por la noche, la ciudad alcanza sus imágenes más
evocadoras y fantásticas, convirtiéndose en un sueño hecho piedra. El murmullo
del agua de las fuentes y el viento entre los chopos son sus sonidos primigenios
a los que se unen los estudiantes del Conservatorio, los asistentes a la Semana
de Música Religiosa y los adeptos al Auditorio entre las rocas y a las iglesias
convertidas en salas de conciertos.
Contrastes de una ciudad mística,
entregada a lo sobrenatural e impregnada por un misterio que emana de la dureza
de la roca y la ternura de sus jardines insólitos, de lo humilde a lo grandioso,
casi de la armonía a la desarmonía.
Dejo mi poesía, que al caso solo es eso, poesía:
Y no quiero
ser la mano
ni la última mirada
ni un recelo,
suspiro hondo,
silencio,
olvido,
recuerdo,
en esas playas
lejanas
y llenas de colorido,
calor
y juegos.
Por querer
quiero, alondra,
ser sueño,
monólogo,
redoble,
tiento
y gota de agua
caída sobre un espejo,
al momento
que me despierto
y veo
en lo alto de la roca
y en los cielos
nubes corriendo
tras las huellas de un día
del que me alejo.
Autor: José Vte. Navarro Rubio
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