En este viaje de vuelta
todo permanece
sumido
en la tranquilidad de los días,
que por estos lugares
es una especie de bendición
para quienes disfrutan
de las bondades
que la naturaleza les devuelve
por hacer de su presencia
una especie de gran sacrificio.
Pocos ya caminan
por estas calles,
que ahora piso,
ya sin transito alguno
y es que si llega
es hasta inoportuno.
Las puertas de las casas
cerradas
no dejan ver más allá
de donde se abren patios,
en los que la hierba crece
a buen ritmo,
libre de todo,
a su gusto,
tapando paredes,
ascendiendo por los troncos
de los olmos ya podridos.
Me veo siendo rama de ese árbol
que fue joven y robusto
esperando
que el aire sople
y que la lluvia y la humedad
hagan crecer sobre ese cuerpo
desnudo,
el musgo,
ya todo perdido,
sin el alma
y sin el silbido,
de la locomotora de la vida
pidiendo carbón y agua
y vía libre
para seguir su camino
Así me veo
en un paisaje
en el que priman los colores azules,
de un cielo libre de residuos.
Uno se acerca ahora que toca
lo que fue de uno
a otra existencia,
en ese mismo sitio,
como sujeto
al que ahora le falta
el tiempo
que lima hasta el acero duro,
y el resto de atributos,
por no hacerme largo
si no me confundo,
parte de la familia
y de los amigos
y de los vecinos
y de las aves y animales
y de la memoria histórica
y de los calores y fríos
y del quehacer rutinario
en aquellos campos,
labrados ahora sin más cariño
que el que proporcionan los tractores
ya haciendo surcos,
ya arrancando piedras y malas hierbas,
ya abonando y recolectando,
cebada, centeno, uva, girasoles y trigo.
Esto es todo
lo que la vida da por aquí,
donde delante de una casa
uno descubre
que solo vino,
para conocer un poco
de lo que perdió
cuando se marchó más allá
de donde quiso.
Autor: José Vicente Navarro Rubio
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